¿Dónde me sorprendió el año 1990? Ahora mismo me veo claramente sentado en la Plaza Cadenas de la entonces no tan espléndida, aunque siempre entrañable colina universitaria, en aquel caluroso septiembre, entre cientos de rostros desconocidos llenos de ansias de conquista.
Tenía solo diez pesos nacionales en el bolsillo y unos mocasines de estudiante de Medicina que me había regalado mi cuñado después que se cansó de usarlos. No lucía ni siquiera un peinado bien definido porque no existía para mí el gel de cabello, circunstancia que me obligaba a andar por la capital siempre acompañado de un peinecito plástico.
Tampoco conocía que algunos de aquellos futuros abogados habían escondido días atrás en algún rincón intra-domiciliario el carné de la UJC y jamás declararían oficialmente su filiación militante, como si presintieran los tiempos que se avecinaban.
Era la época en que la ciudad, como el mapa de la canción de Varela, comenzó a «cambiar de color». Y no solo el color de la moneda que servía para comprar las mejores mercancías, sino el color del alma de la gente, que a fin de cuentas es lo que cuenta.
Nunca olvidaré a mi dulce profesora de idioma, una estudiante de 5to. año de Lengua Francesa que alternaba su tiempo lectivo con la docencia y que por aquellos años romanceaba con un belga que seguramente hablaba muy bien el francés.
Una tarde-noche, después de concluido el último turno de clase, salimos juntos a caminar por L en busca de la parada de Coppelia. En lo que andábamos comenzó a reflexionar precisamente de los cambios que se notaban en las personas, en los jóvenes, que acusaban una notable pérdida de valores, sobre la vulgaridad, la falta de educación formal, los maltratos de palabra y de obra, en fin, hablamos sobre todos esos síntomas que de forma casi inevitable pueden considerarse consustanciales al endurecimiento económico en la vida de un país.
Justo en el momento en que la grácil y bella profesora ponderaba mi actitud en oposición al asunto criticado, llegó la 116 (que como se recordará era la ruta que cubría el tramo Alamar-Vedado). Había que ver aquello. De repente, como salida de la nada, una horda se abalanzó sobre la guagua y comenzó a pujar para abordarla por puertas y ventanas, compactando a la otra masa de afortunados que ya estaban dentro.
(...) La profe y yo corrimos con desesperación y en un último intento logramos «engancharnos» por la puerta del medio, agarrando con pocos dedos el tubo de la escalerilla entre una decena de glúteos, rodillas y codos. En ese instante la guagua salió disparada, y como estaba mal apoyado, todo mi cuerpo se balanceó en sentido contrario y aplasté literalmente a la joven que del otro lado a duras penas se sostenía contra la puerta.
Retumbaron en la guagua sus improperios de alta categoría, sus maltratos de palabra. No los olvidaré nunca porque sonaron como bocinas hirientes junto a mi oído izquierdo. Era la voz de la profe...
(...) Dos cuartillas es muy poco espacio para contar estas historias y describir los milagros que vivió mi generación para graduarse. Podría empezar haciéndole un homenaje a aquellas cosas que nos salvaron la vida. Cuando digo «pan con dragón» pudiera pensarse en un exótico sándwich prehistórico con carne de tiranosaurio. Nada de eso.
El pan con dragón fue un invento coordinado entre la Universidad y la Residencia Estudiantil consistente en un pan dividido en dos tapas y entre ellas una extraña pasta cuya receta nunca nos fue revelada por razones de seguridad nacional. Lo cierto es que después de ingerir un bocadito de aquellos el aliento era infernal, un hálito de dragón, ni más ni menos.
(...) Habría que mencionar también los esfuerzos que realizaba la Casa de la FEU vendiendo aquel refresco negro que no era ni cola ni toki, pero que combinaba muy bien con el susodicho pan jurásico. Tomábamos tanto refresco negro que si nos hubieran dado una guitarra no podríamos cantar otra cosa que Lágrimas negras.
Una mención especial para la hamburguesa Zas, que era dieta de lujo si podías vencer la cola o conseguir una entrada por la vía universitaria. ¿Por qué habrán desaparecido? Ahora que hablo de las hamburguesas, recuerdo una tarde en que un grupo de amigos hicimos una larga cola en una hamburguesería que se habilitó en 23 y N.
Como se demoraba tanto, empezamos a sentarnos en un portal largo que hay paralelo a la acera, justo al lado de un viejito que vendía libros antiguos. Cuidando la ropa que teníamos, nos sentamos sobre nuestros cuadernos y libros. De pronto se desocuparon varios asientos en el interior del local y rápido pasamos un grupo grande. (...) Fue entonces que una compañera se percató de que se le había quedado un libro de texto en el portal.
