Rogelio Francia, integrante del Batallón de la Escuela de Responsables de Milicias de Matanzas. Autor: Juventud Rebelde Publicado: 21/09/2017 | 05:07 pm
CIEGO DE ÁVILA.— Era después del mediodía, y el Batallón de la Escuela Nacional de Responsables de Milicias llegó a Pálpite. Los aviones picaban en el caserío, aunque el primer ataque la unidad lo sufrió en la carretera. Rogelio Francia Recio lo vivió con 18 años.
El B-26 pasó a siete metros de altura. Desde los camiones, los milicianos vieron el casco de color marfil del piloto y la sonrisa al decir adiós con la mano enguantada. A los dos minutos, convertido ya en recuerdo, pasó a todo tren y con fuego abierto de ametralladoras. Viró y volvió a atravesar la columna en tierra de la misma forma, hasta que se perdió en el cielo.
Los demás ataques obligaron a una marcha a pie. Pero fue en Pálpite donde se desató el huracán. Uno gritó «¡Avión!» y unas columnas de plomo surgieron de la nada y en sucesión perfecta contra la carretera. Francia se lanzó detrás de unas filas de sacos de carbón. Al terminar, se descolgó por la cuneta. Acababa de recoger los pies, cuando un racimo de proyectiles pasó con furia por el lugar exacto donde estuvieron sus piernas. Después vino el silencio, los hombres empezaron a sacudirse el polvo y al instante detallaron el morro de un bombardero en picada frontal. Al comienzo pareció levitar, pero enseguida unos puntos rojos se desprendieron de las alas, y Francia sintió que alguien sacudía la tierra. «¡Prepárense, que ahí viene!», gritaron. Francia se apretó al suelo. Dijo: «Aguanta-aguanta-aguanta» y escuchó el silbido del viento entre los disparos de la artillería.
«¿Qué pasa aquí?», murmuró, y miró al cielo en medio de la tranquilidad. Dos cazas, diminutos y de vuelo arisco, fueron en diagonal contra los aviones. Los bombarderos aletearon bañados por las trazadoras y se perdieron en el mar. El silencio retornó con el ruido apagado de los cañones y los hombres comenzaron a levantarse. Solo entonces descubrieron que Pálpite era una niebla de polvo blanco.
Bajo las granadas
Ordenaron formarlos por compañías en el centro del caserío. Francia se apoyó en el fusil FAL y miró a los lados para ver quién faltaba. «Mataron a Argüelles», oyó. «¿Al de Comunicaciones?», murmuró. «A ese mismo», respondieron.
En efecto, Claudio Argüelles Camejo, obrero del Ministerio de Comunicaciones, había llegado para morirse. El día 17 no tenía que estar en combate, sino camino a un congreso de obreros en Bulgaria. Pero al escuchar las noticias, viajó desde La Habana hasta el frente de guerra en busca de la Escuela. La encontró en la carretera de Playa Larga y siguió con ella hasta Pálpite.
«Lo mataron al lado de la tienda», le explicaron a Francia. «Mataron a otros. Pero Argüelles fue el más jodido. Lo reventó un cohete». Otro miliciano abrió los ojos y murmuró: «Se lo acaban de llevar. Lo sacaron en camilla hecho dos trozos».
Un oficial gritó «¡Firmes!», y el director de las Escuela de Responsables de Milicias, el capitán José Ramón Fernández, avanzó con toda su estatura frente a la formación. Revisó las fuerzas y se dirigió con naturalidad al jefe de la tercera compañía, la de Francia: «Teniente Díaz, usted con su compañía: derecha, hacer contacto con el enemigo».
Indicó que el batallón se dividiera en dos columnas y cada una ocupara un lado de la carretera. Los hombres se movieron con rapidez y se formaron a ambos lados del camino. Permanecieron en atención a la orden del jefe. El teniente Juan Alberto Díaz González, un hombre de carácter enérgico, irguió el pecho. «¡Arriba, mi gente!», gritó. «De frente… march».
El misterio de la ciénaga
A medida que se internaban en la carretera, las explosiones se hicieron más fuertes. Varios metros delante y a los lados se alzaban unos remolinos de tierra o una cortina de fango mezclado con troncos de árboles.
Francia aún recuerda el rostro de sus compañeros aquella tarde. Andaban a paso firme y grave, pero con una dosis de asombro ante el mundo que empezaban a descubrir. La mayoría apenas llegaba a los 25 años. Por lo tanto, tenían motivos para preguntarse por el misterio que andaba por la ciénaga. Miraban con asombro la ventolera de gajos y trozos de tierra que caía sobre ellos, y escuchaban el chillido de los proyectiles por encima de sus cabezas. A cada rato algo invisible atravesaba el bosque desflorando ramas y tallos, y luego se sentía un estruendo.
