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Hermosa fórmula para renacer

Desde hace unos meses funciona en el municipio artemiseño de San Antonio de los Baños el campamento agropecuario Quisicuaba, un centro de vida asistida que ha dado abrigo a habitantes de la calle, necesitados de amor y esperanzas. 

Autor:

Adianez Fernández Izquierdo

SAN ANTONIO DE LOS BAÑOS, Artemisa.— Entre paredes naranjas y un verde paradisíaco, historias otrora grises sobrecogen el pecho. Sentada en un blanco sillón del pasillo central de la otrora secundaria básica en el campo Comuna de París, los nombres y vivencias de quienes tengo delante se agolpan, estrujan el pecho y dejan asomar lágrimas.

Mas, aquí hay mucha luz: suficiente para borrar oscuridades y pintar de esperanza las vidas de quienes tienen la suerte de ser tocados por el proyecto sociocultural Cabildo Quisicuaba y llegan a este espacio, convertido en centro de vida asistida para habitantes de calle.

Sus pasillos cobran vida, como un barrio cualquiera, con personas de edades y caracteres diferentes, unidas por el trato afable de quienes, a fuerza de acompañarse en las buenas y malas, se sienten ya como una gran familia. Se hace difícil a veces distinguirlas de los trabajadores, porque se entremezclan en las tareas y comparten espacios.

Un comedor grande, el amplio pasillo lleno de sillones blancos y una brisa que convida al descanso, más la paz que transmiten las aves, interrumpida a ratos por el sonido de un pavo real que adorna con su plumaje el entorno, son parte distintiva de esta gran casa, toda luz y amor, como asegura el gran letrero en lo alto de la edificación que da la bienvenida y es lema distintivo del proyecto.

Hace poco logró tomar forma este centro (un sueño anterior a la pandemia, pero por sus efectos estuvo detenido), y pareciera que hace años la gente vive allí. Se siente por la familiaridad en el trato, por ese desenfado con el que andan todos de aquí para allá y comparten la mesa, los sillones y juegos, como quien se conoce de toda la vida.

Hoy allí la luz intenta borrar sombras, incluso muy oscuras. Y no dudo de que lo logre, porque llegar fue la primera de muchas bendiciones que seguirán encontrando en esa familia que, sin ser perfecta, está atada por fuertes lazos de empatía, cariño, gratitud y cuanto sentimiento noble albergue el diccionario.

Amor en cuotas desmedidas

Delante de mí, el rostro joven de Gleisy, uno de los que más duele. Eso fue quizá lo que impulsó a la asistente social Yaquelín Díaz Morejón a enamorarse más de tan humana tarea. «Por ella misma supe que a los dos años, producto de una fiebre muy alta, tuvo su primera convulsión, y eso la dejó hemipléjica. Ya está bastante rehabilitada. Cuando llegó, apenas hablaba ni contenía sus necesidades fisiológicas, reflejo de una vida infeliz, de maltratos, enfermedades y abandono familiar.

«Poco a poco logré que empezara a hablar, y le traía cositas de la casa para que se maquillara. Hemos logrado que socialice un poco, y ya se arregla, se baña, se viste sola… y cuando tiene su período se hace cargo de su aseo. Ya se relaciona con las demás y hace la gimnasia. Tiene garantizada su medicación y es una muchacha diferente por completo a la que llegó aquí», asegura Díaz Morejón.

En Gleysi centró sus atenciones la también joven asistente social, y en su voz noto el tono maternal de quien, más que una tarea, cumple con el humano deber de ayudar.

Yudith Pérez Rodríguez, licenciada en Tecnologías de la Salud y Servicios Farmacéuticos, me habla de Milagros: «Llegó con mucho miedo; apenas caminaba y estaba todo el tiempo en posición fetal, como protegiéndose, como si en el pasado hubiera sido muy golpeada. Padece de ataques de epilepsia y es además diabética e hipertensa, pero con los medicamentos hemos logrado controlarla».

