Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

El genio resucita

Autor:

Ricardo Ronquillo Bello

Repasar las imágenes, cinco años después, despiertan la misma conmoción. No se perciben estridencia fatua ni delirio altisonante, solo el dolor sincero de más de cinco millones de cubanos que despiden desde los bordes de la urna funeraria…

Los jóvenes se saltan los protocolos oficiales y se van a la Escalinata universitaria, convocados solo por el carisma de un líder que no conocieron en la misma forma que otros cubanos y entonan una frase que se hizo compromiso de un país: «Yo soy Fidel»; los grafitis se escurren de los muros para terminar en paredes tan íntimas y sensibles como la piel; una joven se enfunda de uniforme miliciano para reverenciar en la Plaza de la Revolución, sin más orden que su conciencia; las notas del Himno Nacional casi se escuchan, con toda su fuerza gloriosa, en el rostro crispado de una joven que quiere gritar que «Morir por la patria es vivir»; un negro venerable, que parece llevar en su bastón y sobre su pecho todas las penas y las glorias patrias, posa su mano como un lamento sobre la frente al pasar frente al guerrillero resguardado de flores en el Memorial José Martí; una guajira se aparece solitaria, en medio de la sabana, mientras sobre su quitrín flamea la enseña nacional; el silencio respetuoso que cubrió esta isla estentórea se rompe por el gemido del alma y los soplos sublimes de la bandera izada sobre dos jóvenes en una moto en una calle cualquiera; en sublime irreverencia, esa misma bandera se convierte en estola para la más imponente de las bendiciones patrióticas que se recuerden desde que este archipiélago comenzó a alcanzar la forma de nación.

Son muchos los sentimientos que provoca repasar el delicado trayecto que terminan por construir las 529 fotografías, versos, fragmentos de textos periodísticos, discursos y notas oficiales recogidas en el texto Hasta siempre Fidel, y que cubren el sobrecogedor itinerario desde que Raúl, su hermano de sangre, ideales y batallas, anunció en La Habana, el 25 de noviembre de 2016, la muerte de Fidel, hasta que al mediodía del 4 de diciembre se abrieron los portones para el peregrinaje a Santa Ifigenia, que es tierra sagrada para los revolucionarios cubanos y del mundo.

El error de algunos sería creer que desde ese momento el revolucionario que renunció desde muy joven al bienestar de su familia por el de su Patria se iba al reposo definitivo. Desde ese momento se enfundó para su pelea más extensa y compleja: demostrar que no había cautivado un pueblo de fanáticos, sino cultivado un pueblo de nuevos ideales.

Nadie como Fidel para entender que a las ideas no se les puede matar, como había profetizado el humilde y lúcido teniente Pedro Sarría, cuando evitó su asesinato, a manos de sus primeros odiantes —los batistianos—, después de los asaltos del 26 de julio de 1953.

La anterior es una de las razones por las que sus contendientes pretendieran rebajar su condición de educador y forjador de pueblos a la de un encantador político siniestro, especie de «genio malévolo» que, incluso, encabezaba un «eje del mal» transnacional.

Lo anterior los condujo a un error más estratégico, el de presentar a Cuba como un país sometido y apático, absolutamente ajeno al Derecho y al orden institucional, dócil a una tiranía personal, cuando más familiar, y a Fidel como un ser despreciable y distante de su pueblo.
De ese cálculo provino la obsesión por asesinarlo en centenares de atentados, siempre fallidos, así como la llamada teoría de la «solución biológica».

Por ello alertábamos de que Fidel no tiene el descanso merecido del guerrero en el humilde monolito del camposanto de Santiago. Invicto en vida, los poderosos enemigos de su pueblo pretenden humillarlo en la muerte, incluso profanarle. Al poner entre las fichas esa «solución» para la Revolución en Cuba los tanques pensantes y políticos reaccionarios norteamericanos no se referían a una caída espontánea, por su propio peso, de la Revolución.

Los diseñadores de esta variante, como señalábamos entonces, están muy bien entrenados en ponerle compulsión ideológica a la solución biológica, sobre todo tras las posibilidades que abren las tecnologías digitales. Lo demuestran las dos grandes operaciones político-comunicacionales derrotadas en
poco más de un año contra el orden constitucional del país, el 11 de julio de 2021 y la del reciente 15 de noviembre.

Solo que mientras los enemigos ocupaban su tiempo y energía en el bando de odiar y destruir, tan bien descrito por José Martí, la Revolución, inspirada en el Apóstol y autor intelectual del Moncada, se empeñaba en amar y construir.

En diálogo con Federico Mayor Zaragoza, exdirector general de la Unesco, el impulsor de uno de los más grandes proyectos de amor del mundo moderno dejaba muy clara su certeza de que cuando una Revolución verdadera se ha consolidado y la siembra de ideas y de conciencia ha comenzado a dar sus frutos, ningún hombre, por importante que haya sido su aporte personal, es indispensable.

Toda su enorme y permanente juventud moral la dedicó a una peculiar batalla de las ideas: «la verdad contra la mentira; la del humanismo contra la deshumanización; la de la hermandad y la fraternidad contra el más grosero egoísmo; la de la libertad contra la tiranía; la de la cultura contra la ignorancia; la de la igualdad contra la más infame desigualdad; la de la justicia contra la más brutal injusticia; la batalla por nuestro pueblo y por otros pueblos, porque si vamos a su esencia es la batalla de nuestro pequeño país y de nuestro heroico pueblo por la humanidad».

Pese a que, como en una leyenda religiosa, el odio no se cansa de convocar a una sistemática reunión urgente con todos los sentimientos más oscuros del mundo y los deseos más perversos del corazón humano para derrotar su insurgencia insuperable, Fidel lo vence, porque aprendió que el amor es un fuego al que hay que echar cada día cosas nuevas.

Esa fue la razón de su más electrizante y duro aldabonazo, un 17 de noviembre, a 60 años de su entrada a la Universidad. Advertía, como en la fábula, que la rutina, la monotonía, la falta de energía es, en las revoluciones, ausencia de amor. Es una corrosión interna que puede matarla.

Su partida física tiene la prueba irrecusable en una humilde piedra de granito en el cementerio Santa Ifigenia, en Santiago de Cuba, pero a sus contrarios aquellas sagradas cenizas no sirven de mucho, la gran pregunta que les perseguirá siempre es si definitivamente estará muerto. El coro nacional de dignidad que repetía su nombre el pasado 15 de noviembre será en lo adelante su tormento.

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