Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Donde La Habana camina y sueña

Mientras los enamorados pasean, otros se sientan a conversar o practican ejercicios, y algún desilusionado mira hasta donde los ojos ya no pueden más, el Malecón se estira con sus añoranzas, secretos, caminantes, vendedores y músicos a cuestas

Autor:

Yunet López Ricardo

De un lado tiene las olas y del otro casi puede tocar a una Habana encendida que nunca lo deja dormir. Es puerta al mar para los pescadores, confidente de los melancólicos, inspiración para los poetas, fiesta de los divertidos, trabajo para los vendedores… Así, como un viejo lagarto de cemento desnudo, el Malecón extiende su cuerpo desde el castillo de San Salvador de La Punta hasta la desembocadura del río Almendares.

A todas horas llegan muchos hasta allí, donde se acaba la tierra y comienza el mar, porque dicen que en ocho kilómetros de muro se puede hallar un poco de cada cosa.

Cuentan que fue el 6 de mayo de 1901 cuando, bajo las precisiones de los ingenieros Mr. Mead y su ayudante Mr. Whitney, comenzó a nacer la obra sin que imaginaran siquiera sus obreros que la última piedra sería colocada 50 años más tarde.

Por aquel entonces nació el Malecón a la entrada de la bahía y terminó en los baños de los Campos Elíseos, en las inmediaciones de la calle 8, en el Vedado. Luego, de tramo en tramo, otros Gobiernos lo continuarían hasta que, entre 1948 y 1952, finalizó en la Chorrera, donde se unen la marea y el Almendares.

Sesenta pescadores y un pez

«Vengo por las tardes desde que era niña y ahora traigo a mi nieto. Este lugar lo llevamos en la sangre los habaneros, todos venimos, ya sea por una melancolía o una diversión. Sí, es solo un muro, pero tiene su magia. ¿Qué buscamos aquí? La energía del mar, seamos religiosos o no», dice Sonia Prieto, quien a sus 41 años «no ha encontrado en la ciudad un sitio más espiritual que el Malecón».

Tal vez por eso, desde que a causa de unas subidas de presión el médico le recomendó «paz y tranquilidad», la citadina Alina Garzón también empezó a visitar esta parte de la ciudad. «Camino varios kilómetros y luego me siento a mirar las olas que rompen, la gente que pasa… Me está ayudando a recuperar la salud. ¡Hasta para eso sirve el Malecón!», afirma, y comenta que desde que empezaron los paseos, nunca ha visto a ningún pescador sacar un pez del agua. Y mira una y otra vez a los que están cercanos a ella en busca del milagro.

La vara de Adolfo González se inclina y retuerce como si arrastrara una ballena hasta la orilla. Él recoge el hilo, lo suelta, pero su instinto de pescador por más de 20 años en estos arrecifes le dice que no es la gran cosa. Al final del breve combate, otra sardina del tamaño de su mano da saltos en la acera del Malecón.

«No es fácil sacar un pez de aquí, y la mayoría de los que vienen son pescadores principiantes. El triunfo está en el método que utilicen. Yo uso mucho el señuelo, pero la suerte es quien manda», asevera.

«¿Y ha tenido suerte usted?», le pregunto. «Hace rato que no. En otros tiempos aquí se pescaba más. Mi mejor día de pesca en el Malecón fue cuando cogí un pargo de diez libras», y sonríe como los cazadores más afortunados.

«¿Por qué vienen tantos pescadores al muro si es tan poca la suerte?», le cuestiono. «Es un hobby, un entretenimiento. Casi tanto como sacar un pez grande, me encanta lanzar la vara al agua y esperar, sacar una que otra sardina y tirar otra vez, vivir la emoción de la espera por el pez grande», responde quien para este pasatiempo «ha probado La Habana entera, desde el Mariel hasta Santa Cruz, pero siempre regreso al Malecón».

A su lado, otro hombre tienta al destino. Ramón Gutiérrez, albañil de profesión pero pescador desde pequeño, tiene a sus pies carajuelos y sardinas, todos del tamaño de sus dedos. «Uno se entretiene mientras intenta sacar algo, lo mismo pasa el extranjero, el borrachín, el loco, una muchacha bonita corriendo… En el Malecón hay 60 pescadores y un pez, pero todos venimos siempre para ver a quién le toca», expresa.

Chan chan a orillas del mar

Ella no es de las niñas que corre por el muro mientras sus padres la vigilan temerosos. Anisely Pedrola tiene nueve años y cada tarde viene con ellos a ver el mar, pues para esta familia de Centro Habana ya es un hábito ver la puesta de sol desde el muro.

