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Chepuá

Solos y hostigados por el paludismo y el hambre, dos cubanos de la tropa del Che en el Congo, siempre confiaron en que su jefe no los abandonaría Los días del Che en el Congo (I)

Autor:

Juventud Rebelde

Roberto Pérez Calzado (Chepuá). Foto: Luis Raúl.

Fotos: Cortesía de Granma

Baraguá, Ciego de Ávila.— Los Calzados no andaban perdidos. Al menos, no para ellos. Buscaban un punto seguro por un territorio que ya conocían como exploradores. Solos, en peligro de caer prisioneros, pero con la convicción de que un hombre tiene derecho a vencer si no deja que el desánimo le entre al cuerpo.

Roberto Pérez Calzado, cuyo seudónimo en swahili era Chepuá, y Luis Calzado Hernández (Ñiñea) eran primos criados como hermanos en el poblado de El Cristo, en Santiago de Cuba. En la Limpia del Escambray pertenecían al mismo Batallón Dos, persiguieron a los mismos bandidos, habían sentido las mismas visicitudes en los cercos y emboscadas a plena noche y juntos habían pasado por la selección y los entrenamientos para irse al Congo con el Che.

Por eso era una cuestión de honor que salieran como pareja de exploración. El 16 de noviembre de 1965 —unos días antes de que la columna de instructores cubanos se retirara de la Base—, los dos estaban en las posiciones de avanzada. Martín Chivás, el jefe de los exploradores, llegó y le indicó a Ñiñea: «Hay que explorar la zona de Kasima». Les explicó que el Che tenía el plan de atacar el cuartel de Fizi y con ello obligar a que la ofensiva de los mercenarios belgas y los gendarmes negros se detuviera o, al menos, dividieran sus tropas. Concluida la explicación, y mientras Ñiñea recogía sus armas, Chepuá le dijo: «Voy contigo». Tenía los primeros síntomas del paludismo y los ojos cansados. «¿Que tú vas a ir?», le soltó el primo. Chepuá protestó: «Yo voy». Chivás ordenó: «Vayan los dos, pero cuídense y vuelvan rápido».

Explicando la zona de operaciones. El cuartel de Kasima se encontraba a día y medio de camino. Durmieron en el monte y antes del amanecer se pusieron en marcha. Al caer la noche estaban en las inmediaciones del puesto. A Chepuá la fiebre le había subido y los sudores le corrían por el cuerpo, por lo que acordaron que se quedara en una cueva, mientras Ñiñea exploraba. Bien entrada la noche su primo llegó. «Esto está lleno de guardias», informó en voz baja.

De regreso, avanzaban con cautela hasta que divisaron una hilera de hombres, que caminaban por la selva a varios metros de ellos. Imaginaron que eran guardias y que la única solución de escape era crear la confusión. «Le metemos los tiros y luego nos perdemos», propuso Ñiñea. Se acercaron despacio para descubrir que los hombres eran guerrilleros congoleses, que estaban junto con ellos en el campamento. Les preguntaron qué hacían por ahí y uno de ellos respondió: «La guerra se acabó». Otro africano les extendió un papel escrito y con la firma del comandante Víctor Dreke, el segundo jefe de la columna. Los cubanos leyeron: «Chepuá y Ñiñea no lleguen a la base». Eran las cinco de la tarde y el sol empezaba a esconderse.

En busca del Coronel Calixte

La idea era buscar un lugar para curarle el paludismo a Chepuá. Los congoleses les hablaron del coronel Calixte y de su base a varias jornadas de camino. Al día siguiente Chepuá y Ñiñea iniciaron la marcha y al mediodía encontraron un campamento abandonado, con una fogata apagada con calderos de yuca y frijoles a medio cocinar. Encendieron el fuego y el humo no había acabado de elevarse, pausado y con sus tonos grises, cuando sonaron los disparos.

«Luis me haló por el brazo y me arrastró a toda carrera», cuenta Chepuá. «Fueron días de subir y bajar lomas, yo casi recostado a mi primo, como un sonámbulo. Una tarde íbamos por el fondo de un precipicio, miramos arriba y descubrimos a los guardias, que iban en fila india. Nos agachamos apuntando con los fusiles y así pasamos la noche entera. Al otro día llegamos al campamento de Calixte».

Familia residente en la zona de operaciones de la guerrilla. Según contaron, más bien parecía una aldea que un reducto militar. Estaba cerca del lago Tanganika, unos pocos animales se paseaban entre las cabañas, los hombres pernoctaban con sus armas y las mujeres se dedicaban tranquilamente a sus labores de hogar.

Para ese entonces, los dos eran la desconfianza en persona. Todo lo analizaban en busca de una segunda intención. A los congoleses que se encontraban por el camino, evitaban mencionarles la ruta que pensaban tomar y para todos —conociendo el nivel de respeto que eso inspiraba— Chepuá era un muganga o médico-brujo y Ñiñea un comandante guerrillero.

