Palabras de Eusebio Leal en la presentación del libro Ángel, la raíz gallega de Fidel, de Katiuska Blanco, en la última jornada capitalina de la Feria Internacional del Libro Cuba-2008, el 24 de febrero de 2008, “Año 50 de la Revolución”.
(Versiones Taquigráficas - Consejo de Estado)
Ángel, la raíz gallega de Fidel, es un bello libro y es un homenaje, conceptualmente, a la emigración. Tú (Katiuska Blanco) también eres una galleguita —como te decía hace un momento— por tu madre, y sientes muy de cerca ese clamor que nos hace luchar contra todo, menos contra la sangre.
Y es que la sangre se une en las aguas del Neira y en el Cauto de Oriente. Es que los misterios de Galicia, que antes solamente atribuimos a los secretos caminos de África, son igualmente seductores, las meigas, las santas compañas, el andar por San Andrés de Teixido —dicen que si no se va de vivo, se va de muerto, pero se va. Es el Camino de Santiago en que estamos, este nuevo Camino de Santiago en el Caribe: Santiago de los Caballeros, Santiago de Cuba, y es también, sobre todo, la poesía.
Hay un momento en que Galicia está en Cuba. Galicia es pobre, lo que rodea a la magnífica Catedral de Santiago es la decadencia de una época dura y cruel en la península, que sucede a la guerra de Cuba, al desastre de Cuba. Se dice: “Más se perdió en Cuba”, cuando se quiere tratar de consolar alguna gran calamidad.
Los gallegos están en Cuba, en La Habana. De cada tres que salieron al mundo, uno ha venido a Cuba. Aquí está su gran poeta y escritor Curros Enríquez; aquí escuchan por vez primera, en el Teatro Nacional, su himno; aquí se escribe el primer periódico en gallego, y Galicia se quedó con nosotros hasta hoy, en la admirable, maravillosa y tantas veces traducida obra de Miguel Barnet.
Hoy tomamos el ejemplo de lo que fue esa emigración en un hombre y en la historia de una familia.
Has hecho bien en evocar el hecho arqueológico de lo que significa castro y de castro, que es venir de allí, del reducto fortificado celta y romano. Es traer a Cuba el recuerdo de una batalla enorme en que también, otro poeta canario —por cierto—, Cuquillo, exclamaba en la provincia de Las Villas, en medio del cruel enfrentamiento de la guerra de Cuba: “Serví a España por deber y a Cuba por amor.” Son los gallegos que combaten en el Ejército Libertador, son los que vienen —como Ángel— y se enamoran en Cuba, se enamoran de la tierra, del país que, hasta cierto punto, se parece a aquel.
Hay que pensar que la ley injusta del reclutamiento, que apartaba resueltamente a los terratenientes y a la nobleza de la posibilidad de venir al combate, trae a Cuba, en masa, a los mineros y a los campesinos. Quizás fue el capítulo más dramático de la última contradicción de la sociedad española, antes del derrumbe de la primera monarquía.
Vienen a Cuba y muchos, cuando llegan al puerto de A Coruña o a Cádiz, piensan que el viaje ha terminado, y entonces se enteran de que el viaje ha comenzado. En su gran mayoría, no son hombres de letras, sino campesinos. Han venido llenando en el reclutamiento el espacio de otros señoritos que han pagado una redención metálica para no combatir.
Así se nutren los regimientos y los batallones, y luego se llega a Cuba, al trópico, donde llueve torrencialmente, donde la campaña se cambia del verano al invierno, donde el ejército se detiene en medio de las lluvias, donde se advierte que es terrible morir fulminante, comer mangos verdes, chupar tamarindos o chuparse una caña de azúcar porque da frío al estómago. Y en medio de esa enorme desilusión y mortandad, de ese desorden de la conflagración, encontramos a nuestro hombre, como un soldado de la guerra de Cuba.
A los primeros a quienes escuché hablar de la familia de Birán y de Manacas fue a mi maestra, Migdalia Pino Santos, y a su hermano Oscar, que compartían la memoria de Birán, de Banes y de todo aquel triángulo donde había nacido una parte de la historia contemporánea de Cuba.
Hablaban de ese hombre que había intuitivamente creado, no un latifundio —ni siquiera una explotación fecunda y ordenada, de la cual nos habla Ramón con tanta pasión y testimonio tan amoroso—, sino una utopía intuitiva, porque crea lo que no existe ni hay posibilidad de que exista, en aquel recóndito lugar del Oriente de Cuba: una escuela en medio de la finca, una tienda y una casa para repostar a los que están enfermos o sufren a consecuencia del trabajo.