«El Malecón refresca y relaja, ayuda a disminuir el estrés. Nosotros trabajamos cerca, aquí no se cobra la entrada y es un lugar donde siempre se pasa bien», dice su mamá Annie Herrera.

También el joven informático José Miguel Rodríguez hace meses que viene hasta aquí todas las tardes, pero no precisamente para descansar. «Vengo a hacer ejercicios al muro porque es un sitio relajante, tiene buena vista, hace fresco y uno se distrae», comenta.

Su novia Lissué, estudiante de Estomatología, lo acompaña desde hace una semana, el mismo tiempo que llevan de novios. «Correr por el Malecón es de las primeras cosas que hacemos juntos. Me ha gustado mucho, y se lo digo a los muchachos, que vengan a relajarse al muro y a ponerse en forma», recomienda.

Y mientras dos enamorados corren, otros se sientan y conversan, y algún desilusionado mira hasta donde los ojos ya no pueden más, el Malecón se estira con sus sueños, secretos, caminantes, vendedores y músicos a cuestas.

Con las notas del Chan Chan de Compay Segundo, las manos del joven tunero Luis Mena, de 34 años, desde hace más de dos años hacen cantar su guitarra para cubanos y turistas que pasan ratos de la noche cerca del mar. «Esa es la canción que más me piden. También música romántica, como Mi historia entre tus dedos, de Gian Luca, algunas de José José; pero los extranjeros siempre se inclinan por temas tradicionales, como Guantanamera. Hay días en que vengo al oscurecer y me voy sobre las tres de la madrugada».

Solo a unos metros, la joven enfermera Ana María Martínez baila y canta al ritmo de las cuerdas y el bongó, mientras llenan el aire las notas de El cuarto de Tula. «Hace rato no venía, pero cada vez que puedo me doy el gusto de una noche en el Malecón, para con los amigos relajarnos, tomarnos una cerveza y disfrutar de la música; sin ella, sin esa cubanía nuestra y la sabrosura de los músicos, pierde un poco de encanto el Malecón. Ellos le han puesto un sello de alegría», manifiesta.

«Ya llevo 15 años tocando por las noches. Tengo 35 años y desde los 20 estoy aquí, alegrándoles los corazones a todos aquellos que se sientan en el Malecón», dice Alexis Rodríguez, instructor de arte de la primera graduación.

También instructor, el percusionista que lo acompaña hace seis años, Edis Nelson Rodríguez, asegura que a lo largo del muro hay alrededor de cien dúos o pequeñas agrupaciones ofreciendo su música, cada cual en su género. «Hay mariachis, roqueros, cantantes de música cubana…, y mucha competencia, pues todos son muy talentosos», confiesa.

I love Cuba

El viento del atardecer marino despeina a Mali Miller, una joven estadounidense de paseo por el Malecón. Sube al muro, se sienta y sonríe para la cámara de su novio que la retrata en «una de las puestas de sol más hermosas que he visto». Y luego de decir esto en un español que casi adivino, asegura: «I love Cuba, I love this place (Amo a Cuba, amo este lugar)», y sigue andando por el muro con su sombrero de pajilla y los deseos de explorar cada curva del Malecón.

Pasan tan ensimismados en la fotografía, que no ven las dos muchachas con una canasta llena de flores de cristal. Yusnarys Cordero, de 23 años, hace seis meses que vende esas rosas con perfume de tienda. «En una noche damos hasta seis vueltas desde 23 hasta La Punta.

«Comenzamos a las cinco de la tarde hasta las nueve, y otras veces empiezo a las nueve y termino a las dos de la madrugada. Nosotras adornamos las flores, les ponemos cintas, muñecos de peluche, pequeños letreros y perfume», explica.

Yudermis Gregón desde hace cinco años se dedica a este oficio. «En una noche vendemos hasta cien. Los cubanos son muy detallistas. Y además, aquí venden también caramelos, chupa chupas, boniatos y papitas fritas, de todo», enumera.

Otro de los vendedores que ha marcado con sus pasos la acera del Malecón es Andy Fernández, de 21 años, quien desde hace dos vende rositas de maíz y chicharrones de viento en este sitio. «A la gente le gusta y me compran bastante. Ahora camino desde la Piragua hasta Maceo, pero antes lo hacía hasta La Punta, que es una caminata de varios kilómetros. Los días en que hay mucho sol son los más difíciles, pero por la noche refresca y hay más gente. A veces vengo a la una de la tarde y, si me están comprando bastante, me voy sobre la medianoche. Puedo vender hasta cien paquetes en una noche de venta normal; los sábados, por ejemplo, es mucho más», aclara.

