Encuentro de Fidel con Rolando Rodríguez. Autor: Cortesía de la fuente Publicado: 10/04/2024 | 01:02 pm
Aquella tarde del seis de enero de 1959 la voz de Fidel se esparcía sobre el parque Leoncio Vidal como una lluvia fina, unas veces arremolinada, enérgica, y otras más serena, pero siempre constante y airosa. Entre los hijos de la ciudad de Santa Clara reunidos frente a la terraza del Gobierno Provincial para escucharlo, estaba un muchachito de apenas 13 años, atento y estremecido por la palabra del jefe guerrillero que, en sí mismo, era un vendaval.
A pesar de su poca edad, Rolando Rodríguez sabía muy bien quién era ese Comandante joven, barbudo y vencedor de la guerra. Escuchó hablar de él en 1953, cuando las noticias de que había asaltado el cuartel Moncada pasaban de boca en boca por toda Cuba, y después confirmó su grandeza cuando un amigo le prestó un ejemplar de La historia me absolverá, y la leía escondida entre las páginas de un libro de la escuela.
Desde entonces le había seguido cada paso, pero el día del histórico discurso en la terraza santaclareña, era la primera vez que lo contemplaba de frente. «Al fin conocí a aquel hombre del que yo había vivido hora por hora y día por día sus hazañas», confesaría décadas después, cuando ya la vida lo había convertido en uno de nuestros mayores investigadores de la historia nacional de los siglos XIX y XX, y le había permitido conocer muy de cerca a Fidel.
Entonces, con los cabellos blancos pero los ojos claros y encendidos de su juventud, hurgaba en su memoria y volvía al día en que lo vio hablarle al pueblo de su tierra, o al momento en que, siendo profesor de Filosofía de la Universidad de La Habana, conversó con él una de esas noches en las que el Comandante pasaba horas junto a los muchachos en la Plaza Cadenas.
Las veces que Rolando me recibió en su casa para conversar sobre algunos de los generales de las guerras de independencia, cuando abría el profundo baúl de sus saberes y asombraba por sus valoraciones o los detalles que, como pocos, conocía, siempre terminábamos hablando de Fidel. Me parece verlo, en aquella esquina de la habitación, emocionarse hasta alzar la voz contando la historia, esa que había tenido el privilegio de estudiar, porque así se lo pidió el Comandante, no solo en los archivos cubanos, sino también en los de España y Estados Unidos.
Él conocía desde una fecha hasta las emociones humanas de los grandes héroes, y lograba enamorar con su relato, sabidurías que acumuló a lo largo de sus más de 80 años y que fueron el fruto de su talento y también de sagrados momentos históricos que tuvo el privilegio de vivir.
LA PREGUNTA MÁS DIFÍCIL
Apresurado llegó aquel día caluroso de mayo de 1968 al apartamento del Comandante en el edificio 1007 de la calle 11, en el Vedado. Hacía un año era el presidente del Instituto Cubano del Libro, y esa mañana le habían informado que Fidel quería verlo. Subió las escaleras y luego de unos toques en la puerta, el mismo líder abrió y le dijo: «Mira lo que hay encima de la mesa».
Nunca olvidó Rolando que sobre aquella mesa redonda había una caja de papel cartucho y un mamotreto de hojas. Se percató de que eran copias fotostáticas de lo que parecía un diario; leyó, y unos cuantos párrafos bastaron para entender que en sus manos tenía las valiosas páginas del diario del Che, el querido guerrillero argentino que había caído en Bolivia en octubre de 1967.
Fidel entonces le explicó: «Te llamé para que le escribas el prólogo»; y confesaría después Rolando que, aunque él era de respuestas lentas y necesitaba tiempo para madurar las ideas, cuando escuchó eso respondió rápido y con una claridad cenital: «No, Comandante, el único que puede hacer el prólogo de este libro es usted».
— ¿Tú crees? —indagó Fidel mirándolo a los ojos.
—Por supuesto.
—Bueno, sigue leyendo que yo me voy a leer para allá adentro.
«Ahí descubrí que él aún no lo había leído, lo había acabado de recibir. Y me recuerdo sentado en la mesa redonda, y Fidel en el cuarto, acostado, leyendo, y con las botas fuera de la cama; me parece ver esas botas como si fuera hoy», recordaba Rolando en una de las entrevistas que concedió en 2021 al Centro Fidel Castro Ruz.
Son instantes que evocaba en sus remembranzas como los más grandes tesoros de la existencia, y entre esos estaba aquella vez en que el Comandante le hizo la pregunta más difícil que recibió jamás: «Rolando, ¿qué tú piensas de mí?»; y tuvo él entonces que hablarle desde cuándo lo admiraba y seguía; o las veces en que pudo ser testigo del enorme respeto y cariño entre Fidel y Raúl; y por eso aseguraba «que los dos hermanos habían sido hechos con la misma madera de los robles de Birán, porque los dos tienen esa profunda sensibilidad humana que solo la he visto en ellos»; o el día en que Fidel lo llamó a la oficina y le dijo: «Te llamé porque ya hacía muchos días que no hablaba con los amigos»; y al escucharlo, «tuve que llegar a una conclusión que para mí fue conmovedora: él pensaba que yo era uno de sus amigos».
EL PRIMER DEBER CON LA REVOLUCIÓN
Con aires de satisfacción y el punto final en aquella cuartilla, la número 792, Rolando terminó en 1989 su primera novela, República angelical, un profundo acercamiento a los convulsos y emocionantes años de la Revolución del 30 en Cuba; y enseguida le hizo llegar un ejemplar a Fidel.
