La lucha por la independencia nos hizo surgir a los ojos del mundo como pueblo y hombres libres, amparados en el valor, el entusiasmo, la fe y el sacrificio. Autor: Archivo de JR Publicado: 21/09/2017 | 05:07 pm
Sombra es el hombre, y su palabra como espuma, y la idea es la única realidad. José Martí
Para los residentes en Nueva York que venían siguiendo desde el mes anterior el periódico recién creado para no dejar morir, entre las frialdades y miserias de la tierra extraña, el alma cubana, la lectura de la edición de Patria correspondiente al 10 de abril de 1892 les traería reminiscencias como estas: «Sí: Céspedes presidió, ceremonioso y culto: Agramonte y Zambrana presentaron el proyecto: Zambrana, como águilas domesticadas echaba a cernirse las imágenes grandiosas: Agramonte, con fuego y poder, ponía la majestad en el ajuste de la palabra sumisa y el pensamiento republicano; tomaba al vuelo, y recogía, cuanto le parecía brida suelta, o pasión de hombre; ni idólatras quiso, ni ídolos; y tuvo la viveza que descubre el plan tortuoso del contrario, y la cordura que corrige sin ofender; tajaba, al hablar, el aire con la mano ancha. Acaso habló Machado, que era más asesor que tribuno. Y Céspedes, si hablaba, era con el acero debajo de la palabra, y mesurado y prolijo. En conjunto aprobaron el proyecto los representantes, y luego por artículos, “con ligeras enmiendas”».1
Nacía de esta manera la primera Constitución cubana que habría de acatarse, y con ella nuestra primera República. Era entonces la República que vivía fundamentalmente en los anhelos. Por un lado, de un patriarcado criollo que en ofrenda legítima y gloriosa en pos de la consecución de ese ideal supo sacrificar su privilegio y fortuna y, como diría Martí, a quebrantar su propia autoridad antes que a perpetuarla; y por el otro, de una juventud fogosa y literaria que, como hija legítima de las más avanzadas ideas democráticas de la época, estaba dispuesta a inmolarse en defensa del derecho del hombre a ejercer su libre albedrío.
El propio día en que se constituiría el Partido Revolucionario Cubano, nacido del alma misma de José Martí, y de su convicción aprendida en el estudio literario y concreto de las realidades históricas que habían hecho perdurar el espíritu de la colonia, empequeñeciendo las repúblicas americanas nacidas de la espada de Bolívar y sus contemporáneos, y a estas altura ya, también de su conocimiento profundo y minucioso del espíritu de codicia, conquista y violenta aventura que corrompía en la nación portentosa del Norte el espíritu en que la fundaron sus prohombres, Patria revelaba, en imágenes salidas de la pluma del Apóstol, y a las que pudiéramos llamar cinematográficas, los acontecimientos acaecidos en Guáimaro 23 años antes, en los días inmediatos a la proclamación de aquella primera Carta Magna: «El once, a la misma mesa, se sentaban, ¡ya en Cámara!, los diputados, y por la autoridad del artículo séptimo de la constitución eligieron presidente del poder ejecutivo a quien fue el primero en ejecutar, a Carlos Manuel de Céspedes; presidente de la Cámara, al que presidía la Asamblea de representantes del Centro, de que la Cámara era ensanche y hechura, a Salvador Cisneros Betancourt; y general en jefe de las fuerzas de la república al general de las del Centro, a Manuel Quesada».2
Todavía con el país infestado de enemigos poderosos militar, política y económicamente, este reducido grupo de patriotas, comparativamente hablando, obraban el milagro sublime —ante cuya sola memoria debemos hacer siempre los cubanos profunda reverencia— de traer a la luz del mundo una nueva república y sumarla al concierto de los pueblos libres por la espontánea voluntad de las virtudes que encarnaban. Habían elegido a sus representantes y sus jefes, y todos proclamaban como propias, en las tertulias y conversaciones de esa noche magnífica, las virtudes de los recién electos.
La pluma milagrosa que pintaba en Patria las escenas de aquellas inolvidables y gloriosas jornadas, vibra todavía más al recrear para los lectores, muchos de los cuales ese mismo día habrían de reunirse en similar concilio con idénticos fines, para concretar, acaso sin saberlo, el más alto resultado que ha tenido la política cubana de dos siglos: el Partido único, fuerte y respetado —no tanto por el número como por el reconocido patriotismo, amor al pueblo y limpieza de vida de sus miembros— el momento en que aquellos ilustres representantes de Guáimaro juraron fidelidad y sacrificio ante los símbolos y las leyes que habían decidido defender: «Era luz plena el día 12 cuando, con aquel respeto que los sucesos y lugares extraordinarios ponen en la voz, con aquella emoción, no sujeta ni disimulada, que los actos heroicos inspiran en los que son capaces de ellos, fueron, rodeados del poder y juventud de la guerra, de almas en quienes la virtud patriótica sofocaba la emulación, tomando asiento en sus sillas poco menos que campestres los que, con sus manos novicias habían levantado a nivel del mundo un hato de almas presas».3
Ya había descrito el ambiente y presentado el escenario, ahora tocaba el turno al mensaje final que había querido dejar impregnado en las mentes y los corazones de los cubanos fieles: el acto del sagrado juramento de los padres fundadores ante el altar de la patria: «Juró Salvador Cisneros Betancourt, más alto de lo usual, y con el discurso en los ojos, la presidencia de la Cámara. De pie juró la ley de la República el presidente Carlos Manuel de Céspedes, con acentos de entrañable resignación, y el dejo sublime de quien ama a la patria de manera que ante ella depone los que estimó decretos del destino: aquellos juveniles corazones, tocados apenas del veneno del mundo, palpitaron aceleradamente. Y sobre la espada de honor que le tendieron, juró Manuel Quesada no rendirla sino en el capitolio de los libres, o en el campo de batalla al lado de su cadáver. Afuera, en el gentío, le caían a uno las lágrimas: otro, apretaba la mano a su compañero: otro, oró con fervor».4
De este modo surgimos a los ojos del mundo como pueblo y hombres libres: no solo al amparo del valor, el entusiasmo, la fe y el sacrificio, de lo cual ya se habían dado muestras mucho antes; sino, y sobre todo, al amparo de la Ley aprobada por todos, que debería ser también conocida, acatada y defendida por todos, porque solo así podríamos presentarnos, ante los amigos solidarios y ante los enemigos codiciosos, como plenos ciudadanos, y porque solo así podíamos hacer que se reconociera a Cuba como una verdadera República.
1José Martí, Obras Escogidas en tres tomos. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 2002, tomo III, página 94.
2Ibídem, p. 95.
3Ibídem.
4Ibídem, pp. 95-96.