Ese es el Malecón, con su espíritu de trabajo y disfrute, donde por estas mismas calles, bordándolo desde 23 hasta G, miles de cubanos han caminado con banderas y carteles en los tiempos en que todo un pueblo pedía que el pequeño Elián creciera en la Isla con su padre, y luego para que cinco jóvenes volvieran.

«Frente a la Oficina de Intereses de Estados Unidos muchas veces se detuvo la marcha con el Comandante Fidel al frente», recuerda Armando Méndez, un habanero que en disímiles ocasiones participó. Hoy, cercana a esa edificación, está la Tribuna Antiimperialista, la estatua de Martí y el monumento al Mayor General del Ejército Libertador Antonio Maceo que, junto a la brisa salada, guardan la historia de este pedazo de la capital.

Y ahí sigue el Malecón, cuidando a la costa de las bravas corrientes del golfo, que en ocasiones lo ponen alborotado y le quitan su imagen de plato azul, para dar la impresión de que las aguas quisieran salirse de su jarra inmensa. Pero durante esos días en que el muro no vence a las olas, en el Vedado capitalino hay sótanos inundados, familias evacuadas, autos varados y hasta lanchas por las calles céntricas más cercanas al mar.

Refugio para quienes la casa se le vuelve un grano de arroz y buscan relajarse, amparo para quienes lloran, sitio donde los universitarios van a filosofar o divertirse, hasta donde llegan enamorados, intelectuales, abuelas con sus nietos, familias, grupos de amigos…, y no pocos salen con un bautizo salado cuando el mar se embravece.

De un lado tiene a las olas y del otro casi puede tocar a una Habana encendida que nunca lo deja dormir. Es puerta, confidente, inspiración, fiesta, quehacer… Así, como un viejo lagarto de cemento desnudo, el Malecón extiende su cuerpo desde un castillo hasta donde el río Almendares se da cita con el mar.

Criolla de cuentos largos

Mojada de mar Caribe

La Habana tiene su encanto,

desde un Malecón dormido

que tiene hambre de barcos,

las guitarras ambulantes

que dan precio a los aplausos

y las letras de las ruedas

que a diario escriben su asfalto.

 

Farolas altas y antiguas

le custodian los ocasos

y alumbran las calles largas

que llevan a los teatros,

a las atrevidas fiestas,

los sabores del helado

y a los senderos estrechos

en la casa de unos cuantos

donde viven unos muchos

dándole uso al espacio.

 

Vieja reina colonial,

criolla de cuentos largos,

relojes puestos en hora

a partir de un cañonazo

cuando las mareas quietas

se iluminan por un faro;

niños que corren sin miedo

por el Paseo del Prado.

 

Hay por contemplar al Morro

miradas que vuelan alto,

donde las piedras bostezan

y las aves pasan bajo

para no estorbar la historia

del Castillo de San Carlos.

 

Hay en tus días, Habana,

aunque al tiempo has engañado,

pies que olvidaron tropiezos,

huellas añorando pasos,

viejos cordones burgueses

y muchachos sin zapatos.

 

Los que siempre te caminan

y conocen tus espasmos,

saben que si es fuerte el viento

puede provocar tu llanto,

porque tiemblan tus balcones

sin fuerzas, por tantos años,

y se te caen las paredes

como árboles milenarios.

 

Yo que un día no te quise

ahora siento que te amo,

porque en una de tus venas

su mano, encontró mi mano,

y me hizo correr tu cuerpo

de calles y de semáforos

entre nubes que se iban

despidiendo con chubascos.

 

Pero prefiero quererte,

criolla de cuentos largos,

por ser linda y orgullosa,

comerciante de guijarros,

por despierta a medianoche

y colonial sin reparos,

hija de una historia vieja

de buques y de soldados,

prisionera de las olas,

liberta por hombres bravos.

 

Yo te quiero por moderna

oliendo a barra y a tragos,

clara por un sol ardiente

verde por laureles altos,

mojada de mar Caribe

y altanera por tu encanto.

Comparte esta noticia

Enviar por E-mail

  • Los comentarios deben basarse en el respeto a los criterios.
  • No se admitirán ofensas, frases vulgares, ni palabras obscenas.
  • Nos reservamos el derecho de no publicar los que incumplan con las normas de este sitio.