Foto: Orlando Perera Sergio Corrieri no necesita presentación. Basta con verle el rostro o escuchar su nombre, para identificarlo de inmediato. Más de 20 años han pasado desde que decidió abandonar los escenarios; sin embargo, sus emblemáticas actuaciones en el serial En silencio ha tenido que ser y en películas como Memorias del subdesarrollo, Río negro, El hombre de Maisinicú, por solo citar algunas, perduran aún en la memoria de los cubanos.
Con cautela toqué a la puerta de su oficina en el Instituto Cubano de Amistad con los Pueblos (ICAP). La estela que dejó en mí En silencio... (fui de las niñas que en la década del 80 seguían con pasión ese serial y se arrobaban ante la gracia de este artista en su protagónico David) hizo que, hasta cierto punto, sintiera un poco de inquietud. Pero una vez que pasé la primera loseta intuí que el encuentro con Corrieri sería, más que todo, una conversación llena de confesiones.
«Entré al teatro detrás de una mujer, y no por vocación. Éramos un grupo de jóvenes de 15 años y yo estaba perdidamente enamorado de una de las muchachas (mayor que yo, por cierto —en esa época me gustaban así; ahora no). Eran los tiempos de Batista y decidimos matricularnos en el Teatro Universitario. Curiosamente aprobé. Ella no. Me examiné con un monólogo de la obra Julio César, de Shakespeare. Ni sé lo que dije pues nunca había leído a ese escritor ni nada por el estilo. Pensé en irme, porque lo mío era estar cerca de ella, pero las clases me fueron gustando y decidí estudiar teatro y ser actor.
«Cuando se lo dije a mi padre, que era obrero y pescador, tuvimos una bronca tal que estuvimos muchísimo tiempo sin hablarnos. Él tenía sus prejuicios. Pero como tuve éxito, nos reconciliamos. Años después volvimos a tener otra grande cuando le dije que me iba de La Habana para el Escambray. Dejamos de hablarnos largo tiempo. Decía que iba a volver a la Edad Media».
—David ha sido uno de los personajes más exitosos de la TVC. ¿Cómo recuerda usted aquellos años?
—No hay un solo día en la vida que salga a la calle y alguien no me hable de En silencio... Han pasado todos estos años y no se olvida. Si salimos juntos ahora mismo y vamos caminando hasta 23, alguien dirá algo. No solo personas mayores sino también jóvenes que tuvieron la oportunidad de verlo después, porque lo han repetido. Hasta los adolescentes me preguntan cuándo lo van a reponer, porque les han hablado tanto del serial que quieren conocerlo.
«Son tantas las anécdotas que podría contar... Un día, a lo mejor cuando tenga un poco más de tiempo, voy a sentarme a escribirlas porque son cientos, de todo tipo: emocionantes, cómicas, trágicas. Es increíble la cantidad de jóvenes cubanos de 20 y 22 años que se llaman David o Reinier. Increíble también la cantidad de jóvenes que me dicen: “Yo estoy en el MININT por culpa suya”.
«En silencio... está completamente vivo en la memoria del pueblo cubano. Creo que fue de esas realizaciones que caló muy hondo. Expresó a un pueblo, porque casi todo el mundo ha hecho algo por la Revolución, de una manera o de otra. Por eso todavía hoy la sienten cercana. Una virtud muy fuerte del serial es que los personajes no son súper héroes, sino personas de carne y hueso que se equivocan, cometen errores, se apasionan: en fin, es como la vida misma».
—¿Por qué justo cuando estaba en la cúspide de su carrera como actor decidió abandonar la actuación y dedicarse a tareas directivas?
—Fueron dos las razones y una va llevando a la otra. Acababa casi de hacer En silencio... y, a pesar de que era un actor conocido (había hecho mucho teatro y también bastante cine), con ese serial pude experimentar en carne propia el poder y también el valor e influencia de esa cajita luminosa que es la televisión. No cabe duda de que fue una experiencia nueva y sorprendente.
«Por esa época hubo cambios en la dirección del ICRT y en virtud de mi conocimiento del medio me ofrecieron la vicepresidencia primera. Fue una decisión compleja, porque por un lado estaba mi vocación como actor y director, y por otro la posibilidad de dirigir un proyecto tan importante para la cultura, pues estoy convencido que no puede haber una política cultural coherente si no se toman en cuenta la radio y la televisión. Me lo pedía la Revolución y decidí aceptarlo. Yo no nací en el lado luminoso de la vida, sino en el oscuro. Era pobre, y la Revolución fue la que me lo permitió todo.
«En 1985 empecé a trabajar a cargo de la televisión en el ICRT. Allí estuve dos años. Cuando en 1987 se creó en el Comité Central el Departamento de Cultura, fue una demanda casi popular entre los artistas que fuera alguien del medio quien lo dirigiera. Ellos querían a una persona que conociera los problemas, y me propusieron a mí porque era, además de miembro del Comité Central, artista. En esa tarea estuve casi cuatro años, desde el 87 hasta finales del 90. Fueron tiempos muy difíciles y complejos».
—¿Por qué lo considera así?
—Lo considero no; estoy seguro de que fue así. Fueron los años del glasnost y la perestroika, y nosotros no estábamos preparados para el cuestionamiento del socialismo y de las ideas revolucionarias: unas veces con razón, pero otras con la mala intención de acabar con el socialismo y no de mejorarlo.
«Distinguir la diferencia no era fácil. Teníamos que tener bien claro cuál era la crítica justa y honesta que iba en función de arreglar los problemas, y cuál era destructiva, formulada para quitar la fe, la confianza. Todavía aquí no se ha escrito lo suficiente acerca de cómo se reflejó todo eso en las ciencias sociales y en las artes cubanas.
