Con las culatas de sus armas, Esteban Ventura Novo y sus esbirros comenzaron a romper violentamente las puertas del apartamento del edificio capitalino ubicado en Humboldt 7. Eran las 5 y 50 de la tarde del sábado 20 de abril de 1957.
Sabían que allí se ocultaban cuatro de los jóvenes universitarios más buscados por la tiranía en Cuba en ese instante. Solo 38 días antes habían participado en el asalto al Palacio Presidencial, el 13 de marzo de aquel año.
Enrique Rodríguez Loeches, también veterano de las acciones de aquel día, contó hace muchos años los detalles de la macabra historia. Muchas perseguidoras repletas de policías con ametralladoras Thompson llegaron sigilosas y rodearon los posibles accesos y vías de escape del mencionado edificio.
Los verdugos tenían las fotos de Fructuoso Rodríguez Pérez, Juan Pedro Carbó Serviá, Joe Westbrook Rosales y José Machado Rodríguez, «Machadito», quienes cada tres días cambiaron de escondite. Pero el traidor Marcos Rodríguez Alfonso, «Marquito», supuesto militante revolucionario, había informado por teléfono a Ventura su refugio exacto: «Jefe, están en Humboldt No. 7, apartamento 202».
A Joe le dispararon por la espalda al salir de un apartamento. Carbó Serviá fue acribillado a balazos cuando intentaba entrar a un elevador. Y a Machadito y Fructuoso le tiraron a boca de jarro después de decir ellos que no dispararan, que estaban desarmados.
Los cuatro eran doctores en todas las ternuras, con sonrisas equivalentes a las mejores credenciales de sus espíritus. Sensibles y nobles, hombres perpendiculares. Sus muertes fueron una frustración de los ensueños juveniles, una derrota en las esperanzas cubanas por encontrar un país y un mundo de justicia, y significaban también que algo andaba mal ese día en los dictados del destino contra el encantamiento de su edad, la pureza de sus ideas y lo generoso de sus vidas.