Cada vez es mayor la cifra de hombres, y en muchos casos padres, que se encargan de hacer los «mandados» en el hogar. Entiéndase por «mandados» la difícil y riesgosa tarea de conseguir comida para sostener a su querida y amantísima esposa, a su madre o a la suegra (no es recomendable tener a las dos en la misma casa) y por supuesto a la prole (incluye la de ambos y a la que proceda de anteriores matrimonios). Cuando hablo de comida pretendo abarcar todo lo que posibilite la digestión humana, o sea, carnes, vegetales, viandas, frutas, legumbres, conservas… en fin, todo aquello que desde antaño se consideraba alimento y que, con el paso del tiempo y otros avatares, ha ido cayendo en desuso, o más bien en abuso.
Digo abuso, y digo bien, pues no cabe otra acepción para lo que con frecuencia ocurre con los precios, los productos y el intercambio mercantil entre consumidor y proveedor. ¡¿Hasta cuándo?!, dicen algunos. ¡Es inaudito!, comentan otros, y «pegadito a la tarima», canta Yumurí y sus hermanos, y al parecer son los más acertados pues siguen ahí los precios, los robos y los desfachatados vendedores (que no son todos, aunque sí muchos), pegados a la tarima como chicle olvidado, a pesar de miles de quejas y denuncias.
Papá, querido papá, sale todos los días hacia esa lucha, hacia ese desigual combate que significa ir al agro, a la carretilla, al mercado —ya sea estatal o privado—, pues el virus del irrespeto y el engaño no conoce de contrato ni propietario fiscal. Papá sale casi desnudo (en short, pulóver y chancletas), sin ponerse chaleco antibalas, sin una escafandra de amianto, sin siquiera una pesita de mano porque considera que eso se ve feo: un hombre en esa bobería. Es un sentimiento que han sembrado los propios proveedores (dígase vendedores, en latín del vulgo) que te miran con cara de pocos amigos (en el mejor de los casos) a sabiendas que portar tu propia pesa comprobadora es un derecho de cada consumidor en defensa de su economía.
Papá, a causa del patriarcado y el machismo galopante hasta hace unos años (y que aún perdura en menor cuantía) no tiene, como mamá, la experiencia en estas lides, acompañada de unas lindas piernas, o un par de ojos soñadores, un par de labios jugosos, o un par de prominentes…
¡Papá no tiene nada! Nada que pueda servir como mediador conciliable entre su desprotegida presencia e inocencia mercantil y la muy avezada destreza en la pesa, además de la siempre presente intención de «tumbarlo», yacente en su contrario.
Papá no es capaz de discutir por dos pesos. Aunque sea un notable ingeniero o un prominente matemático que sobradamente sabe que, a dos pesos por cada cliente, a más de 400 clientes diarios, suman a la sazón unos 800 pesos ganados «de jamón», (y otros productos), sin contar lo que ya te «fachó» por la báscula.
Papá no discute, mucho menos si va acompañado de su pequeño vástago, pues sabe que las discusiones y la violencia entre hombres, te pueden llevar a lugares inesperados. Mamá no se mide y le molesta mucho, con toda su razón, que le «enmarañen» 50 centavos, por muy poco dinero que parezca. Es su dinero, es su sudor, es… ¡es un descaro! y así se lo espeta en la cara al más pinto de los vendedores, y si va acompañada de su pequeño, con más fuerza arremete. Con la fuerza que le dan la razón y el derecho de ser mujer y ser madre.
Solo pido que en un día como hoy, dedicado con amor a los padres, protejamos a ese hombre que, en aras de enarbolar la igualdad de género, se arriesga a que un degenerado cualquiera le eche a perder el día porque no haya protección al consumidor.