«Lo del Che no tenía nombre, lo de él era cortar caña y más caña... Estaba obsesionado con que las máquinas funcionaran bien», recuerda Clara Fotos: Nohema Díaz Muñoz y Archivo
Ciro Redondo, Ciego de Ávila.— La casa es un apartamento cerrado en un primer piso. La puerta y las persianas del balcón, pintadas de un carmelita oscuro, permanecen inclinadas hacia adelante, por más que uno ruegue en silencio que una sola se abra un poco.
La mujer que vive allí posee su leyenda en el pueblo de Ciro Redondo. Los azucareros, cuando le preguntan por ella, enseguida asienten con una sonrisa: «¡Ah, Clarita!; sí, ¿cómo no?». Por su parte, los estudiantes de politécnico preguntan: «¿Ustedes no la conocen?; ¿Nunca han hablado con Clara Opizo?»
En febrero de 1963, Clara Opizo Ruiz participó con el Che en las pruebas de las primeras cortadoras y alzadoras de caña, armadas en Cuba. En esos días, ella se convirtió en la primera mujer que manejó una máquina cortadora. Desde entonces, su nombre está en periódicos y libros; y sin embargo no hay ninguna foto de ella con el Che, ningún rastro que le indique a un extraño cómo era esa mujer. Es una especie de gran duda, como mismo se antoja ahora ese apartamento cerrado.
Un vecino aparece en el balcón de al lado. Le preguntamos y responde: «Ella está ahí. Toquen, que ella responde». A los primeros golpes se escuchan los ladridos de un perro y una voz, casi en un murmullo, que avisa: «Va». Y cuando se abre, ante nosotros aparece una mujer bajita, que nos mira con unos ojos juguetones, aunque tímidos, y que pregunta: «Los periodistas, ¿verdad?». Y nos invita a pasar, sin dejar de pedir disculpas. En el patio, atado de una soga, un perrito nos mira. Clara levanta un dedo y advierte: «Usted se queda tranquilo, ¿me oyó?». Recorremos las paredes y desilusión total. Hay una foto de sus hijos Ernesto y Aniuska; él, instructor de arte, y ella, maestra, Premio del Ministro de Educación; pero ninguna foto de Clara con el Guerrillero Heroico.
—¿Y usted no tiene fotos con el Che, Clara?
—No.
—¿Ni una?
—Ni una. Él no entraba en eso. No le gustaban los exhibicionismos.
—Pero hay personas que sí tienen fotos con él probando las máquinas.
—Fueron hechas por algún periodista; pero yo nunca me tomé una foto con él. Que yo recuerde, cuando único quiso tomarse una, fue con unos repasadores de campo, porque trabajaron muy duro a su lado y a pie. Pero los que le pedían una foto, él les decía: “Yo no soy una estrella de cine”.
«Un día vinieron unos periodistas a entrevistarlo. Les preguntó si habían cortado caña y respondieron que no. Entonces les dijo: “Ustedes no han hecho su aporte en esta zafra”, y los mandó a trabajar. Solo cuando terminaron, les dio la entrevista».
—¿Por qué no insistió? Era la única mujer del grupo.
—No, no; no me atrevería. Yo era muy callada, no me gustaba decir lo que hacía y menos con él delante.
—¿Cómo se involucró en las pruebas de las cortadoras?
—Yo era guía de pioneros; lo que pasa es que mi hermano Ramón Opizo Ruiz, que se murió con la medalla de Héroe Nacional del Trabajo prendida en el pecho, además de mecánico era innovador. Monguito me decía: “Dale, que tú tienes que aprender”; y me llevaba a reparar la máquina. Le hizo una innovación. La cortadora tenía dos cuchillas y él le puso otras dos. Era la 501, la que yo manejaba, hasta que el Che se enteró que esa máquina tenía más productividad que las otras y pidió trabajar con ella. (Se ríe con un leve estremecimiento en los hombros, como si recordara algo).
—¿De qué se acuerda, Clara?
—Lo del Che no tenía nombre, lo de él era cortar caña y más caña... En La Norma, en 11 horas de trabajo con las combinadas, llegó a cortar 11 054 arrobas de caña verde. Estaba obsesionado con que las máquinas funcionaran bien.
—¿Usted nunca se había encontrado con él?
—¡Que iba a encontrarme! Ni en sueños.
—Y ese encuentro, ¿cómo ocurrió?
Clara no tiene ninguna foto con el Che, solo «algunas cosas escondidas» le quedan, sobre todo lo que su corazón guarda con tanto celo. —En medio de una gritería. Mi familia vivía en la finca La Norma y el Che llegó por allí a principios de febrero de 1963. Venía a poner a prueba las máquinas alzadoras y cortadoras de caña, que se habían montado en los centrales Venezuela y Patria. Fue por la mañana; se oyeron unos gritos, decían que era Fidel, y yo salí corriendo. Cuando lo vi, grité: “¡No es Fidel, es el Che!” y la gente dijo: “Es lo mismo, muchacha, es lo mismo”. Ese día él se buscó un amigo.