Díaz Morejón acota: «Con ella hemos trabajado mucho; ya camina, baila, combina su ropa y toma bien sus medicamentos. Y camina sin cruzar los pies, como antes», dice sonriente.

Otro caso impactante es el de Adriana: «Era enfermera en la Liga contra la ceguera, pero casi se ahoga en una piscina y la falta de oxígeno la afectó mucho. Hoy es como una niña pequeña, solo camina y camina y siempre tiene hambre, sobre todo pide dulces. Nos cuesta tenerla sentada un momento. Acompañarla nos deja exhaustas, pero al final del día nos compensa ser útiles», asegura la joven.

«Aquí ven televisión, juegan dominó… y si alguien enferma todos apoyamos el día que sea necesario, sin importar si nos tocaba o no», asevera, y su mirada vuelve a nublarse.

«María Elena Sarduy falleció hace unos días. Tenía 73 años y un corazón joven, capaz de contagiar. Fue enfermera instrumentista del hospital Hermanos Ameijeiras, pero los avatares de la vida la llevaron a deambular en las calles. Ella transmitía su jocosidad y cariño: era el alma de aquí. Por su profesión, solía apoyar a las enfermeras. Estaba siempre muy activa, y ayudó a Gleysi a salir del encierro».

Pérez Rodríguez añade con nostalgia: «María era muy espiritual, desde el beso mañanero. Siempre dispuesta a ayudar en todo».

La muerte de alguien tan valiosa y querida afectó a todos. Lo vi en la mirada de Yoel Almaguer, el joven periodista, parte del proyecto desde su rol de comunicador, también tocado por la bondad de María. Vi sus ojos nublarse por el amor que inunda a quienes toman parte en este noble empeño.

Pérez Rodríguez laboraba anteriormente en el hospital Iván Portuondo. Al conocer del proyecto decidió probar, y se quedó. Frente al local donde guardan los medicamentos (donados la mayoría), corrobora cada historia y suma elementos sobre los padecimientos de cada quien.

Dos meses bastaron para enamorarse. Ya domina las medicinas y horarios de cada paciente: «Aquí casi todos requieren de algún tratamiento, indicado por un grupo multidisciplinario que los evalúa los miércoles. Son especialistas del hospital ariguanabense, sicólogos, siquiatras, médicos generales… más los especialistas fijos del centro.

Hoy acogen a diez convivientes con esquizofrenia y dos bipolares; los hay también con hipertensión y diabetes. «Luego de la evaluación, de conjunto con las enfermeras de guardia, preparamos en las mañanas los medicamentos para suministrarlos en el horario correspondiente», asegura.

Señala con orgullo cada avance: «Cumplimos con la medicación, pero cuando los vemos mejor y compensados, consultamos con los especialistas para bajarles dosis e insertarlos en las actividades. Aquí buscamos que sean más independientes y socialmente participantes», explica.

Por eso no sorprende verlos en su cotidianidad reunidos en torno a las enfermeras Rosita y Gladys, haciendo la gimnasia matutina, hablando de historia, de noticias, ¡y bailando!, una de las acciones favoritas: «Ya casi todas logran hacer solas sus actividades, con motivación. Se bañan y visten solas casi todas. En el momento de la comida, si alguien no puede solo, le ayudamos».

Cada mañana quienes conviven en el centro realizan su gimnasia, un espacio también para
dialogar sobre estilos de vida saludables y del acontecer nacional.

Según cuenta Díaz Morejón, «ya todos tienden sus camas, recogen sus pertenencias, mantienen limpios los dormitorios y ayudan en algunas tareas a las asistentes. No es que deban hacerlo, pero valerse por sí mismos también los motiva y nos dejamos acompañar en cada tarea».

Señala con orgullo otros logros que apuntan a la inserción en actividades sociales: «El Día de las Madres les hicimos una actividad fuera de la institución, y después hubo una fiesta de disfraces donde incluso algunas convivientes modelaron. Aunque hay quienes socializan menos, al final del día siempre logramos algo con cada uno de ellos.

