Milagro Ángela, madre de paciente con encefalopatía metabólica crónica Autor: Osviel Castro Medel Publicado: 21/05/2020 | 11:23 am
Cuenta su historia y me humedece los ojos desde la primera oración: «Mi niño no puede hablar, ni caminar; no puede razonar ni entenderme, pero es el primer tesoro de mi vida».
Narra los padecimientos de su hijo, Yusel Figueredo Mojena, y a medida que el relato avanza, a ella también le asoman lágrimas, más largas, sentimentales; porque su niño tiene ya 42 años y 10 meses, y siempre ha permanecido acostado en una cuna.
Vino al mundo con una encefalopatía metabólica crónica —afección severa del encéfalo—, por eso distintos especialistas le pronosticaban, a lo sumo, siete primaveras de existencia. «Y aquí está», comenta con la voz entrecortada la mujer de dos nombres nunca mejor puestos: Milagro Ángela.
Me digo ¡casi 43 años! y deduzco que su almanaque, de 61, haya sido solo paciencia y temple, voluntad y desgarramiento, resistencia y amor. Infiero que se haya provisto de una coraza de firmeza para luchar contra la soledad que la puso a prueba desde el propio alumbramiento, para lidiar contra la estrechez económica que la hacía cocinar con leña tantas veces e irse al río a lavar, con malabares, los bultos de paños de su adorado retoño, a quien el destino no dotó siquiera de control de los esfínteres.
En todo este tiempo él solo ha ingerido leche y algún té esporádico. Tal hecho ha regado asombros en hospitales varios, en la familia y en los pobladores de Cautillo Merendero, el barrio donde ellos dos viven, a unos 15 kilómetros de Bayamo.
Yusel se toma seis biberones al día: dos por la mañana, igual cantidad en el horario de almuerzo, los otros antes de la caída de la noche. Eso también ha implicado sortear espinas burocráticas pues por «asignación» solo le corresponde una bolsa —dos litros— cada seis días. Suerte que una cooperativa de la zona colabora con frecuencia para que la asombrosa dieta no se vea interrumpida.
«Es un misterio cómo ha podido vivir tomando leche solamente. Le doy cada biberón en media hora, con toda la paciencia para que no se ahogue». Vuelve a anudarse la garganta y entonces suelta una lluvia de agradecimientos a sus cuatro hermanas, que la han ayudado en incontables oportunidades más allá de hospitalizaciones; a Ibrahín Tasé, el otro hijo que tuvo hace 33 abriles y la ha estimulado a metas superiores, aunque no convive con ella; a los médicos, defectólogas, fisiatras, vecinos…
Su único lamento es que, aun cuando lo ha intentado por diversas vías, no ha podido hacerse de un refrigedor que pueda pagar a descuento de los 305 pesos de su chequera.
La miro cambiando los pañales, rociando agua con una toallita para hidratar los labios o el alma de Yusel, y no dejo de preguntarme cuántas otras novelas conmovedoras continúan escondidas por nuestros caseríos o ciudades, cuántos otros han dedicado casi íntegramente su reloj a cuidar seres humanos desvalidos desde la temprana edad.
«Me he deprimido a cada rato. Mi gran temor está en el día que yo deje de existir». Los ojos vuelven a la humedad estremecedora y me habla de la hipertensión que le ha surgido hace tres años, de sus deseos de sonreír pese a tormentos.
Cuenta su historia en estos tiempos, en los que son mayores las complejidades o los cuidados extremos, y no dejo de pensar en su grandeza; en la de otros como ella, capaces de alentarnos y alumbrarnos el camino cuando parece apagarse el horizonte.