Extender una línea férrea significaba prácticamente una proeza; comprar medicinas o instalar un telégrafo era algo verdaderamente fantástico para esa época.
Ángel se convierte en un triunfador entre los latifundios norteamericanos. Prácticamente la finca se convierte en un valladar frente al avance impetuoso de los grandes dueños de las magnas haciendas de los cañaverales de Oriente; pero, al mismo tiempo, es el tipo de hombre tesonero y honrado, que lega a su familia que le trata de usted, el concepto del valor de la decencia y de la palabra dada. Es el padre patriarcal que levanta una casa que recuerda en algo a las del norte de España, porque podían dormir debajo, protegidas de la intemperie de la lluvia y de un frío acaso, las reses de los rebaños; pero, en realidad, es la casa grande, levantada sobre troncos de caguairanes, una casa hermosa.
Es también un plantador en medio de un Oriente que comenzaba una dramática deforestación. De ahí el poético nombre de tu primer libro, Todo el tiempo de los cedros, y de ahí las palabras que están escritas en la casa de Láncara: “Plantó árboles que florecen todavía.”
Cuando uno llega allí, mareado por los vericuetos de un largo camino vecinal, se imagina cómo fue la época. La casa apenas se levanta un poco del suelo; llena está virtualmente de aguas y quedan muy pocas cosas en ella. En el entorno, una serie de casas prósperas anuncian los tiempos nuevos; sin embargo, todo el mundo sabe la historia. Continuamente llegan viajeros, marinos cubanos, gente que pasa de cualquier parte y curiosos amenazan con deshacer la casa, porque todo el mundo se quiere llevar de ella una piedra.
La casa de Láncara es muy importante. Cuando Fidel llegó a ella de regreso, pidió estar solo en su interior; cuando Raúl fue por vez primera a conocer aquello que era también su heredad, tuvo iguales sentimientos. Y es que el punto de partida, la casa, la raíz, es muy importante para todo hombre. Y lo fue para este hombre que echó sus raíces en Cuba como gran árbol; este hombre que se dio cuenta de que a esa nueva generación de jóvenes que había engendrado, debía echarlos adelante, bajo aquella consigna de nuestros padres: Que él no pase lo que yo pasé.
Entonces paga tesoneramente los estudios, busca el mejor colegio: los inscribe en uno primero, en Santiago; los entrega a aquella maestra, en el seno de cuya pequeña escuela pasaron tanto trabajo, más prisioneros que alumnos. Y, finalmente, el recuerdo eterno y el deseo de volver, de ver al perro —¡cómo podría llamarse de otra manera el perro que saltaba por aquellos montes, Napoleón!—, volver a ver su caballo; y el Colegio de Dolores y luego La Habana, el colegio de La Habana.
En los años más terribles del período especial, de vez en cuando repetía yo aquella marcha que escuché también en mis días de adolescente, y que a él le recordaba mucho: “Es Ignacio el fundador de la Compañía Real que Jesús con su nombre distinguió.”
Ese espíritu de fortaleza, ese espíritu y ese carácter vienen de este tronco, de este Ángel y de aquellos ángeles, de aquellos emigrados que labraron la tierra, que rompieron el campo en el Oriente y en el Occidente de Cuba, sembrando tabaco y caña; de aquellos gallegos fareros como Machado, el farolero del Morro; o como aquel gran poeta gallego que vivió hasta hace muy pocos años en nuestra Cuba y que escribió su lindísimo libro Gallegos en el Golfo de México, José Neira Vilas.
Para Ángel Castro es, por tanto, una fiesta este día. Cuando en medio del fuego que destruye la casa de Birán, le acompaña su hija Enma —así ella me lo ha contado. Ramón estaba lejos y ve el fuego que destruye la casa, era como un símbolo—: “Todo ha terminado” —dijo él. Ha terminado un tiempo, lo que no imagina es que va a comenzar otro.
En tu libro se recogen las amorosas cartas a los hijos, que están ya lejos de Cuba, y les envía lo que puede para sostenerlos en el esfuerzo.
Luego corresponderá a Lina Ruz conservar la memoria viva del padre y repetirles a ellos, a Raúl y a Fidel, ¡tantas veces!, la tristeza de sus últimas horas. Pero, en definitiva, su sacrificio fue la piedra fundamental sobre la cual se ha levantado este roble que nos conmueve con su generosidad y a cuya sombra hemos vivido, y generaciones futuras vivirán.
Muchas gracias.