No viví nunca madrugada tan triste en la Universidad de Oriente como aquella del 11 de septiembre de 2009. Algunos no dormimos. La emoción exprimía el pecho de la Universidad.
Esa noche las guitarras no trovaron a Silvio ni a Sabina. La Lupe «se robó» el canto de la beca mientras intentábamos acostumbrarnos a la idea de que ya no estaría más el Comandante de la Revolución que unía en su personalidad al artista, al negro jaranero, al combatiente respetuoso, al jugador de pelota, al amigo de confianza de Fidel.
Las campanas —o el timbre, no lo recuerdo bien— sonaron a las cuatro para que nos diera tiempo a desayunar. Nos vestimos de prisa y subimos la explanada que une a la beca con la carretera que está enfrente de los edificios ubicados en las alturas de Quintero. No sé explicar qué extraños sentimientos se apoderaron de mí cuando pasó, repleto de lirios y cubierto por nuestra cubanísima bandera, el cortejo fúnebre que transportaba los restos mortales de Juan Almeida Bosque, hasta su descanso inmortal en el Tercer Frente Oriental Mario Muñoz Monroy.
Creo que su recuerdo está unido indiscutiblemente a la imagen de hombre sensible y de pueblo, que impulsaba tareas con su ejemplo. Una vez su tierra lo llamó «a vencer o a morir» y aunque fue a Lupita a quien encargó la eterna memoria, muchos nos negamos a olvidar al Comandante que nunca llegó segundo a un combate y jamás regresó de primero.
Recuerdo a Santiago en absoluta solemnidad, y me quedo con ese «rayito de luz» que le debo no a sus ojos, sino a la música que solo puede nacer de un hombre que conoció lo más hermoso y sublime de la vida.