«A finales de 1990, el compañero René Rodríguez Cruz, presidente del ICAP, falleció de manera repentina y me ofrecieron la presidencia del Instituto. Se había derrumbado el muro de Berlín y los países socialistas caían como fichas de dominó. Seis meses después se desintegró la Unión Soviética y estaba claro de que para Cuba se iniciaba un período muy complejo, económica y políticamente.
«La vida me puso otra vez en una disyuntiva difícil, pero no tuve duda. Estaba convencido del papel decisivo que desempeñaría el ICAP en estos 15 años y no dudé entre la convicción de la importancia que tendría este Instituto en los tiempos que se avecinaban, y mi vocación. Entré en octubre del 90 y aquí estoy».
—¿Puntos en común entre usted y David?
—¡Qué pregunta esa! David es mucho mejor que yo. Cuando hice Memorias del subdesarrollo querían saber qué puntos de contacto tenía con el personaje, y no existe ninguno. Interpreté a un burgués y yo nací en la playa de Jaimanitas, en una casa de madera, y nunca fui dueño de apartamentos.
«No veo puntos en común entre David y yo, más que en el sentido de que él sufría por no haber podido ir a la Sierra y yo también. Por una parte, era muy joven; y por otra, no se dieron las condiciones. Siempre me lo reproché, porque hubo jóvenes con 15 años que sí subieron a la Sierra y yo nunca lo hice».
—No sea modesto. Es conocida la capacidad de sacrificio suya, el altruismo que tuvo al dejar a un lado su carrera y dedicarse a tareas directivas...
—Nunca lo diría así. Esa es una apreciación tuya. Son tus palabras y tienes derecho. Pero yo no lo veo ni siento como un sacrificio. ¿Sabes qué? A mí lo que de verdad me gusta es la poesía. Desde que tengo uso de razón las escribo, no como un juego, sino muy en serio. Mi vida ha sido tan movida, tan plena, que nunca me preocupé por publicarlas. Desde hace unos años, es todo lo contrario: estoy apurado. He publicado dos libros y en este momento tengo uno en Letras Cubanas y otro en la editorial Oriente. Mientras, preparo un par con poesías muy antiguas y algunas nuevas.
—¿Esperaba recibir un premio como el Nacional de Teatro 2006?
—Sí. Decir lo contrario sería falsa modestia, porque este es un Premio de por vida, y si miramos a los compañeros que lo han recibido, es muy fácil percatarse de que han sido fundadores y yo fui iniciador de dos grupos importantes en la historia del teatro cubano: el Teatro Estudio, que lo considero útero de donde vino el teatro contemporáneo cubano, y el Escambray, que todavía existe.
«Teatro Estudio nació en un momento complejo de la historia de Cuba. Se da a conocer en febrero del 58, con un manifiesto muy progresista para el momento, con pronunciamientos avanzados sobre el teatro y su relación con la sociedad. Pero la tiranía era tan bruta y estúpida que ni se dio cuenta de lo que ese manifiesto significaba. A fines de ese mismo año estrenamos la obra El largo viaje del día hacia la noche, que se llevó todos los premios y tuvo mucho impacto. Todos querían estudiar en ese grupo. Creo que fue la primera vez que de una forma organizada y sistemática se introdujo aquí el método de Stanislavski, en cuanto a la actuación.
«El Escambray fue una novedad en Cuba; sentó cátedra en muchos aspectos y vinculó a las ciencias sociales y la investigación al teatro; además generó una dramaturgia muy particular: participativa y al mismo tiempo crítica de la realidad cubana. Por estas razones y otras sabía que en algún momento el Premio llegaría».
—Ha confesado que sintió una sensación de desamparo muy grande al llegar al Escambray.
—No solo yo. Muchos otros actores del grupo también la sintieron. Llegamos a la conclusión de que cuando actuábamos aquí en La Habana, lo hacíamos sobre nuestra historia. Salíamos al escenario y teníamos detrás todo lo realizado y la conciencia de que el público sabía quiénes éramos. Pero en el Escambray nosotros no éramos nadie. A ellos les daba lo mismo cualquier cosa y, como no existían reglas del juego, también eran muy espontáneos. Si les gustaba, se quedaban; y si no, se levantaban y se iban. La experiencia acumulada fue imprescindible para escribir las obras y montarlas. Un aficionado no hubiera podido hacerlo. Se necesitaba profesionalidad. Ni siquiera podíamos salir a escena, porque no existía. Era otra manera de hacer teatro y las funciones eran todas distintas.
«Lo primero que hicimos fue un inventario de las situaciones más complejas y urgentes: religión, lucha contra bandidos y la necesidad de reforzar en la zona el sentido de la nación, la conciencia de que el mundo no acaba en la villa o la aldea, sino que se pertenece a una isla llamada Cuba. El campesino de allí no era el de la Sierra, que estaba mucho más politizado. El Escambray era el lugar más atrasado y violento de Cuba».
—¿Cuánto le aportó estar en el Escambray?
—Todo. Fue un micromundo de experiencias que marcaron mi vida para siempre. Creo que la mejor decisión que tomé en mi vida, a pesar de lo que algunos pensaron al principio, fue irme al Escambray. Pude haber sido un actor de cine internacional. Tenía propuestas de hacer cine en España, Italia, la antigua Unión Soviética. Pero quise irme al Escambray; y no me arrepiento en lo absoluto.
—¿Siente nostalgia de los escenarios?
—¿Nostalgia? Mira... Los tiempos han sido tan duros, que no ha habido mucho espacio para la nostalgia.