Mientras converso con ellas, la vida en el centro no se detiene. A la entrada, los hombres prefieren ocupar su tiempo jugando dominó u otros juegos de mesa, y hay quien encuentra en el trabajo agrícola una manera de ser útil. Es el caso de Enrique Pérez Pereira, a quien vemos en el huerto, aplicando conocimientos en función de obtener ají, cebollino y otros productos que den un toque especial a la comida, preparada con carbón, y mucho de amor también.

Los juegos de mesa permiten ocupar parte del tiempo. Foto: José Aníbal Ramos

Tiene 63 años y luego de vivir un tiempo en la calle encontró en Quisicuaba los afectos necesarios y una vida digna, de ahí que trabajar en el huerto y las áreas del campamento es su manera de agradecer a quienes le abrieron las puertas de este gran hogar sin pedir nada cambio. Es su vía para contribuir al bienestar de quienes, como él, a veces no tenían nada que comer. Aunque allí van para ser atendidos, no les niegan esa posibilidad de sentirse útiles y ocupar su tiempo en beneficio propio y del resto.

Al final del pasillo, Rosa Delia Hodelin Eleason, la enfermera Rosita, con amplia experiencia de trabajo en hogares de ancianos y centros siquiátricos a lo largo de sus 39 años en Salud, alcanza crayolas y hojas a sus «muchachitas» y las motiva a pintar flores, la bandera cubana o lo que deseen. Como habrá premios, todas se empeñan y piden a Rosita los colores de su creación.

La enfermera Rosita sabe que dibujar estimula mucho.

Ella sabe moldearlos: «No es solo preocuparnos por su salud y dar medicamentos a la hora justa. Integralmente, se busca desarrollar sus mentes, y que nos vean como familia».

Gladys y Yudith preparan con mucha rigurosidad los medicamentos para cada paciente.

Por eso Rosita acicala a las mujeres y conversa sobre bienestar físico, higiene, belleza. A la par, confiesa que aprende mucho cada día, y hasta ha recibido buenos consejos de cómo cuidarse las uñas, la piel, el cabello.

La Licenciada en Enfermería Gladys Barbón también aporta lo suyo, con dosis extra de amor desde su incorporación al proyecto, luego de su jubilación. «Soy de Alquízar, y a lo largo de mis 44 años en el sector me vinculé sobre todo con la obstetricia, y por último al trabajo en consultas de infertilidad. Supe del proyecto por la televisión y de inmediato busqué vías para incorporarme».

«Aquí me siento realizada, porque puedo seguir siendo enfermera, que tanto me apasiona, y me siento útil», asegura. Aunque trabaja hace apenas un mes, ya domina nombres y tratamientos, y comparte la alegría de cada paciente que mejora, como Armando, quien llegó en muy malas condiciones y ya exhibe un mejor rostro.

Allí florecen a diario quienes sufrieron maltratos físicos o mentales. Allí Ángela y Miguel Ángel, dos habitantes de la calle, lograron concretar su amor. Entre esas paredes Greysi aprende a socializar, Armando recibe tratamiento para sus escaras, Lidia entiende de sentirse bella y Adriana camina y camina, ahora por sitios seguros, donde tiene garantías de un techo, alimentos y atención.

Son sus dibujos también una prueba fehaciente de amor y de avances. Lo saben las enfermeras, y orgullosas comparan con los de semanas atrás estos nuevos, pues hasta hubo quien se atrevió a pintar el paisaje con todos los detalles, tal como le enseñaron de pequeña en una casa de cultura.

«Kissicuaba» es mi hogar, podía leerse en uno de ellos: cuatro palabras que reflejan el sentir de quien ha encontrado allí los afectos de una gran casa, donde cada cumpleaños es una fiesta y la enfermedad de uno se convierte en motivo de desvelos, ocupación y preocupación del resto.