(...) El viejito, aquel pobre y desvencijado vendedor de libros de uso, ni corto ni perezoso se había apoderado del cuaderno de mi amiga y ahora lo estaba vendiendo nada menos que en 40 pesos. Fin de la historia: tuvimos que comprárselo.
La beca en Alamar fue otro santuario plagado de anécdotas. Cuando empezamos en primer año todavía se escuchaban los cuentos del yogurt blanco original y de la mantequilla. Yo no los vi nunca por allí. En cambio, me fue presentado el cerelac, que ahora mismo la computadora está subrayando y no tiene sugerencias ortográficas para él, pero que por las mañanas nos lo servían bien caliente y resultó ser el mejor laxante que he conocido.
En la comida era ya una tradición bajar con pozuelos para la cola del «doble», o sea, la posibilidad de repetir la ración si eras afortunado de alcanzarla. Creo que nunca falté al «doble» y unas veces más que otras me llevaba mi pozuelito al cuarto con un poco de caldo de viandas o chícharo.
Lo malo es que no teníamos refrigerador y aquellas cosas generalmente se echaban a perder, pero así mismo había que comérselas... Imagínense qué mezcla tan explosiva: por la noche caldo de vianda fermentado y por la mañana cerelac caliente.
Las malezas de la rotonda de Cojímar fueron testigos de mis incursiones digestivas, enfrentado muchas veces al horrible dilema de bajarme de la guagua y resolver el problema o llegar a Alamar diseminando potaje al medio ambiente.
Fueron años duros. (...) Escojo para el fin una anécdota que se me antoja emblemática. Era un 28 de octubre, año 1993 o 1994. Bajábamos un grupo grande de universitarios por 23 hacia Malecón con la ofrenda floral para el héroe desaparecido en el mar, nuestro querido Camilo.
Íbamos a la vanguardia del desfile, coreando lemas, gritando consignas. De pronto, una estudiante colombiana que al parecer no quiso ser menos, vociferó con las venas hinchadas: ¡¡¡Gritemos todos juntos que se oiga en la Oficina de Intereses para que se entere el Presidente de los Estados Unidos...!!!
Entonces se produjo un silencio que debió durar apenas unos segundos pero que nos parecieron siglos antes de que aquella latinoamericana saliera de su sopor, porque evidentemente tanta introducción la dejó en blanco y lo único que se le ocurrió fue gritar a viva voz: ¡SÍÍÍÍÍÍÍÍ...!
Yo estoy seguro de que la gente no entendió nada, ni siquiera ella misma, pero 15 años más tarde esa palabra tan firme cobra matices de profecía. (Liván Hernández González, La Habana)
Libros interminablesNo puedo narrar bien todo lo que siento. Después de la caída del campo socialista, recuerdo que ya todos en Miami cantaban: «ae, ae, ae la chambelona...», pues creían tener el regreso con sus maletas llenas. Qué poco nos conocían ellos; no se imaginaban que nosotros éramos mágicos, que de nada salíamos adelante. Recuerdo que un día recibí una visita de sorpresa a fin de mes. Sonreí; puse la máquina de moler carne y comencé a moler fideos. Les hice un arroz amarillo con lo poco que tenía de especias, plátanos cocidos sin manteca, y les puse mi mesa con mucho cariño. (...) Mi visita se fue contenta.
(...) Mi esposo decía que a nosotros no nos puede vencer nadie. Llegó un momento en que todos teníamos que dormir en el portal por no tener corriente. Allí nos reuníamos tres familias de vecinos y nos poníamos a hacer cuentos. Bueno, nos daban las 6 de la mañana en muchas ocasiones narrando historietas de hechos que nos pasaban y que nos pasarían en el futuro.
(...) También hacíamos chancletas y zapatos para nuestros hijos y para nosotros en una máquina de lanzadera, que en esos tiempos se corrió una bola de que tenían platino y que las compraban, por lo que mi marido desarmó la nuestra para venderla. Luego nos enteramos que las máquinas estaban por ahí desarmadas por tongas.
Después se corrió la bola del dinero enterrado y me reí mucho ya que mi hijo y su primo le desbarataron los pisos a la abuela, (...) y todo lo que encontraron fue basura. Sé que de esa época se pueden hacer libros interminables. Quizá yo no sepa expresarme mejor pero lo que sé es que mi familia la que pasó fue grande y hubo que luchar mucho... (Lida y Teresa Toyos Ramírez)
El oscuro trillo del desamorTe conocí compartiendo canciones de Silvio en una memorable Gira por la Patria. Los dos vestíamos de estudiantes. Era el fin de los ochenta. En esa época no comprendimos el pronóstico de Fidel el 26 de Julio en la provincia de Camagüey...