Así se lo dijeron a Calixte, por lo que los ubicaron en una cabaña aparte. Comieron un caldo con trozos de vísceras; Ñiñea no durmió, pero Chepuá se recostó en un camastro. El cuerpo le pesaba y sentía un cansancio enorme. Los sonidos los escuchaban distantes y a su alrededor los objetos empezaban a cubrirse con una niebla. Al rato, Ñiñea entró. «Calixte quiere que crucemos el lago con él, pero yo no confío», le susurró. En la mente de ambos apareció la noche en que atacaron el poblado de Front de Force, el primer combate librado por la tropa del Che en el Congo. Debían tomarlo y con ello controlar la hidroeléctrica del río Kimbi, que generaba electricidad para la zona minera de Katanga. Cubanos y congoleses avanzaban en posición de combate, cuando un disparo los hizo estremecerse. Se detuvieron por un segundo, e iban a dar otro paso y la noche se iluminó con el fuego de las ametralladoras. Luego supieron que aquel tiro había sido del guía africano, a quien nunca más se le vio entre los guerrilleros. «A lo mejor nos mata en medio del lago», musitó Chepuá. «O nos entrega a los guardias», dijo Ñiñea. Permanecieron en silencio, revisando con la vista los rincones de la choza. Ñiñea se frotó despacio las manos. «Pues hay que largarse, compay», concluyó.

La tarde del búfalo

«Cada uno tenía 500 tiros, 13 depósitos para el fusil FAL y ocho granadas», contó Chepuá. «En el campamento dijimos que íbamos por un camino, a encontrarnos con gente nuestra, y tomamos rumbo a las montañas. Casi no podía caminar. Andaba con la cabeza gacha, mirándole las botas a Luis. Iba con temblores y me había olvidado que tenía un reloj. Lo único que sabía es que el sol estaba alto y que el resplandor molestaba.

«De pronto escuchamos los gritos de una mujer. Bajamos una pequeña loma y encontramos a una campesina que se halaba los pelos. Luis le preguntó en swahili qué pasaba y ella dijo, ahogada por el llanto: “Bogo cufa mototo, bogo cufa mototo (Un búfalo mató a mi niño)”. Luis me dejó con la aldeana, tomó el FAL y se perdió por un camino de hierbas altas. Al ratico me gritó: “¡Beto, mira esto!”. Y enseguida oí un estruendo con una ráfaga de ametralladora.

Che cargando a un niño congolés. «Me descolgué el FAL y salí corriendo con los pies enredados. Cuando llegué puse el fusil en tierra y me apoyé en él para no caerme. Luis estaba tumbado de espaldas y del FAL le salía humo. Al lado tenía a un búfalo muerto, de color negro y lleno de sangre y espuma. A unos metros de él estaba el cuerpo del niño destrozado por el animal. Mi primo se levantó. Estaba de un color cenizo y apuntó a la bestia con el cañón del fusil: «Casi me vuela el bicho este. Me lo tuve que fumar». Estaba oculto entre las hierbas, esperando a la nueva víctima. Luis se salvó porque siempre llevaba el FAL sin seguro y con una bala en el directo.

«Cortamos unos trozos de carne y nos pusimos en marcha. Llegamos al campamento de uno de los jefes de guerrilleros en el Congo, el general Moulane. Nos dijo que los cubanos estaban en Kigoma y que él podía llevarnos, pero Luis le dijo que nosotros teníamos otras órdenes y nos fuimos. En medio de la selva sentí que me ahogaba. Le dije a mi primo: “Aguanta”. Luis parecía una cosa difusa y blanca. Quise tomar aire, pero el monte empezó a darme vueltas. La cabeza me pesaba y empecé a temblar.

«Luis me abracó por debajo de los brazos. Yo empecé a tartamudear, le dije que me dejara tirado. Que regresara a Cuba y le contara a la familia el modo en que había muerto. Se lo repetía con desánimo, sin darme cuenta que él recogía mi mochila y el FAL y me montaba a sus espaldas de un brinco. Echó a andar por las lomas y pidió que me callara. Me explicó que iríamos a casa de Elías. Que allí nos irían a buscar. Le pregunté con la voz dormida: “¿Tú crees que nos encuentren?” Lo único que se oía era el ruido de sus botas. Yo insistí: “¿Crees que nos encuentren, Luis?”. Él me acomodó de un salto y dijo: “No seas vaina, que el Che no abandona a su gente”.

El muganga se muere

Elías era un campesino joven, alto y flaco. Vivía en un descampado con su mujer y dos niños, y un perro blanco y moteado. Ñiñea conocía del lugar por las exploraciones que había hecho por la zona en compañía de Virgilio Jiménez Rojas (Alasari Albate). «Si alguien viene a buscarnos, ese será Virgilio», le repetía a Chepuá por el camino.

