Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

La madrina del veneno

Las agresiones sonoras forman parte de esos males silenciosos que corroen a las comunidades

Autor:

Luis Raúl Vázquez Muñoz

¿Alguien se acuerda del ruido? No de la gritería en plena calle, que la hay. Ni de la música alta, que sobra. Tampoco del estruendo de los camiones, autos y motores, que a veces pasan con más sonoridades que una aventazón intestinal.

Al ruido al que nos referimos es al otro: el del concepto, el debate, la denuncia. ¿Ese suena por algún lado? ¿En algún programa de la televisión o la radio? ¿En algún post?

Hace unos añitos, no muchos, el asunto se denunció en una de las sesiones de la Asamblea Nacional, y la estela de análisis comenzó en lo que parecía ser una toma de conciencia institucional sobre la epidemia.

Como suele ocurrir en estos casos, la esperanza estaba en que del dicho se pasaría al hecho, y por fin la impunidad sonora en el país comenzaría a tener una suerte de control… mínimo o mediano, pero control al fin.

Pero, como suele suceder en estos    casos —al menos por estas geografías de las Antillas, donde no solo navegan barcos de papel—, el tema de la agresión sonora desapareció bajo el mismo impulso con que había nacido.

Y así estamos hasta el día de hoy. Es cierto que el conflicto se ha abordado con cierta abundancia. Hubo una época en que el tema era casi permanente en algunos espacios de opinión, y todavía se menciona.

Pero, de lo que se trata es de que la acción le cierre el paso a la indolencia. Las agresiones sonoras forman parte de esos males silenciosos que corroen a las comunidades, porque se disimulan detrás de otros que son más impactantes: la burocracia o la mala educación, por ejemplo.

Pero ellas, como los tumores, andan despacio, y cuando emergen ya lo tienen todo desordenado: han acabado con la tranquilidad del barrio, han invadido la privacidad del hogar, alteran, hacen sufrir.

¿Hay cuerpo legal o administrativo que controle ese desorden? Si existe, anda por las gavetas de los olvidos o de los acomodos, que ese último sayo también vale para este danzón.

Resulta llamativo que, como expresión de impunidad, los infractores invocan sus derechos y no sus obligaciones y responsabilidades cuando muchas veces son señalados por algún vecino hastiado.

«Esta es mi casa, y en mi casa yo pongo la música que quiera y al nivel que quiera hasta las 11:00 p.m.», suelen decir, con el detalle olvidado de que pasada la hora el ritmo sigue por todo lo alto.

Otros son más concisos: «Yo hago lo que me dé la gana, ¿qué es lo que hay?». Así de sencillo: con mala cara y todo. Y de los tres, ya sabes cuál es el que toca: el que es mellizo con la Autopista Nacional.

¿Y la urbanidad? ¿Y la responsabilidad? ¿Y el sentido de convivencia y de tener en cuenta a los otros? Ahí, de los más bien: usándose para forrar las marugas de la geografía masculina.

Lo llamativo del caso es que dentro de los indolentes sonoros hay una casta que sale del país, temporal o definitivamente,
llegan a otros lugares donde existen medidas contra esas indisciplinas que rayan lo estricto, y ahí los lobos se convierten en corderitos.

Después regresan y comparan, en medio del mismo bullicio que afuera saben no pueden propiciar. «Porque allá… —vociferaba uno mientras estrellaba una ficha de dominó sobre la mesa— allá sí no permiten ni música alta, ni basura en la calle. ¡Meten unas multas…!».

Cuando uno oye esas cosas en medio de esos talantes, por algún conducto neuronal aparece el dato de que a los municipios en Cuba se les desea dar un alto nivel de autonomía.

Sin llegar al federalismo, ¿podrían las direcciones municipales subir el nivel de las multas para callar la boca y bajarle el audio a la indolencia sonora? ¡Qué bueno sería! Al menos la prepotencia se quedaría sin una de sus madrinas más venenosas: la señora impunidad.

 

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