Foto: Roberto Suárez Con el desenfado de la juventud, resolvíamos los problemas juntando nuestros cuerpos, amaneciendo a la intemperie en cualquier parque de la ciudad. (...) Después, cuando se cayeron los mercados y nos abrimos a las diferencias con algunas medidas necesarias y demoledoras, cambiaste los versos por sonrisas extranjeras. Mientras, yo quedaba con los zapatos desgastados y mi espalda pegada a la camisa que no quiso envejecer; luchando en la añeja fábrica que el derrumbe amenazó con extinguir cuando escasearon las materias primas, las piezas de repuesto.
(...) Cada día fue un suceso. Se fueron amigos aferrados a un pedazo de tabla. (...) Otros vendieron su nostalgia para comprar un boleto con destino al desarraigo. El dolor de verlos partir contrastaba con la útil terquedad de mis días, de la verdad afianzada a los huesos, que me dejaba unido para siempre a mis raíces.
Tú estabas entre los que prefirieron no participar en la contienda. (...) Te fuiste por el oscuro trillo del desamor y comprendí de un golpe que en aquel concierto de tu garganta solo brotaron vacías estrofas.
(...) Miraste de lejos la estrechez de la mesa, la soledad del refrigerador, el pan compartido y el sopón salvador. Nunca imaginaste el ropero disminuido y casi desnudo cuando las prendas hubo que reciclarlas para los más chicos. Tu abuela desesperada gritaba tu nombre creyéndose perdida al sorprenderla en las noches un apagón.
(...) Nosotros, sin titubeos y con mucha voluntad salimos adelante; también nos sobró ingenio: nuevos vocablos y originales sinónimos se sumaron al idioma: camello, paladar, botero, jinetera, bicitaxi.
No estabas cuando la lucha por el regreso de Elián, el niño símbolo. (...) Nada supiste hasta hoy de los Cinco, aquellos que se fueron por causas diferentes a la tuya.
(...) Después de mucho tiempo, hoy te vi, irreconocible y voluminosa. Hoy te vi y como dice el otro poeta que te gustaba, «tenías el rostro ajeno al que yo amaba, el que dan unos años de no ser feliz». Desde mi calle, aunque más viejo, sigo siendo el mismo flaco soñador de siempre. (Jaime Ríos Lechuga, Camagüey)
Seguir hablando de socialismoAprender, conocer la nieve, el té, una nueva cultura, muchos jóvenes de diferentes países (...) y vivir en un sistema imperfecto pero indudablemente más justo que el capitalismo fueron, tal vez, los principales aciertos de varios años de estudio de pre y postgrado en un lugar que alguna vez llamamos URSS. Lindo era soñar cómo sería el mundo solidario.
Un día, ya entregado por entero a la labor de formar nuevas generaciones, de explicar precisamente cómo se construía una sociedad nueva, comenzamos a oír, ver y sentir lo que sin dudas era el final del sistema más justo y progresista que la humanidad había logrado levantar a partir de las ruinas de la Segunda Guerra Mundial y la inquietud latente de las amplias masas.
Ese «porque si mañana o cualquier día nos despertáramos con la noticia de que se ha creado una gran contienda civil en la URSS, o, incluso... con la noticia de que la URSS se desintegró...», parecía solo una fantasía; una suposición; pero resultó cierta. Se desmerengaron, (...) se rindieron, abandonaron al mundo a su suerte.
Días tristes, de confusión, días en que muchos también claudicaron, «total, decían algunos, la vida es corta y no se puede desperdiciar».
Desde la trinchera que nos tocó nos dedicamos a no dejar morir el sueño. La debacle andando y nosotros buscando argumentos, rehaciendo anhelos, rearmando el futuro. En el aula los debates eran fuertes; pero ahí seguimos, explicando la construcción de la nueva sociedad; no justificando sino resistiendo la debilidad de los que parecían fuertes.
En la casa, supliendo el calcio con la cáscara de huevo, secando plátano burro para hacer bananina, inventando cómo encontrar el suplemento vitamínico que mis dos hijas no debían dejar de tomar para que fueran fuertes en el futuro...
(...) En el camino encontramos fórmulas: la bicicleta china como en la adolescencia, los 21 días de campo en Sonrisa de la Victoria haciéndonos recordar la vida de estudiantes, marchas para fortalecer la conciencia y gritarle al mundo que estábamos vivos y listos para pelear.
La caída de las «fichas de dominó» se detuvo a base de coraje, sacrificio, solidaridad y mucha cohesión alrededor de un líder gigante...
Balsas, aviones, propaganda enemiga... maletas hechas que se quedaron, nuevas leyes extraterritoriales que se inventaron. (...) Nos atacaron con saña y nos defendimos con ideas, con amor, con principios...
