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Perfume de flor silvestre

Una joven ordeñadora de búfalas en Güines, en la provincia de Mayabeque, devela complicidades de su labor en el campo. Con ella dialogó JR, a propósito del Día Internacional de las Mujeres Rurales, este 15 de octubre

Autor:

Yunet López Ricardo

Güines, Mayabeque.— Todo está oscuro. El reloj marca las tres, y ella mueve sus manos para que los chorros de leche caigan al fondo del cubo. El animal brama un poco, sacude la cola, se queja, pero la muchacha le acaricia la panza, le habla bajito y otra vez el líquido blanco pone a cantar la vasija. Katiuska Cantillo Sanamé, una mujer de 27 años, ordeña casi 20 búfalas cada madrugada.

Con botas de goma hasta la rodilla y manos suaves que conocen bien el trabajo duro, es la única joven de la empresa pecuaria genética El Cangre que se dedica a esta labor. Conversamos sentadas en el borde de un bebedero para ganado; ese es el lugar que prefiere quien podría contar las pocas veces que se ha levantado después del sol.

«Hace cinco años prácticamente vivo en la lechería 25. Aquí mis jornadas son intensas. Ahora estamos en la temporada en la que el 90 por ciento de las reses se encuentran paridas y por ello es mayor el trabajo. El ordeño en esta especie resulta más lento que en el vacuno. Las primerizas son más difíciles, pues extrañan la cría.

«Actualmente entregamos 130 litros diarios. En una jornada cada búfala puede dar alrededor de cuatro, depende de cuánto tiempo lleve parida. Esta leche se diferencia de la de vaca en que tiene mayor nivel de grasa, por lo que es más útil para la fabricación de quesos y mantequillas», explica.

La primera vez que vi a esta muchacha, ella trasladaba hasta los cuartones a dos búfalas y sus terneros. Sus 47 bóvidas, un semental y 36 bucerritos tienen nombre y hasta escuchan música desde el celular de Katiuska.

«Sí, les pongo canciones. No sé si cuando llegaste viste que mi móvil estaba en el potrero. Lo dejo ahí para que se relajen. Se sienten cómodas cuando uno las trata con amabilidad. A veces hay que gritarles, pues se ponen majaderas, pero ellas me entienden. Yo las reconozco a todas, se diferencian por los tarros, la cabeza y algún pelito. Esta es una labor de cariño».

Entre llanos y charcos de fango donde se refrescan las búfalas de agua, originarias de Asia e introducidas en Cuba en la década de los 80, transcurren las horas de Katiuska, a quien el amor trajo hasta aquí, alejándola de su natal Guantánamo.

«Soy de Baracoa. Hace diez años que estoy en Mayabeque. Hasta aquí venía a visitar a mi familia y en uno de esos viajes me enamoré de Grichar, mi actual esposo, y él me enseñó a ordeñar. Al inicio me dolían mucho las manos. Me recomendaron echarme cebo de carnero y también meterlas en el cubo lleno de leche acabada de salir, pero no hubo mejor remedio que continuar. El dolor desapareció con el oficio.

«En oriente estudié cuatro años Biología, de ahí viene mi amor por los animales. También me hice licenciada en Contabilidad y Finanzas, y ahora estoy dedicada al ganado. Es lo que elegí y me satisface».

—¿Te criticaron alguna vez por este trabajo?

—Sí, personas que no me conocían y hasta mi familia, pero no lo abandoné. Mis compañeros de labor me respetan mucho, puede que hasta me admiren, es lo que demuestran siempre.

«Que una mujer ordeñe búfalas es normal, hay otras que erran caballos, que es más difícil, creo yo. Nosotras podemos realizar muchas actividades igual que los hombres, y todo lo que hace mi esposo puedo hacerlo yo. Muy temprano, luego del ordeño, limpio las naves, barro los alrededores de la vaquería y realizo otras tareas».

—¿Dificultades?

—Muchas, en cuestiones de trabajo nos golpea la ausencia de una chapeadora o la escasez de fumigaciones y alambres para las cercas. Vivir a más de 15 kilómetros del pueblo más cercano, que es Güines, también nos perjudica. Pero, por otra parte, es un lugar tranquilo y nuestro salario es bueno, ronda los 1 300 pesos mensuales.

—El futuro...

—Sueño algún día con regresar a Baracoa, pero hoy encuentro alegría y sosiego en Mayabeque. Si no sintiera amor por esto ya lo hubiese abandonado. Mi trabajo no es un sacrificio, sino una virtud. Aún no tengo hijos. La vaquería es mi hogar. Como te dije, al principio me criticaron, decían que esta era una labor de hombres. Mi familia me lo reprochó muchísimo, pero ya han entendido que esta es mi felicidad.

En su casa, a unos metros de las corraletas de las búfalas, antes de irme conocí a la señora Antidia, su madre, quien confiesa querer otra vida para su hija. «Sufro cuando la veo por esos montes detrás del ganado. Yo no la crié así, la tenía como una niñita; pero bueno, es lo que ella eligió y la veo contenta, eso es lo más importante».

Katiuska es útil, se siente satisfecha con su manera de ser; es una flor especial, una muchacha poco común.

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