En la base, soldados de la columna cubana. De izquierda a derecha, Pablo B. Ortiz (Saba), Eduardo Torres (Nane) y dos combatientes sin identificar.

Al llegar, Ñiñea observó cómo su primo se alejaba sin rumbo. Lo vio orinar con una sensación de descanso. Imaginó que iba a mejorar, cuando se desplomó delirando. Lo acostaron en una de las dos cabañas que había en el lugar. Cincuenta años más tarde, al preguntarle qué recordaba de esos días con fiebre, Chepuá responde impasible: «Nada». No recuerda ni los días ni las horas que pasó así, ni lo que hicieron a su alrededor. Lo único presente de aquel tiempo era una oscuridad que se estremecía como si fuera un manto negro. En un momento percibió que le clavaban un pincho ardiendo por un costado. Gritó y luego volvió a la oscuridad. Después sintió a lo lejos unos llantos en forma de chillidos. La oscuridad se fue convirtiendo en una niebla densa en la que se veía una figura borrosa. Le parecía estar en un sueño, en el que alguien lloraba lamentándose en swahili. «Muganga kufa, muganga kufa (El brujo se muere, el brujo se muere)», escuchaba en la visión. La niebla se apartó y en medio de los sudores apareció Elías llorando. A su lado estaba Ñiñea. Soñoliento, Chepuá preguntó: «¿Qué tiempo llevo así?» y Ñiñea dijo: «Tres días». Se acomodó en la cama. Elías habló: «Muganga leta za (Que el muganga le cediera el reloj)».

Se lo dio y a las horas volvió a caer con las fiebres. El interior de la cabaña desapareció hasta volverse un vacío negro. Así estuvo hasta que sintió un calor inmenso que empezaba a quemarlo por debajo de la cintura. Entreabrió los ojos. De un pestañazo se apartó las gotas de sudor, que no lo dejaban ver y descubrió que estaba sentado y envuelto en una colcha inmensa. Abajo, de rodillas, estaba su primo con una lata de agua hirviendo y llena de humo. Se le veía asustado y no se había enterado que el enfermo tenía los ojos abiertos. Chepuá notó que las partes se le cocinaban, quiso patear el recipiente, pero no tuvo fuerzas. Entonces miró a Ñiñea y gruñó: «Me vas a matar, hijo de puta».

«Mataron a Luis»

Rogelio Oliva, al centro, funcionario de la embajada de Cuba en Tanzania, y el congolés Godefrei Chamaleso, a quien los cubanos apodaron Tremendo Punto.

Fue una semana con fiebre. En ese tiempo, unos piojos carnívoros —nombrados virulos— se asentaron en la cabeza de Chepuá y ahora sentía las mordidas. Ñiñea lo peló con una máquina de afeitar; y con cada puñado de pelos que se lanzaba a la fogata, los primos veían cómo unos insectos, grandes y redondos, semejantes a unas garrapatas gigantescas, hacían rechinar sus bocas de tenaza antes de ser pulverizados por el fuego.

Los días pasaron y la rutina les fue devolviendo la calma. Ñiñea salía a buscar comida y Chepuá lo esperaba sentado fuera de la cabaña y con el fusil entre las piernas. Ya las tardes eran felices, cuando notaron que algo había cambiado. Elías no era el mismo. Andaba apartado y evadía la conversación con ellos y pasaba ratos mirándolos a distancia. Una mañana lo buscaron temprano y el hijo les explicó que había salido. Cuando le preguntaron por dónde, el niño señaló el camino de entrada, que no conducía al lago sino al embarcadero de Kisosi, donde existía una fuerte guarnición. La desconfianza empezó a devorarlos por dentro; pero acordaron que Ñiñea iría a buscar alimentos y el enfermo lo esperaría en reposo, aunque vigilante.

Che revisando la prensa cubana. Chepúa permaneció acostado bocarriba, atento a los pasos del primo hasta que se perdieron. Se mantuvo en la duermevela, con la respiración cansada y atontado por la resaca de la fiebre. Al cabo de un rato, sintió unos gemidos. El perro de la casa se movía inquieto. Daba vueltas por la cabaña, miraba hacia el camino de entrada y volvía a gemir con impaciencia. «Aquí pasa algo», murmuró el guerrillero.

Ante la cabaña, su primo había levantado un parapeto con troncos de madera. Chepuá se acomodó allí. Delante se extendía un claro con un gran charco de agua que atravesaba el camino hacia las cabañas, que bajaba por una suave pendiente. El perro empezó a ladrar con fuerza y Chepuá montó el FAL. «Jodieron a Luis», pensó con rabia. Por la lomita aparecieron las figuras de varios hombres. Iban vestidos de uniforme y armados con FAL. Parecía una patrulla desplegada en orden de combate, que avanzaba segura a su destino. Chepuá apuntó bien y entonces lo vio entre los ladridos del perro. Elías iba delante, guiando a la tropa por el camino.

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