Punto Naranja

El centro de vida asistida, ubicado en el campamento agropecuario Quisicuaba, es un punto naranja en la geografía ariguanabense y en Cuba. Está enclavado en medio de 90 hectáreas de tierra que acogen varios módulos pecuarios para la cría de chivos, pavos y gallinas, en tanto 60 hectáreas están sembradas con la finalidad de mantener la producción segura para los convivientes del centro y para los más de 4 000 en situación de vulnerabilidad que reciben cada día desayuno, almuerzo y comida de manera gratuita en la sede del proyecto, situada en Maloja 22, entre Ángeles y Aguilar, en el consejo popular Los Sitios, en Centro Habana.

Ser sustentables constituye un reto, de ahí el empeño que les ponen a estas tierras quienes laboran allí. Y no solo se trata de producir alimentos. Desde el final del pasillo puede verse un horno de carbón a punto de prenderse. Humberto Guerrero Guerrero, un joven de 30 años, asume la importante tarea, pues allí el carbón es fuente de energía primaria para la cocción de los alimentos y ocupan entre cinco y seis sacos diarios.

Este horno debe garantizar unos cien sacos, aunque no es una obra fácil. Humberto sabe que una vez encendido no tendrá descanso, pero le recompensa saber la utilidad de su faena.

Mientras, Rafael Reynoso permanece a cargo de la chivera semiestabulada, donde medio centenar de chivas aportan unos 60 litros de leche, y similar cantidad de carneros serán alimento seguro para los convivientes.

Otro de los imprescindibles allí es Carlos Manuel del Valle Chaviano, conocido como el teacher, oriundo de Ciego de Ávila. Desde las cinco de la mañana calienta el agua para el baño de los huéspedes, una tarea muy necesaria. Hace diez años que no ve a su familia, pero ha encontrado aquí apoyo y abrigo, y el impulso necesario para seguir adelante.

Cientos de historias (más otras miles allá en Maloja 22), albergan tan nobles proyectos, impulsados por organizaciones de la sociedad civil cubana en plena sintonía con la voluntad política de la nación, según ha dejado claro en varias ocasiones el Doctor Enrique Alemán, presidente de Quisicuaba y diputado a la Asamblea Nacional del Poder Popular.

En visitas a este centro, Alemán ha explicado que su proyección es acoger a unas 600 personas, y sembrar en sus alrededores para sostener otros proyectos de alimento seguro para miles de personas muy necesitadas.

El médico, como suelen llamarle a Alemán por acá, no está solo en este empeño. Yadelkis Hernández Morales, directora del campamento agropecuario, lidera a un grupo de hombres y mujeres que intentan hacer agradable la vida de quienes tienen este como único techo.

«Quisicuaba es una institución religiosa fundada en 1939, y a lo largo de su existencia ha ofrecido apoyo espontáneo a las personas. Retoma la esencia de los cabildos africanos, rescata valores históricos y potencia el desarrollo y bienestar de los seres humanos», explica Hernández Morales.

Según cuenta, desde 1992 funciona como proyecto sociocultural, y actualmente desarrolla más de una treintena de programas en función de la sociedad civil, fundamentalmente dedicados a atender a personas vulnerables.

Este centro es uno de esos proyectos, donde el precepto martiano de «Con todos y para el bien de todos» se hace realidad con cada acto, mientras se tiende la mano a personas que un día tuvieron como techo solo las estrellas y hoy se sienten iluminados al amparo de otros que, sin ser familia de sangre, les han abierto los brazos para acogerlos con alma y corazón.

Quisicuaba sigue creciendo. El propósito allí es elevar las capacidades y tender la mano a muchos más a lo largo y ancho del país. Desde ese punto naranja de Cuba, siguen apostando por la energía constructiva, la felicidad y creatividad que este color despierta en los seres humanos. Allí el amor es ley inviolable y la fórmula perfecta para devolverles las razones de vivir a quienes un día lo vieron perdido todo.

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