Pasadas las semanas, un atardecer llegó hasta su casa el sabio historiador Eusebio Leal, e incluso, antes del saludo, le dijo: «Rolando, la noticia que te traigo. Fidel estaba hablando de tu novela».
Al otro día, el prestigioso intelectual Roberto Fernández Retamar lo llamó y le comentó que Fidel había estado en la Casa de las Américas y había dialogado sobre su novela. Y así, casi todos los días alguna persona le refería lo mismo; hasta que un sábado en la noche sonó el teléfono. Del otro lado de la línea el escritor colombiano Gabriel García Márquez, quien tenía muy buenas relaciones con Rolando, le dijo: «Espera, que un amigo tuyo quiere hablar contigo».
«Ya yo sabía quién era el amigo; y entonces escuché la voz de Fidel:
—Rolando, esa novela que tú has escrito…
—Comandante, ¿ya se la terminó de leer?
— ¿Y cómo sabes que yo me estaba leyendo tu novela?
—Comandante, si usted lo ha dicho en todas las esquinas de La Habana. Todo el mundo me llama para decírmelo.
—Oye, y quién es el atleta ¿Pablo de la Torriente?
—No, Mella.
—Pero en esa época Mella ya había muerto.
—Mire, García Márquez puso a cantar a Carlos Gardel cuando era un niño, así que yo me tomé la libertad de resucitar a Mella, porque era quien único podía unir a los revolucionarios; y después lo maté frente al Capitolio, pues si seguía vivo la revolución del 30 salía adelante.
Y así estuvieron conversando cerca de una hora y media, pues Fidel, amante de las biografías noveladas, de la historia llevada con acierto a la literatura, indagaba sobre cada personaje y los laberintos de la trama.
«“Nos seguiremos hablando”. Así se despidió cerca de las 12 de la noche; pero a la una de la madrugada otra vez sonó el teléfono, y era García Márquez para decirme que Fidel me invitaba a almorzar al otro día. La tarde siguiente la pasamos juntos hablando sobre el libro», rememoraba Rolando.
Luego de esa novela, Fidel descubrió lo mucho que podía aportar aquel joven al país con sus letras, y le dijo: «Tu primer deber con la Revolución es escribir». Entonces, del pensamiento y la pluma de Rolando nacieron miles de páginas, como Bajo la piel de la manigua, en 1996, los dos tomos de Cuba, la forja de una nación, en 1998, y muchísimos otros textos, todos sobre la riqueza espiritual y simbólica de la historia de esta isla.
LA VISITA DE UN HERMANO
«No podía ser mi padre, pero era mi hermano mayor», así resumía Rolando su relación con el Comandante en Jefe, y lo evocaba como «un genio, el hombre que ganó una guerra en 22 meses a un ejército profesional, el que derrotó en menos de 72 horas a los mercenarios entrenados por la CIA en Girón y, a 10 000 kilómetros de distancia, ganó la guerra de Angola, que era también Namibia, Sudáfrica. Además, era un genio civil, un ser con una lucidez total, y de una sensibilidad tan inmensa que te trataba de resolver cualquier problema que tuvieras. Recuerdo su preocupación por el hombre, el cubano en el lugar más remoto de Cuba, ese era una preocupación para él, y también lo eran todos los seres humanos».
Así hablaba de aquel Fidel de fe absoluta, defensor a ultranza de la unidad, y entonces, entre cada certera apreciación, surgía una anécdota, como aquella que exaltaba, a juicio de Rolando, uno de los rasgos del Comandante: su agilidad de pensamiento para dar respuestas.
«En el libro La historia me absolverá aparece un grabado de su firma, la cual Celia me había dado. Y él la miró y dijo:
— ¿Y esta es mi firma?
—Comandante, yo le aseguro que esa firma suya no es ninguna imitación, es auténtica.
—Sí, Rolando, pero yo no soy auténtico, yo soy comunista».
En el 2010, el Comandante lo visitó en su casa. Tenía ya 84 años, y Rolando entraba en los 70, el tiempo había deshojado numerosos calendarios, no eran aquellos jóvenes de los primeros lustros de la Revolución, pero la amistad había crecido a la par de los relojes, y ese día, «con esa sensibilidad extraordinaria que tenía», y en un gesto de honda confianza y aprecio, Fidel puso en sus manos una de sus Reflexiones para que él la leyese:
—Mira, escribí esto, a ver…
Me puse a leer y le dije:
—Comandante, aquí falta una coma.
Y para mi asombro me respondió:
—Tú me vas a discutir otra vez una coma, como aquella vez de 1968.
«Se acordaba, qué memoria de prodigio, acordarse de una coma 42 años después. Que yo no lo olvidara no es difícil, estaba hablando con Fidel Castro, para mí el non plus ultra, pero que él recordara que aquel muchachito de entonces 26 años le había llamado la atención por una coma y décadas después lo volviera a hacer. Eso está fuera de los cánones normales», aseguraba.
Muchos eran los recuerdos de Rolando, el muchacho que se fue de voluntario al Escambray a perseguir bandidos, el escritor apasionado o el historiador profundo, junto al Comandante en Jefe. Ese día, mientras conversaban, Fidel ocupó una silla de espaldar alto y cuero oscuro; y desde entonces, el asiento se convirtió en una reliquia que Rolando veneraba. Nadie podía ocuparla, y permanecía entonces distinguida entre los demás muebles de la sala, con el polvillo del poco uso, pero, como mismo su dueño, aún a la espera del visitante.