—¿A quién?
—A Mochi, el perrito de la casa. Todos los días, en los momentos de descanso, el Che se sentaba en un cajón en el portal de la bodega y se ponía a jugar con él. Decía que Mochi era comunista, porque tenía un lazo rojo en el cuello.
—De ese primer encuentro, ¿qué le llamó la atención del Che? Algunos dicen que tenía una mirada fuerte...
—Bueno, él era un hombre apuesto. ¿La mirada...?, no sé. Lo que sí tenía un pelo muy bueno; pero a mí lo que me llamó la atención fue que..., óigame: mire que fumaba, ¡pero tenía unos dientes blanquitos!, como si fueran masas de coco. Nunca imaginé que una persona que fumara tanto, llegara a tener unos dientes así, de verdad que no.
—Algunos dicen que era demasiado serio y otros, que podía ser un gran bromista. De acuerdo con lo que usted vivió, ¿quién era realmente el Che? ¿El serio o el bromista?
—A él la única jerarquía que se le veía era el respeto que inspiraba. Amanecía temprano en el campo; se tomaba un buchito de café después de comprobar que a todo el mundo le habían servido, y se ponía a trabajar hasta 14 horas en el surco y no a dar órdenes desde la guardarraya. Lo que sí no aceptaba era la mentira. Era muy difícil que lo engañaran.
—¿Por qué?
—Porque estaba al tanto de todo. Al llegar a una discusión, a veces dejaba que la gente hablara y luego lo hacía él. Entonces una se daba cuenta de que sabía del problema. Ahora, el que tratara de esconderle la verdad o mentirle, entonces sí le echaba una mirada fuerte. Y esos fueron días en los que tuvo que discutir y hablar bastante.
—¿Con quiénes tuvo que discutir?
—Los obreros agrícolas pensaban que con las combinadas se les acabaría el trabajo en la caña. Le hicieron rechazo a las pruebas y el Che tuvo que sentarse a conversar con ellos. Hasta por causa mía el Che tuvo que discutir.
—¿Por usted? ¿Y cómo usted pudo ser motivo de conflicto?
—Por la fama de marimacho que me dieron, mi’jo. ¿Quiénes? ¡La gente de La Norma!, ¿quién más iba a ser? Cuando pasaba manejando la cortadora, los hombres me daban la espalda y las mujeres cerraban las casas. El machismo es terrible. Por poquito me voy de las pruebas.
—Pero usted no se fue, se sabe que siguió hasta el final.
—Fue el Che quien me ayudó.
—¿Cómo?
—Un día que me vio medio retraída. Preguntó: “¿Y a usted qué le pasa?”. “Nada, nada”, le contesté. ¡Ni loca se lo iba a decir! Con la cantidad de cosas que tenía ese hombre encima...; pero él insistió y no quedó más remedio que hacerle el cuento. Me dijo que eso se iba a resolver.
—¿Y de qué forma solucionó el conflicto?
—Se reunió con la gente, sobre todo con los cien hombres que estaban en las pruebas. Les dijo que trabajar con una mujer tenía que ser un motivo de orgullo. Que en una Revolución las mujeres también juegan su papel y que muy pronto nosotras haríamos cosas más complicadas que un hombre. Al principio no lo entendí mucho. Yo tenía 18 años y aparentaba 14.
—¿No se ha quedado con ningún objeto de esos días, Clara?
—Yo tenía la cafetera con la que mi mamá, Delia Ruiz Pérez, le preparaba el café al Che. También una tacita que él usó. Las doné al museo.
—¿Y suyas, no le queda ninguna?
—Tengo algunas cosas escondidas. (Se levanta y trae del cuarto un file hinchado de papeles. Al abrirlo, aparece una revista Bohemia. En la portada hay un titular que dice: “Clara Opizo destruye el mito” y abajo una foto de ella manejando una cortadora gigantesca). Ven qué chiquita era, ni me veía. Todo esto son cosas mías, de aquella época.
—¿No las presta?
—Las prestaba. Ya no; presté mucho y me devolvieron muy poco. Si seguía así, me iba a quedar sin nada; y hay papeles que se deben cuidar.
—¿Y al museo no se les da?
—Lo estoy pensando. Por ahora me han pedido que escriba algunas cosas sobre las pruebas del Che, pero no me han dicho de entregar mis cosas.
—¿Y lo haría?
—(Encoge los hombros). Ya le dije: tengo que pensarlo. Lo que pasa es que una tiene familia, unos hijos que me han salido buenísimos. La hembra es profesora y le otorgaron el Premio del Ministro de Educación. El varón es instructor de arte de la primera graduación. Ellos tienen derecho a un momento de intimidad con las cosas de su madre, ¿no creen? Pero de algo sí pueden estar seguros...
—¿De qué?
—De que los bichos no se van a comer estos papeles. Ni aunque yo me muera. Póngale el cuño.