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Presentan documental Monteros, sobre zona cenagosa de Cuba

Tras deMoler, Montaña de luz y Permiso a la tierra, el joven realizador Alejandro Ramírez vuelve a la carga con su documental Monteros, presentado en el mismo corazón de la Ciénaga de Zapata

Autor:

José Luis Estrada Betancourt

Alejandro Ramírez es guatemalteco de nacimiento, pero lleva más de 20 años viviendo en Cuba.

El olor a carbón invade el aire en cuanto se abandona la autopista para tomar la carretera de Playa Larga. Todavía, incluso en guagua, queda lejos el batey de Santo Tomás, ubicado en el mismo corazón de la Ciénaga de Zapata, a unos 30 kilómetros de Playa Larga, donde tuvo lugar la presentación de Monteros, el más reciente documental de Alejandro Ramírez Anderson, un joven realizador que se ha empeñado en llevar a la gente «común» a la gran pantalla, a esos que, sin embargo, tienen tanto que contar.

El equipo de realización del documental durante el rodaje.

Mientras el equipo de realización de este documental producido por el ICAIC se adentra en territorio matancero, nada en el paisaje delata la asombrosa naturaleza que depara el mayor humedal de Cuba, cuyo terraplén queda vedado a vehículos ligeros y es ideal para camiones aptos para saltadores con garrocha. Y es que el terreno, donde predominan los manglares y los bosques sobre calizas y partes mal drenadas, no puede ser más irregular y pantanoso.

Es hermoso ver desaparecer, espantados ante la «civilización», a algún que otro venado o admirar cómo se dan magníficamente el guanito, la palmanaca, el arraiján, la yana, la cortadera... Pero ese paraíso se esfuma al llegar al batey, donde la belleza de la flora y la fauna cede paso a la gracia, la mirada clara y la amabilidad de las pocas familias que se resisten a abandonar una existencia marcada por la pesca, la caza y el carbón. No obstante, en la pequeña sala de video, las que quedan se apiñan en compañía de sus perros aparentemente famélicos, pero insuperables para el rastreo y la caza.

«Es dura la vida aquí», es el primer parlamento que Raúl Pérez Padrón dice ante la cámara del experimentado Rigoberto Senarega, director de fotografía. Y durante 36 minutos un entusiasmo contagioso se adueña de la sala: risas, chanzas, voces: «¡Ese es mi papá!», «Mira al Palestino... y al Majá...», «Oye, me cogiste lavando»... Todos son protagonistas, pero el estrellato quedó reservado para el propio Raúl, así como para Victorino Rodríguez Mejías, Miguel Guerra Rodríguez (el Palestino), Yaliesky Mena Rodríguez (el Majá) y Silverio Machado Rodríguez.

«A la gente le puede parecer terrible, pero así vivimos aquí —asegura Raúl, después que el aplauso de los cienagueros es unánime—. Mientras que un niño en La Habana va a una discoteca o a un cine a ver una película, los nuestros crecen entre jicoteas, cocodrilos, puercos salvajes, jutías, y hacen lo que aprenden de nosotros.

«Recuerdo el día en que Alejandro llegó a mi casa y me dijo: “chico, yo tengo ganas de hacer un documental. ¿Tú crees que sea posible?”. Y yo le dije: ¡Cómo no, voy a ayudarte! Estaremos entre cocodrilos y jabalíes, pero no habrá peligro, porque los vamos a proteger. Y todo salió perfecto. El colectivo de filmación era maravilloso, por eso no fue problema “actuar”, pues la cámara era como si nos miraran los ojos de nuestros perros».

«Hay muchas cosas que salen en la película, dice Yaliesky, que ni siquiera las mujeres de aquí conocen, porque ellas nunca van al monte. Ahora pueden ver el peligro, cómo agarramos a los puercos salvajes. A mí me encantó, porque no es como Cuando el agua regresa a la tierra, que estaba muy linda, pero esos no éramos nosotros».

Victorino con su trofeo en Cayo Palmar.

En cambio Victorino mira con nostalgia Monteros. Fue en Santo Tomás donde vino a la vida hace 47 años, por eso le cuesta imaginarse en otro sitio. «Estamos un poco disgustados, porque no quisiéramos irnos de aquí. Marcharnos para la ciudad va a ser un poco duro, se extrañará la tranquilidad, el aire puro del bosque...».

Lo mismo le sucede a Yaima Reyes, quien se trasladó para ese batey después que se casó. Ama de casa con 26 años, ya tiene tres hijos, pero no concibe su felicidad en otra parte. «Aquí se vive mejor, hay mejor ambiente, la gente se ayuda, vive en comunidad. Es un lugar muy bonito, donde los chiquitos se sienten más libres, sueltos, y donde he visto animales que nunca pensé».

«Mientras quede alguien en Santo Tomás, regresaré», afirma el adolescente de 14 años Edel Manuel Rodríguez, quien entre semana permanece junto a su mamá para poder ir a una escuela de enfermería en Caletón, pero los viernes amanece en el lugar donde trascurrió su infancia. «Es emocionante, porque me divierto mucho con mis amigos, bañándome en la zanja, donde hay jicoteas, cocodrilos, pez gato... Aprendí a cazar un día que iba con mis amigos. Vimos un cocodrilo y lo enlazamos, luego lo trajimos para la casa y lo metimos en un pozo. Por eso se ahogó».