La noche les cayó encima a la espera de los tanques de Managua. Por el cielo empezaron a ver unas flechas fosforescentes que se cruzaban silbando.
Cerca de la medianoche, Francia sintió ruido de esteras. Pegó el oído al suelo y al instante sintieron unas vibraciones. «Teniente, escuche…», susurró. «Parece que se están moviendo tanques». El oficial comprobó el sonido. «Pasa la voz. Dile que hay tanques en el frente». Y lo vio hundirse en la negrura. Al poco tiempo, Francia regresó a rastras y sofocado. «Listo, teniente». El oficial permaneció encorvado y con la vista fija en la oscuridad. «Vamos a esperar», dijo. A los pocos minutos, dos T-34 se detuvieron al lado de ellos. El teniente Díaz se incorporó enardecido. «Adelante, que yo tengo gente guapa», ordenó. «¡Patria o Muerte sin echar para atrás! ¡Arriba!». Los hombres ocuparon posiciones en columnas detrás de cada oruga. El primer blindado avanzó con el andar entiesado de los escarabajos, encendió las luces y Díaz dijo: «Voy a apurar el tanque», y vieron su sombra caminar hacia la punta. Ya no se veía, cuando se escuchó el silbido de una bazuca.
El dolor de un hombre
El tanque dio un brinco ante el golpe del proyectil, y el cráneo de Díaz se fue bajo las esteras. Varias ametralladoras abrieron fuego y al momento la noche se perdió.
El segundo tanque dio marcha atrás para corregir el tiro. Fue ahí cuando se escuchó el crujido de madera seca al partirse, y los hombres vieron al miliciano Fonseca, del segundo pelotón, con las piernas aplastadas bajo las 40 toneladas de hierro.
Al frente, dos chorros de fuego, a ambos extremos de la oscuridad, dejaban escuchar el sonido de las ametralladoras y salían en abanico contra las posiciones del Batallón.
La noche se había convertido en día por el relampagueo de las armas. Era una claridad metálica que bañaba con una luz fantasmal todos los objetos a la redonda. Antes no los podía ver, pero ahora Francia distinguía en detalle los cerrojos de los fusiles y las correas de combate de los milicianos.
El primer tanque estaba al otro extremo, ladeado sobre el borde de la carretera. Parecía un gigantesco animal muerto con aquella iluminación parpadeando con insistencia en su estructura. Más atrás un hombre se revolcaba como si estuviera fulminado por un ataque de epilepsia. Otro había dado un brinco para quedarse inmóvil en el mismo lugar. Alguien gritó: «¡Tápate la cara, Francia, tápatela, que te van a matar!» Y vio el rostro de sus compañeros, brillando por el sudor y las luces de las trazadoras. Una pareja de soldados pasó por su lado en dirección a la retaguardia. En el medio arrastraban un bulto del que salían unos gemidos. Francia trató de avanzar unos metros con los talones y la cabeza bien pegados a la tierra, cuando sintió las suelas de unas botas casi encima de él. Tenían un movimiento errático y sin sentido. Subió por la cuneta para toparse con el cuerpo de Valdespino. Se retorcía con los dientes apretados. Las manos se raspaban contra el suelo y Francia se le prendió del pantalón. «¡Ay, coño!», le oyó gritar. Le había apretado el corte hecho por un proyectil calibre 50 a la altura de la rodilla.
«Cálmate, que te vamos a sacar», le dijo. Otro miliciano también se había acercado. «Déjenme… déjenme tranquilo…», gimió. «Cállese la boca», le gritaron. Francia y el miliciano miraron alrededor. Las trazadoras pasaban por encima y parecían avispas en busca de dónde tirarse. Comenzaron a arrastrarlo poco a poco. Se hacía una pausa con los disparos y lo halaban más fuerte. En un momento los tiros se apagaron. «Ahora», gritó Francia y se encorvaron en el arrastre. «Dale… dale…», gruñó el otro miliciano. Las ametralladoras volvieron a sonar. Lo acostaron junto a otros heridos. Varios enfermeros de la Cruz Roja atornillaban los brazos y las piernas. Francia lo vio por última vez antes de regresar a la vanguardia. Le vio el rostro bañado por la fiebre, pero con una expresión de tranquilidad, y le dijo: «Te quedas aquí y no te muevas. ¿Entendido?». Valdespino dijo que sí, con cansancio.