Wayne representó al exacerbado anticomunismo, a la doctrina Monroe de mano dura y a los postulados ultraconservadores del senador Goldwater. Que «como mejor está un indio es muerto» resultara la frase dilecta de algunos de los personajes fílmicos más conocidos de John Wayne, no impidió que el actor, el centenario de cuyo natalicio se cumplió el pasado 26 de mayo, fuese ascendido a la categoría de mito en Estados Unidos.
Lo hicieron sus adoradores, sí; pero también los medios, y un sistema interesado en auparlo acorde al estandarte que en el terreno ideológico alzara desde la pantalla su mejor aliado en Hollywood.
El actor, la quintaesencia «heroica» del western, supuso la encarnación en celuloide de ese vaquero dominante, con traza y lanza de colonizador. Que Wayne formase parte de un conjunto de películas que, sin embargo, contribuyeran al desarrollo de este género cinematográfico, no puede embozar en ningún modo la impronta reaccionaria de un sujeto que respondió siempre a los postulados más conservadores y recalcitrantes del establishment yanqui.
Es imposible olvidar a la hora de cualquier evocación de su figura que fue el republicano más célebre de Hollywood, que mucho antes que Reagan llegara a la presidencia ya no pocos habían pensado en él para instalarlo en la Casa Blanca. O que respaldó los apetitos de dominación más siniestros de las administraciones estadounidenses durante el genocidio perpetrado por esos gobiernos contra el pueblo vietnamita.
Wayne fue, además, uno de los fundadores, en 1944, de la Motion Picture Alliance for Preservation of American Ideals (Asociación Cinematográfica para la Preservación de los Ideales Norteamericanos), una congregación de cineastas en contra de cualquier viso liberal dentro de la industria.
Pese a ser querido y respetado en buena parte del gremio, otros lo odiaron por figurar entre los tristemente célebres delatores de sus compañeros con simpatías izquierdistas ante el Comité de Actividades Antiamericanas.
La popularidad de Wayne entre las masas se debió a su proverbial imagen de portador de los valores tradicionales familiares; a la inmensa popularidad del género donde surgió, creció y llegó al estrellato como actor: el western. Y a causa, además, de la recurrencia en la encarnación del tipo rudo, pero galante con las mujeres y tierno con los niños; o del sherif, imagen perennemente idealizada —sobre todo por los norteamericanos, para quienes resulta tan caro ese patrón del vengador-repartidor de justicia y cuya cultura pop está impregnada hasta el subsuelo de dicha esencia.
BANDERÍN DE LA CULTURA NORTEAMERICANATan representativo de la cultura americana como Mickey Mouse o Marylin, las anécdotas sobre la admiración que despertaba se cuentan por cientos en sus múltiples biografías.
Una de las más referidas es la que recuerda que, cuando el emperador nipón Hiroito visitó de forma oficial a Norteamérica en 1975, lo único que pidió fue visitar a Disneylandia y conocer al viejo John.
Para 1970, Wayne, intérprete de 157 películas y uno de los actores más taquilleros de la historia de la pantalla mundial —campeón indiscutible durante al menos un par de décadas—, había sido elegido como el segundo personaje más famoso de Estados Unidos desde su fundación.
En esa superencuesta nacional solo se antepuso al astro nada menos que Abraham Lincoln.
Y un año después de semejante distinción era calificado allí mismo como «el hombre que ha puesto de manifiesto del modo más eficaz el significado de la palabra “americano”».
No resultó extraño, pues, que en junio de 2004, en plena segunda invasión a Iraq, y a raíz del cuarto de siglo de la muerte de Wayne por cáncer, varios diarios estadounidenses publicaran en sus titulares interrogantes del corte de la que continúa: «¿Cómo se hubiera comportado él ahora, si el destino lo hubiese convertido en un marine en Iraq?».
Durante los días posteriores al 11 de septiembre de 2001, período de exacerbada manipulación por el aparato gubernamental y la prensa a su servicio de los sentimientos patrióticos, constituyó un verdadero éxito de ventas en su país la reedición de un disco realizado un par de décadas atrás, con el texto hablado de Wayne, EUA, por qué te amo.
CONTRA LOS VIETNAMITASAl tratar de explicar lo que representa para los norteamericanos, un famoso local expresó: «En una época con escasos héroes, fue un hombre excepcional, que llegó a ser más que un héroe, al convertirse en un símbolo de muchas de las cualidades que han hecho grande a nuestro país».
