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Romper barreras de silencio

Era tanta la violencia que ya su vida corría peligro, y lo sabía. Sin embargo, por impotencia o frustración, ella reaccionaba a los consejos de manera desagradable y no mostraba intención de hacer algo al respecto

Autor:

Edel Alejandro Sarduy Ponce

Las luces parpadean, la lluvia cae con desmesura, filtrando pequeñas gotas por los bordes desmejorados del ventanal de aquel cuarto con el número 13, al final del pasillo de un hospital cualquiera. Inmóvil, rígida, en medio de un ligero descanso de sus inseguridades, miedos y amenazas, ve sanar los golpes y las cicatrices. Y no solo las visibles en moretones y costillas rotas, sino las ocultas en el interior de su alma asustada y su mente confusa, obligada a sufrir para evitar romper el silencio.

Beatriz y Manuel eran un matrimonio feliz, cumplían metas juntos, gozaban de una relación amorosa, comprensiva, detallista y estable. Un cuento de hadas que duró tres años, o al menos así parecía para las miradas externas.

Ella, de 31 años, era una persona dócil, introvertida. Su esposo era más expresivo, creativo, capaz de provocar una sonrisa en el rostro de su mujer, incluso, en circunstancias complejas.

Pero el tiempo provocó algunos cambios; la convivencia o quizá rostros no conocidos asomaron a su cabeza, y poco después de celebrar por todo lo alto su tercer aniversario de boda, las cosas dejaron de marchar como de costumbre.

Las peleas repentinas sobre las relaciones de trabajo de Beatriz, su reclamo para que dejara sus labores y se concentrara solo en la casa, las objeciones a su vestuario, las llamadas constantes a su celular, el escrutinio del contenido que consumía en las redes, los celos con las amistades (y en general) comenzaron a incomodar a la joven, además de afectar la relación entre ellos.

Varios meses pasaron en los mismos debates a causa del machismo del esposo, hasta que detonaron una actitud defensiva en Beatriz, quien siempre fue muy callada. Las contestas y réplicas contra las ideas de Manuel fueron poco a poco despertando sus reacciones, cada vez más agresivas. Las discusiones se convirtieron en peleas descabelladas, donde los gritos y el tono elevado del esposo caprichoso eran captados diariamente por toda la vecindad, aspecto que ya no parecía importarle.

Lejos de mejorar, la situación crecía en matices desagradables: se sumaron las visitas sorpresivas al trabajo de la joven y las discusiones públicas. Los ataques de celos provocaron el alejamiento de las amistades, tanto hombres como mujeres, el aislamiento, incluso advertencias en su centro laboral… Pero ahí no quedaría todo.

Una tarde, las tuberías de la casa presentaron un problema que ya se hacía habitual. Con montañas de ropa por lavar y sin Manuel disponible para ocuparse del asunto, Beatriz contactó a un viejo amigo que podría resolver el problema.

Dos horas después, ya controlada la avería, cuando cordialmente la joven agradecía la ayuda, no imaginaba el resultado de esa actitud, tan común. Al entrar por la puerta, Manuel traía toda la irá reflejada en su rostro y provocó un careo con el albañil. Ella logró evitar el conflicto para que el hombre se fuera, o eso creyó, sin saber que el verdadero problema estaba a punto de empezar.

Esa noche, mientras la incomprendida esposa secaba su cabello, su pareja se situó detrás y colocó las manos con firmeza para oprimirla contra el espejo y advertirle sobre la ocurrencia de sucesos similares en el futuro. En otras palabras: para amenazarla.

Ante esa conducta desagradable, Beatriz no se controló y llegó al punto de pedirle el divorcio, acto que desató un manotazo directo a su cara, tan fuerte que la arrojó al piso. De inmediato, el agresor la agarró por el cuello mientras le decía: «Si me dejas yo te mato. ¡Te mato!».

Tras aquel desafortunado suceso, comenzó una ola de maltratos sin sentido y golpizas a causa de los celos con cada persona a la que Beatriz devolvía un saludo. La relación devino cárcel, todo eran órdenes, y castigos si no eran cumplidas. El esposo querido se transformó en capataz, juez y verdugo, cegado por el machismo y la paranoia, y como ella no sentía deseos de intimar la forzaba a hacerlo. La joven ya no reconocía a Manuel… o quizá nunca lo conoció del todo.

Tantas marcas, su cara de angustia y su trabajo frustrado alarmaron a sus amistades, quienes le suplicaron que lo denunciara para acabar con ese infierno de matrimonio, oculto tras la máscara de «pareja feliz» ante la vista de la gente por miedo a ver cumplidas las amenazas.

Era tanta la violencia que ya su vida corría peligro, y lo sabía. Sin embargo, por impotencia o frustración, ella reaccionaba a los consejos de manera desagradable y no mostraba intención de hacer algo al respecto.

Así llegó esta joven al hospital, tras una última pelea que traspasó la línea y que casi le provoca la muerte, con múltiples lesiones externas y sicológicas. Un vecino la encontró tratando de salir arrastrada de su casa y la llevó al centro médico de urgencia.

En cuanto comenzó a sanar, decidió contar su historia, para evitar que otras mujeres sean presas de esa escalada oculta de violencia, y se decidan también a romper las barreras del silencio.

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