Pintura de Carmelo Gonzalez. Autor: Juventud Rebelde Publicado: 23/11/2019 | 09:35 pm
Para Fidel Castro el pueblo nunca fue el culpable de los problemas, sino la solución de todos los que padecía Cuba, y de paso la humanidad toda. Fue esa fe tremenda e imperturbable la que hizo de él un líder nacional y mundial, y triunfadora a la Revolución que encabezó.
Armando Hart, integrante de la generación martiana que le secundó, al exaltar esa extraña sensibilidad, subrayaba la idea de que José Martí había enseñado a los cubanos a unirse, mientras el joven abogado venido del Birán oriental los había enseñado a triunfar.
No fue casual que en su alegato histórico de defensa tras los sucesos de los cuarteles Moncada y Carlos Manuel de Céspedes hiciera una definición tan certera y profunda de ese pueblo al que conduciría a un triunfo milagroso y relampagueante, sobre todo al considerar el poder militar de la dictadura derrotada y los sustanciales y poderosos apoyos que esta recibía.
Lo que hizo grande a Fidel desde entonces fue su comprensión de que no solo era preciso levantar o recomponer el edificio material de Cuba, sino además su estructura moral, cuyas esencias y bases estaban resguardadas en el cofre más hermoso: entre esa masa olvidada, relegada y humilde que debía encontrar el camino de la dignificación.
En los momentos más difíciles, cuando la incertidumbre o la turbación hubieran podido minar esa especial sincronía, no tuvo dudas de que en el pueblo no estaban las culpas sino la salvación.
Recuérdese solo su salida, a pecho descubierto, con los guardaespaldas desarmados, a una Habana donde la escasez y las penurias de años muy duros parecían haber colmado de irritación.
Testigos de aquellos raros acontecimientos en la Cuba en Revolución cuentan que quienes rompían las vidrieras se sintieron rotos a sí mismos cuando lo vieron avanzar a su encuentro por las calles. Lo que muchos hubieran ansiado se convirtiera en un imponente y costoso disturbio terminó en un acto de reafirmación revolucionaria.
Fidel no ordenó a ninguna fuerza uniformada dispersar a su pueblo, porque comprendió que su fuerza moral podía volver a unirlo.
A tres años de su partida a la nueva dimensión de lucha, esa es de las lecciones que nunca podríamos olvidar, sobre todo mientras algunos aspiran a que la actualización del modelo socialista en marcha en el país les sirva de plataforma para erigir su propio Olimpo de privilegios o cuando difíciles situaciones hacen emerger complejos fenómenos o conflictos sociales, a los que podemos dar explicaciones enrarecidas.
Como apunté en algún momento, violentando el contenido recto de una frase sustancial del Che en su análisis sobre el Socialismo y el hombre en Cuba, corremos el peligro de que el bosque nos impida ver los árboles.
Sobre todo, cuando el país que se abrió a una sensibilidad social inaudita, con la moderna combinación de marxismo y martianismo, intenta reubicar su alma protectora en la justa geografía política y económica de la nación.
Cuba no cambió ni un ápice la percepción legal y sensitiva de su política social, pero la estructura que la ejecuta, que la hace sangre por las delicadas venas del país, se mueve hoy por el frágil hilo de corregir los excesos sin permitirse injustificables abandonos o insensibilidades.
No son pocos quienes señalan que en este sensitivo aspecto deberemos lidiar en lo adelante con dos amenazas. La primera, esa famosa tendencia criolla a los extremos, tan bien caracterizada por el Generalísimo Máximo Gómez, que termine en desbordes interpretativos en las actuales rectificaciones sistémicas, lo cual provocaría injusticias puntuales. Y lo segundo, y aún más riesgoso, que las medidas de actualización de la economía y la sociedad lleguen a ser más ágiles que la capacidad de reacción de la estructura social y política del país, lo cual derivaría en la incapacidad para descubrir y actuar a tiempo frente a mayores desajustes.
El valor sustancial de la tan debatida Batalla de Ideas impulsada por Fidel no fue solo la conmovedora sucesión de actos y marchas patrióticas, tan mediáticamente reconocidas, sino su profunda rectificación de los mecanismos de justicia de la Revolución. Aquellas indagaciones, a la par de descubrir los lunares más dolorosos de viejos o emergentes lastres sociales, planteaban programas de sanación, muchos de los cuales quedaron incompletos hasta hoy.
De esa profundización surgiría su aldabonazo de que la igualdad ante la ley no significaba necesariamente igualdad de oportunidades.
La magia de la nueva política social revolucionaria estaría, como promulgó desde entonces, en cultivar una proyección sensible a las singularidades, sin provocar desestímulos a la responsabilidad colectiva; y su vez, desarrollar una capacidad más previsora que reactiva, capaz de adelantarse y proyectar los más difíciles escenarios.
No podemos olvidar que, en oportunidades, al amparo de disposiciones, orientaciones, empeños e incluso problemas o situaciones generales, en algunos espacios se perdió la capacidad y hasta la sensibilidad de percatarse de lo particular.
Tal como ha acentuado Raúl, en estos años y hacia el futuro, en la Revolución solo es posible ascender al pueblo. Y vale subrayar ascender, frente a quienes hablan de bajar a este, para que siga ganando en vida nuestra plataforma humanista, esa con la que Fidel se hizo por siempre pueblo.