Sin embargo, José Machado, que también nació en Santo Tomás, pero trabaja en la Forestal sacando madera como operador de tractor, prefiere darle otro vuelco a la vida, aunque reconoce que Monteros es la Ciénaga, sus personas, la naturaleza. «Quiero salir para allá afuera, ahora que conseguí un terreno. Es tiempo de cambiar de aire».

INTERIORIDADES

Fue en 1998 cuando el fotógrafo Raúl Cañibano puso sus pies por primera vez en la Ciénaga de Zapata. Entonces comenzó a hacer sus primeros viajes al campo de Cuba para tomar instantáneas como las que, un año después, le dieran el Premio Nacional de Fotografía. «Hace un año, mientras digitalizaba algunas fotos de deMoler para Alejandro le comenté sobre la historia de Victorino, pensando que eso le podía ser interesante para un documental.

«Una noche, en una de las cacerías, encaramado en una especie de cama que se construye encima de las matas, dormido, se le quedó un pie afuera que, sin duda, llamó poderosamente la atención de un cocodrilo, que lo tiró al suelo. Con la ayuda de un pariente que lo acompañaba pudo liberarse, pero con una herida que empezaba en los glúteos y terminaba en la articulación de la rodilla. Menos mal que había aprendido a coger puntos para auxiliar a sus perros cuando eran presa de los colmillos de los puercos jíbaros».

Esa historia verídica fue el inicio de Monteros, que luego se convirtió en un proyecto más ambicioso, según explica su director, Alejandro Ramírez, graduado en la especialidad de Dirección en la Facultad de Arte de los Medios de Comunicación Audiovisual del ISA: «Santo Tomás, es uno de esos parajes contradictoriamente paradisíacos, donde la belleza de la naturaleza coexiste con la dureza de la vida de sus habitantes.

«En medio de estos pantanos, un grupo de hombres que se dedica a la caza de animales salvajes, discurre sobre la amistad, el amor, la confianza, la lealtad, temas universales, que hacen a cada uno de ellos entrañablemente cercanos en criterios, incertidumbres, anhelos y también desesperanzas».

«Más allá del testimonio o el reportaje etnológico, Monteros propone un acercamiento poético, sensible, profundamente humano a estos hombres y mujeres, parte del complejo y variado mundo cubano», agrega Orlando Pérez, editor nuevamente de los documentales de Alejandro, con quien se graduó en el ISA.

Detrás de cada documental de Ramírez (deMoler, Montaña de luz, Rostros de III siglos, Permiso a la tierra...) hay una profunda investigación llevada a cabo generalmente por el joven Daniel Álvarez Durán, sociólogo de la Fundación Fernando Ortiz, quien se sumó a Alejandro, Cañibano y Senarega para desarrollar el proceso de prefilmación. «En un principio nos propusimos ver cómo se comportaban la reserva cultural en esa zona, las tradiciones y el folclor. Con toda la información se hizo un análisis sociológico con el que se armó una especie de escaleta. Después vino el rodaje.

«Alejandro tiene un método propio de la antropología visual: con una indagación básica va a la locación e, in situ, permite que los actores sociales improvisen, sean espontáneos, aunque haya actuación, para lograr un retrato más cercano a lo cotidiano», explica Daniel.

«Santo Tomás es una reserva cultural muy específica. Estos son hombres y mujeres que viven en una especie de involución, de olvido, de estancamiento, y siempre están en el límite de la condición humana, aun cuando desarrollen una espiritualidad muy característica. Sin embargo, se resisten, en primer lugar, por una cuestión de identidad, que se establece con el lugar donde se nace, y porque allí están sus herramientas de subsistencia. Pero Santo Tomás está destinado a desaparecer, pues no ha logrado una autonomía económica real que la haga una comunidad próspera. Por tanto quedan enajenados dentro de la estructura social cubana».

—Alejandro, ¿fue muy difícil hacer Monteros?

—Lo que más me costó fue encontrar las personas que quisieran trabajar en un proyecto como este, sin ninguna comodidad. A veces filmábamos con el agua a la cintura o al pecho, y con mucho riesgo por la cercanía de los cocodrilos. En ocasiones nos quedábamos en las noches en el medio del monte, sin luz eléctrica, con lluvia, durmiendo en el piso pantanoso; caminábamos muchísimo, empujábamos los botes para avanzar, y con una tensión y un estrés muy grandes. Quizá por eso, el equipo de realización, que lo integran además Francisco Álvarez (producción), Yamil Santana (segunda cámara), Abel Omar Pérez (música original), Diego Javier Figueroa (sonido directo) y Jorge Luis Chijona (musicalización y mezcla), fue tan creativo y estuvo tan cohesionado.

—¿Por qué esta presentación en Santo Tomás?

—Porque no quería que me sucediera igual que con deMoler, que, desgraciadamente, no pudo ser visto ni por los obreros azucareros del Central Paraguay ni por los del país. Y eso, de alguna manera, me ha dejado un vacío. Venía muy nervioso, pues esa era la prueba más difícil del documental, porque ellos son nobles, sencillos, amables, pero muy sinceros. Por eso me siento tan satisfecho. No sé el camino que vaya a tomar Monteros en lo adelante, pero mis expectativas están cubiertas.

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