Años duros para comer, vestir, descansar, compartir con la familia o con las amistades. Años de poner a funcionar el principal logro de la Revolución: el nivel cultural de su pueblo. (...) Había que cultivar sin fertilizantes, roturar tierras sin tractores, alumbrarnos sin el combustible soviético, tener las aulas abiertas sin los recursos de otras décadas...
Tomamos su dólar y con él abrimos brecha; inventamos empresas mixtas y «ubepecistas»; reforzamos a los cuentapropistas; «descubrimos» la soya; nos dimos el gusto de acertar y equivocarnos y allá va eso: «perro sin tripa», «hamburgueseras», picadillo extendido o texturizado, jurel con o sin cabeza, cerelac para los abuelos. A pesar nuestro abrimos las «shopping»; después los mercados industriales. Inventamos un camello con ruedas...
(...) Mantuvimos la salud pública, la educación y nuestros lugares en los eventos deportivos. Nos empezamos a recuperar revisando nuestra política social...
Me siento feliz, muy feliz. Mis estudiantes de hoy tenían uno o dos años cuando aquellos se desmerengaron. Ahora ya no explico que habrá una nueva ola de batallas progresistas en el mundo; ahora hablo del Socialismo en el Siglo XXI, me deleito con las reflexiones de mi Comandante, gozo cuando explico la caída del dólar y me entusiasmo al hablar de la crisis del imperio.
(...) Es verdad que la vida es una sola. Hoy ya peino canas y pasé la media rueda, pero mis hijas —una jurista y otra futura médico— se prepararon para cuando mi final llegue, comieron hasta la cáscara de las frutas, pero ahí están.
(...) Sí, tenemos heridas en el cuerpo social, algunas de ellas grandes. Serán difíciles de curar, pero sanarán ¿o es que alguien ha visto batallas sin muertos o heridos?
Me siento orgulloso cuando viejos estudiantes me encuentran en algún lugar de mi Cuba linda, me presentan sus hijos, sus esposas y les dicen: «miren, este es el profe que no perdió la fe (...), el que hablaba del socialismo y el comunismo cuando la “cosa” estaba muy dura...». (José A. Rodríguez Acosta)
Yo pinté mi período especialDel período especial guardo memorias fragmentadas, «flashazos» que no mantienen entre sí una relación cronológica: su disposición jerárquica está dada en mi mente, más por motivaciones de índole emocional que por razones temporales.
El primer recuerdo que tengo de aquella época es una libre asociación de tres imágenes (digna de una obra surrealista): un televisor-cuatro pollos-muchos apagones.
El televisor de mi casa o, más bien, la ausencia de televisor (pues estuvo roto durante muchos meses), despertó en mí unos incontenibles deseos de escribir. El programa Había una vez y los dibujos animados que tanto me gustaban fueron sustituidos por hojas y hojas de aventuras en las que yo soñaba participar. Mi inspiración, bendecida por la falta de imágenes audiovisuales, llegó incluso a gestar ilustraciones para cada una de estas historias... ilustraciones que aún hoy —grises o amarillentas según la calidad del papel— conviven conmigo como muestra de aquella fugaz pero intensa vocación pictórica.
Mientras yo me entregaba a la «creación artística», mis padres —baluartes de esfuerzo y optimismo— se dedicaban, a la salida del trabajo, a la «noble» tarea de criar pollos.
Eran cuatro cuerpecitos amarillos que correteaban por toda la casa, se comían las plantas del balcón, chocaban contra los rayos de la bicicleta (nuestro salvador medio de transporte) y ensuciaban todo a su paso...
Durante la noche, mientras mis cuatro aladas mascotas dormían, nosotros nos divertíamos haciendo cuentos y entonando canciones, y si no había luz... ¡mucho mejor! (al menos para mí), porque entonces podíamos representar los personajes con las sombras chinescas que la escasa iluminación regalaba.
La palabra «problema» nunca fue tan empleada como en aquellos años: problemas con la alimentación, con los medicamentos, con el transporte, con la ropa y los zapatos, con el calor durante los apagones, con el dinero, con los caseros jabones de lavar, con el bistec de cáscara de toronja, con el agua, con el gas y con casi todo vinculado a la vida diaria.
Pero esta etapa difícil, problemática, desafiante, fue, según la perspectiva de mis siete años, un momento de oportunidades: creé personajes de papel, sombras y colores, logré estar en varios talleres de danza (como casi toda la población cubana, alcancé la «estilización» necesaria para este tipo de manifestación artística), y fui feliz con las múltiples reinvenciones que hice de un mismo juguete, un mismo libro, una misma crayola... con la que pinté mi período especial. (Anette Jiménez Marata, Ciudad de La Habana)