Fidel para nosotros es el más fiel, espigado e insomne discípulo del Maestro. El poeta Roberto Fernández Retamar dice que para Fidel ser martiano es algo totalmente natural, «es como la respiración. Fidel no necesita citar a Martí, porque es martiano de modo orgánico, es algo totalmente natural».
Fidel viene del monte y del arroyo, viene de todas partes y hacia todas partes va, y echó, desde el comienzo de sus días, su suerte con los pobres de la tierra.
José Martí es el corazón de su vida extraordinaria. Como el Apóstol, está sin falta, rebelde, junto a los olvidados, y con una luz natural que el empeño y el esfuerzo incansables han moldeado erudita con el fervor con que el sol alumbra nuestro universo.
Fidel vive en esa dimensión especial de los solemnes y valientes, Quijote del tiempo donde no hay imposibles y cada detalle se observa y concibe como poesía, revolución, filosofía y naturaleza.
En lo inasible reconoce las cosas grandes: en los héroes, los símbolos, la historia, el recuerdo, la justicia, el saber, los ideales; pero también en lo común de todos los días, «en el mantel de la mesa y el café de ayer» —como canta Silvio—, en el decoro del abrigo humilde pero digno e ilustrado a que aspira para todos los pobladores de la Tierra. En ese afán se hermanó con quien soñaba repartir los panes y los peces, con los libertadores de todas las regiones distantes, de Nuestra América y del Archipiélago al que pertenecemos, con los ilustres del pensamiento y las luchas sociales como el Moro Marx, «el general Engels», y Lenin.
Para nosotros, Fidel es el fundador de un sueño viejo, de un sueño de cien años que no fueron solitarios sino habitados por una multitud, por un pueblo entero en esta Isla grande rodeada de más de 4 000 islas, cayos e islotes en el azul del Caribe, confluencia de vientos, corrientes y travesías, de lo profundo físico y cultural del mundo, y por eso mismo, encrucijada vital, llave de un futuro más noble, más humano para todos.
Fidel confió siempre en que era alcanzable el anhelo de un país justo y soberano y fue esa fe encendida la que le rodeó de los mejores hombres y mujeres de nuestro pueblo, acaso y por tanta decepción acumulada, descreído hasta entonces, hasta aquella madrugada de fuego sobre la ciudad dormida de Santiago, el desembarco en el manglar, el barro y los bombardeos, hasta las batallas en el firme de la Maestra.
Y cuando el triunfo fue una verdad absoluta y pasó el fugaz desconcierto al final de la guerra, emprendió lo difícil aún con más fuerza para cambiarlo todo, para ser plenos y mejores. Emprendió la tarea de Estado como un guerrillero, porque serlo es un espíritu de vida, una búsqueda de los trillos para llegar rápido, una entereza ante la adversidad, una fuerza en lo áspero, un conocimiento profundo del entorno, una vocación de hermanamiento montañoso con el otro, una agilidad de ardilla en la mente y el cuerpo, y una temeridad paciente para encarar la muerte.
Fidel fue uno al principio, pero después sobrevivieron en él sus compañeros: Abel, Renato, Boris Luis, Tassende y tantos otros jóvenes limpios y buenos que dieron su vida por una Patria como la de hoy. Ellos y los combatientes que lo siguieron a lo largo de la historia, en especial su hermano Raúl, lo poblaron para ser en sí una muchedumbre. Por eso Fidel es una espesura, una manigua. Fidel es la tierra del mambí.
Fidel se convirtió en un semillero y en un sembrador de ideas que se esparcieron por todo el continente propio y más allá, donde quiera que los pueblos luchan.
A un sueño realizado, sueña siempre uno nuevo. Fidel es raíz, tronco y follaje de la nación cubana y de la humanidad. Como los viejos hórreos, graneros de la Galicia de donde venía su padre, hoy es reserva para el invierno rudo, la guerra o el olvido, para la húmeda y fresca amanecida que clarea.
(Publicado en Juventud Rebelde el 13 de agosto de 2013)