Rústico taller mambí. Imagen tomada del libro Del Camagüey: historias para no olvidar I. Autor: Cortesía de Ricardo Muñoz Gutiérrez Publicado: 21/09/2017 | 06:10 pm
CAMAGÜEY.— La rebeldía del cubano viene de antaño. Así lo consideran los más acuciosos investigadores y lo certifican en su actuar múltiples generaciones. Se me ocurre entonces, con mirada escudriñadora y periodística, repasar la historia que en la «comarca de pastores y sombreros», Camagüey, revive pasajes por la independencia de Cuba.
En las guerras de independencias los atrevidos insurrectos a lo largo y ancho de toda la Isla enfrentaron al colonialismo español con inferioridad de hombres, armamentos, conocimientos, entrenamientos y abastecimientos, pero a la vez demostraron tener por sangre fuego, y una creatividad asombrosa.
Uno de los historiadores agramontinos, Ricardo Muñoz Gutiérrez, en busca de lo insólito y hasta de lo extravagante, nos acerca a la identidad de los cubanos a través su libro, Del Camagüey: historias para no olvidar I, en el que narra: «Ante tales desventajas, los mambises pusieron en práctica los métodos de la guerra irregular y convirtieron el machete en un arma cuyas historias pueden parecer leyendas».
«Patitas pa´que te quiero»
A solo dos meses y 14 días de iniciada la primera contienda liberadora, el 10 de octubre de 1868, justamente en el norteño municipio de Nuevitas, los manigüeros criollos dieron un susto al mismísimo diablo, con una improvisada «arma de combate», que no dejó muertos pero...
Mientras la Revolución ardía en temperamento en la vecina región de Bayamo, los camagüeyanos, dispuestos a no dejar pasar aseguramientos de la metrópolis, decidieron emboscar la columna española más fuerte que hasta ese momento se había organizado por la zona de San Miguel de Nuevitas.
Para lograr contener el gigantesco puntal de refuerzos comandando por el conde de Valmaseda, los insurrectos principeños, dirigidos por Augusto Arango Agüero, colocaron junto al camino, desde El Desmayo hasta Consuegra, en el barrio de Cascorro, nada menos que cerca de 30 colmenas de abejas, y en el paso del río Arenillas prepararon un «patitas pa´qué te quiero» con toros salvajes. Se trataba de una inventiva muy propia del lugar.
Cuando al ganado bravío le vino encima aquel montón de abejas, «pica que te pican», los desaforados animales no dejaron nada a su paso.
La auténtica arma de guerrilla ideada por los lugareños no solo paralizó la misión de la potente tropa enemiga, sino que estos en su «sálvese quien pueda», dejaron carretas con avituallamientos y otros aseguramientos en medio del camino, como reconoció posteriormente el propio general español Valmaseda.
Pero este no fue el único atrevimiento de los patriotas que se agenciaron las más insólitas artimañas de infantería, artillería y obras ingenieras, para pegarles un buen golpe a los colonizadores durante la insurrección armada por la libertad de Cuba.
Muñoz Gutiérrez perpetúa en su revelador libro otra arma empuñada por los «pillos manigüeros» que aunque suele parecer ingenua en el tiempo, «de inocente no tuvo ni un pelo», como se dice en buen castellano.
Resulta que el uso de animales para arremeter contra los conquistadores y los rayadillos no tuvo límites. En esta ocasión corría el año 1869 cuando el mayor general Manuel de Quesada, al frente de sus hombres, arregló una estratagema con reses bravías y mulos indomables.
Imagine por segundos lo que ocurriría en aquella estampida, al saberse que a las colas de los cuadrúpedos salvajes se les enlazó cuero seco, que al originar estridente ruido los espantarían aún más.
Aquel arte militar campestre y primitivo, preparado en la zona de la entonces finca Yamagueyes, se frustró por un aviso a los españoles. Pero estos, a pesar de su poderío militar, prefirieron desviarse del camino antes que enfrentarse a la auténtica táctica de guerrilla, que ya había demostrado su eficacia al ocasionar en los enfrentamientos no pocas bajas en las tropas coloniales.
Uno de los hechos más reconocidos por el destacado escritor Muñoz y por el investigador Juárez Cano es el que antecedió al de los «mulos de Yamagueyes».
A solo cinco meses y ocho días de iniciada la Guerra del 1868, el mismísimo jefe de las fuerzas colonialistas en Camagüey, Zacarías González de Goyeneche, partió de operaciones con una columna numerosa en hombres.
Al sur de esta ciudad, en los alrededores de la finca El Corojo, estaba el mayor general Manuel de Quezada, parapetado en una trinchera de cerca de un kilómetro que atravesaba el camino. En el centro había una abertura estrecha, de madera y larga que llegaba hasta el monte.
Encima de esta se observaban la bandera de la estrella solitaria y un gran cartel que imponía miedo al susto: «Trinchera y Cementerio».
No fueron pocas las bajas entre los mambises, pero tampoco las del enemigo: «El coraje con que los cubanos defendieron sus posiciones debió causar a los españoles un buen número de bajas, pues reconocieron más de cincuenta y su jefe perdió el caballo», explica el experto Muñoz en su obra Del Camagüey: historias para no olvidar I.
Pólvora a la camagüeyana
En materia de inventiva militar los camagüeyanos también produjeron ¡pólvora! No es mucho lo que se sabe al respecto, pero sí lo suficiente como para afirmar que todo lo que se ideó durante la década del 1990 del siglo XX, en el Período Especial en Tiempo de Paz, tiene su esencia en las más autóctonas raíces de los cubanos.
Tradiciones que, además, se han reafirmado a través de la resistencia, lucha y rebeldía de este pueblo durante las diferentes etapas del proceso de formación de su identidad, incluso de mambises dispuestos a crear ciencia de la nada.
A mediados de 1869 en esta extensa llanura —según información recogida detalladamente en el Archivo Histórico Provincial de Camagüey, en el Fondo del historiador Jorge Juárez Cano— un individuo nombrado Butrón fabricó pólvora en las cuevas del municipio de Sierra de Cubitas. Esta labor, posteriormente, sería continuada en la localidad de Najasa, bajo el mando del teniente coronel Antonio Cosío y del capitán Juan Álvarez.
Lo más insólito de esta creación «científica» no los describe Ricardo Muñoz en su obra ya mencionada.
«Un antiguo operario de ambos talleres contó que para esa producción se utilizaba el estiércol o guano de murciélago, que se trataba con una lejía obtenida de la ceniza del árbol conocido como jobo. El resultado de esa mezcla, unida a carbón de cedro y azufre, manipulada en unos toscos aparatos confeccionados en la manigua, constituía una “magnífica pólvora” de guerra para cañones y fusiles antiguos que se cargaban por la “boca del cañón”».
Y qué hablar del cañón de cuero y madera y hasta del machete despalmado, que parecía centella en manos de mambises ante el toque de «a degüello». Razón le sobró a Ignacio Agramonte cuando expresó: «Mis soldados no pelearon como hombres: ¡Lucharon como fieras!», en el rescate del Brigadier Julio Sanguily y cinco prisioneros más.
A más de medio milenio de fundada la villa agramontina —2 de febrero de 1514—, declarada Patrimonio Cultural de la Humanidad, sus historias, que por momentos parecen ficciones, constituyen lecciones de vida en la que los cubanos de todos los tiempos se pueden ver reflejados.