Supongo que con lo de la época de escasos héroes se refiriera a la desastrosa era de Vietnam, donde los estadounidenses comprobaban cómo se desinflaba la burbuja de mentiras donde vivían, al ser vapuleada la gloria de la gran nación —leáse el trasero del imperio por los vietnamitas.
No obstante John, en ese monumento al chovinismo, la mendacidad, la soberbia y la guerra que es la por él mismo codirigida Boinas verdes (1968). ensalza la política belicista yanqui, aun a sabiendas del atolladero donde se enlodaban sus artífices como consecuencia del obtuso cariz de dicha conflagración.
Pero proceder de modo semejante era típico de él. Siempre lo hizo, al menos en buena parte de su filmografía.
Sabedores en la Meca de su inclaudicable postura pro imperial, y más que todo, de la simpatía de que gozaba entre el público, siempre que Hollywood se aliaba al Pentágono o al sistema en alguna contienda, lo llamaban al plató para incorporar al defensor a ultranza de la «grandeza patria».
FRUCTÍFERA RELACIÓNCasi toda la década de los 30 se la pasó Wayne descuartizando apaches y pieles rojas en oestes de serie B, antes de que uno de los maestros indiscutibles del género, John Ford, lo convocase para su clásico La diligencia (1939).
John Wayne comenzará a convertirse en John Wayne a partir de ahora y solo ahora. Su Ringo Kid de esta obra marca el inicio del dúo John-John, como se bautizara a la dupla más famosa del oeste.
La diligencia, hito del western donde el género se robustece al serle incorporado a sus elementos clásicos de los tiros y persecuciones a caballo, un componente moral, psicológico y social, ve aparecer en aquellos nunca olvidables planos de Ford, a un hombre que sería la figura antonomásica del oeste.
La relación con el grandioso Ford consolidó el prestigio de Wayne, tanto entre los actores como en la industria en general. Fue tan estrecha la camaradería entre ambos, que cuando el segundo dirigía su primera cinta —El Álamo (1960)—, Ford se le aparecía en el set, comenzaba a dar órdenes como si fuera el realizador, y Wayne lo dejaba hacer sin hacerle el menor reproche.
A Ford aquel western épico le pareció una película colosal, «la más grande jamás filmada», sin importarle su imponente carga de patrioterismo.
El binomio de las dos «J» terminó 20 películas entre las que se incluyen Fort Apache (1948), La legión invencible (1949), Río Grande (1950), El hombre tranquilo (1952), Centauros del desierto (1956) y El hombre que mató a Liberty Valance (1962), el último gran western clásico.
Este filme de algún modo finaliza una manera, un concepto, un estilo de asumir el género y a sus héroes míticos. De modo que a Wayne le cabe el honor de haber intervenido, junto a Ford, en las dos cintas que definen la entrada a nuevos cauces dramáticos, expresivos y conceptuales del oeste: La diligencia y El hombre que...
Pero también tuvo la dicha de realizar cinco filmes con otro genio de la época dorada de Hollywood, Howard Hawks. Un cineasta que, de la misma manera que Ford, era dueño de un muy buen ojo clínico para detectar a actores y luego conducirlos a un decoroso desempeño.
El actor era competente hasta un punto, sobre todo funcional, pero su variedad de registros no superaba la gama elemental. Aunque, mirándolo bien, quizá no le hiciera mucha falta, toda vez que Wayne siempre fue Wayne, repitió el mismo personaje hasta la saciedad y logró especializarse en hacer de sí mismo —por su registro en El conquistador de Mongolia (1956) recibió el Golden Turkey Award a la peor actuación.
En los 60 se le diagnostica un cáncer de pulmón, pero continúa bebiendo y fumando sin prestarle importancia. Falta poco para que obtenga su primer Oscar por Valor de ley (1969), pues un par de décadas atrás no lo consiguió en Las arenas de Iwo Jima, cuando fuera nominado por su rol del sargento Stryker.
Casado en tres oportunidades, el viejo león de Iowa, de ascendencia irlandesa, tuvo siete hijos para llorar su muerte el 11 de junio de 1979, en momentos en que sus adoradas actrices Mauren O’Haara y Elizabeth Taylor le gestionaban la Medalla de Honor del Congreso.
Su larga anatomía fue enterrada en el Pacific View Memorial Park, bajo una lápida sobre la cual puede leerse: «Feo, fuerte y formal». Hasta el epitafio contribuyó a la prolongación de su mito, aun después de la muerte.