Todo creció gracias a su montaña de sencillez que aún hoy debemos intentar trepar para entenderla. Autor: Roberto Suárez Publicado: 21/09/2017 | 06:09 pm
Todo comenzó en la vieja casona de madera, seguramente cuando ella veía al padre «cosiendo» heridas y sacando molares sin cobrarles un centavo a los menesterosos.
O cuando ella se colgaba de su brazo para escucharle una anécdota; y a él, en la narración, le subían muchos cocuyos a los ojos si hablaba de Martí o del Hombre caído como héroe solitario en San Lorenzo.
Y tal vez tuvo continuidad en los juegos en que aprendió a tejer travesuras tremendas y a confeccionar disfraces, pero también a sembrarse bondades en la profundidad de su juicio, a cultivar helechos o amapolas y a ampliarse el corazón hasta convertirlo en puerto y puerta.
Todo empezó por los verdes, los terraplenes y las olas de Media Luna y se fue agigantando hasta tornarse Luna Entera en el cielo mismo de Cuba y de su historia.
Creció con los años en Manzanillo, donde su rebeldía se hizo tiempo, y en las épocas silvestres de Pilón, en las que llegó a regañar a un hombre por hacerle daño a una palma con los pinchos de liniero mientras este intentaba capturarle a su monita-mascota.
Pero la verdadera levadura de su vida sobrevino cuando se enroló en una aventura de llano, riesgos y sierras. Primero ayudó a salvar a los dispersos de un naufragio guerrillero, luego resultó horcón en los complicados trances clandestinos, más tarde se convirtió en la primera en enfundarse el verde olivo en un ejército con más sueños que armas. Si alguna vez tuvo miedo supo disimularlo tanto que parecía reírse del plomo y de los tigres.
Todo se originó desde su instinto por lo pequeño, que es donde suele habitar lo auténticamente grande de las cosas. ¡Qué capacidad tenía ella para ocuparse de la tinta semiborrosa en un papelito que luego sería historia, o de la llamada pendiente en la madrugada, o de la decoración de un sitio en pleno monte!
Y qué capacidad la suya para abominar las golosinas que producen en algunos los puestos y los títulos; para preocuparse al extremo por las quejas y misivas de los de abajo, para convertirse en refugio maternal de miles aun sin haber conocido la gestación biológica.
Todo creció gracias a su montaña de sencillez que aún hoy debemos intentar trepar para entenderla. Sencillez en el vestir, el actuar, el comer... el vivir.
Con esa montaña en el cuerpo, menudo de tanto cigarrillo y tanta lucha, supo ser regazo para guardar un secreto del Estado, confidente de un campesino abrumado por algún problema, sostén de un líder que laboraba sin importarle la arena consumida en el reloj.
Todo comenzó aquel 9 de mayo de 1920 en Media Luna y se hizo infinito en el gesto y la palabra, el pulso y el verso, el almanaque y la prisa de un país. Comenzó con un nombre, ya eterno no solo en mayo o en enero, un nombre que es flor de Cuba: Celia Sánchez Manduley.