No puedo más. Las gotas de sudor me corren impúdicas desde la cabeza hasta los pies, entran saladas y sucias en mi boca. De los hombros ni hablar, llevo la mochila cargada de dolores. Controlar la respiración, como me aconsejaron, inhalar fuerte por la nariz y soltar el aire por la boca. No me sale, me estoy ahogando dentro de mis propios pulmones. Lo peor: regresan los retortijones de estómago, otra vez no, por favor. Miro hacia arriba: el sol abrasa, me ciega, apenas diviso una palma, allá pegada a las nubes.
Miro hacia abajo. Ahí está Ariel, el trovador cienfueguero. Jadea como animal herido; suda tanto como yo, pero ahí va, con el doble de esfuerzo: lleva la mochila colgada delante y la guitarra a la espalda. Hace rato no dice una palabra, ya no hablamos: tratamos de ahorrar fuerzas para respirar, para seguir. Cuando teníamos más ánimo, cuando todo parecía puro turismo revolucionario, nos sentamos en una piedra, él le dio tres patadas a su cigarro, mientras yo me comía un caramelo, y filosofamos un poco.
...Locos, estos tipos estaban totalmente locos. Mira que meterse dos años en estas lomas, muchas veces sin comer; y si aparecía la comida, había que cargar los sacos de arroz, de azúcar... más las ametralladoras, las municiones, los heridos. Iban como sonámbulos a la sombra de la luna, o de la espesura del monte. Debían ocultarse de las avionetas de la tiranía, y combatir metro a metro, bala por bala, riachuelo por riachuelo, bebiéndole cada gota al rocío de la madrugada.
Tú sabes lo lejos que está La Habana de aquí. Nosotros vinimos por la Ocho Vías en las Yutong, y nos metimos un montón de horas, merienda, refrescos y pomitos de agua incluidos. Hasta mochilas nuevas nos dio la gente de la UJC; y más que menos todo el mundo trae buenos tenis, botas... Pero ellos, que andaban medios descalzos, lo seguros que estaban de que un día bajarían al llano, atravesarían el país entero, a pie, a caballo, en camiones, en lo que fuera... y a tiro limpio le ganaban la guerra al ejército de Batista.
¿Y el Che?... Con asma y sin sus medicinas, te lo imaginas caminando por estas lomas, con este calor tan poco argentino. Por él estamos aquí... y por el Guille también. ¿No sabías de él hasta ahora? Seguro leíste alguna vez su columna en Juventud Rebelde, la Tecla Ocurrente, uno a veces no se fija en los nombres...
Los caramelitos están feos pero son un vacilón, un poquito de azúcar para el ánimo. Miel no, es demasiado caliente y tengo el estómago reventado. Y tú fumando... cómo vas a cantar allá arriba viejo... bueno... primero hay que llegar allá arriba... Guarda pulmones...
El Guille, Guillermo Cabrera Álvarez, así se llamaba, se llama. Era un fuera de serie. No tenía familia, porque ellos se fueron y él se quedó. Así que se inventó la suya propia, que éramos todos nosotros. Comenzamos siendo sus compañeros de trabajo, sus alumnos, sus lectores; o gente que se encontraba por ahí, y le contaban sus problemas.
Eran montones en la época cuando él llevaba la columna Abrecartas en Granma. Venían a verlo, o le escribían desde todo el país. Lo veían entonces como el defensor de sus derechos, frente a indolentes y burócratas. Y él investigaba con una seriedad tremenda, porque a veces lo querían tupir, no eran ciertas las quejas; y él no paraba hasta llegar al fondo, entonces se enfrentaba con cualquiera.
Pero su virtud era unir a todos, hacernos suyos sin distinción alguna, no importaba si eras ministro, camionero, futuro cosmonauta, o ex cualquier cosa; para el Guille éramos simplemente «flacos», «feas» y «poetas».
A algunos les ponía apodos más personales: «voz de mandarina», «lluviecita», y las «feas», que eran muchísimas, llegaron a tener sus propios números, «la fea 23», «la fea 35»..., cada quien sabía el suyo, pero no los demás, era como un secreto con él. A mí a veces me llamaba «gusano de izquierda», al principio no me gustaba, luego entendí que lo hacía cuando yo me ponía demasiado protestón, criticón...
Agua, alcánzame el pomito que está allá atrás en mi mochila, ¿lo ves?... Ese mismo, el otro es de refresco, pero lo guardo para más allá. Mira el reguero de mangos comidos, esta gente que va delante dejó la mata pelada. Já. Si me como un mango ahora me voy del aire...
El Guille convirtió su oficina de director del Instituto Internacional de Periodismo José Martí en una especie de confesionario colectivo. Siempre estaba acompañado por alguien, por todos nosotros que caíamos de «flay», a cualquier hora del día o la noche, en busca de un consejo, de una frase de aliento, o de un buen «cocotazo» a tiempo. Él sabía cómo dártelo.
No importaba si pasabas días sin verlo. Él se comunicaba con todos. Yo todavía no me he atrevido a borrar nada de lo suyo de mi correo electrónico, que es muchísimo. Lo mismo te mandaba un chiste, un poema de amor, o una declaración del MINREX.
Un día recibí una carta de despedida. Decía que se iba de Cuba, a incorporarse a una guerrilla, en un país que no especificaba. Leí aquello y me quedé pasmado. Yo sabía que era un guevariano del carajo, tenía unas fotos lindísimas del Che en la oficina, pero aquello era demasiado para un hombre infartado y operado del corazón. Comencé a llamarlo a todos lados, para tratar de atajarlo a tiempo, hasta que al fin di con él.
Trató de restarle importancia, pero lo sentí preocupado. Me confesó que yo no era el único que lo había llamado esa noche. Resulta que él había enviado una de esas cosas graciosas que circulan por ahí; pero el chiste estaba al final, en una foto adjunta (que a muchos de los destinatarios nunca nos llegó), donde se veían un montón de mujeres bellísimas, con fusiles y ametralladoras al hombro, y un pie de foto que decía: «esta es la guerrilla a la cual me voy a unir»...
Al fin otro arroyito. Agua fresca para el pomo, para la cabeza, para todo el cuerpo, me la echo toda por arriba, ¡rico!... Martí era un fuera de serie también. Lo del arroyo de la sierra más que el mar, es una verdad más grande que estas montañas.
El Guille sabía muchísimo de Martí, y era una enciclopedia de Hemingway, y del periodismo de ambos. El periodismo era su razón de vivir, y Guillermo jugó tan al duro su papel defendiendo la profesión, que Fidel le puso «El Genio». Ya te imaginas, un Genio bautizando a otro. El Comandante llegaba a los plenos de la UPEC, y lo primero que preguntaba era: ¿dónde está El Genio?, y el Guille se ponía rojo como un tomate. La calva todita se le enrojecía. Él era el tipo más modesto del mundo, pero en el fondo aquello le encantaba.
Fidel sabía, y pudo comprobarlo muchas veces, que Guillermo Cabrera era una fábrica de buenas ideas, de esas que parecen locas al principio, pero que son absolutamente realizables. Y el Jefe vacila eso; mira que encontrarse con otro parecido a él. Uno sentía como que lo retaba, pero el Guille le subía la parada; y Fidel se la volvía a poner más dura, y de nuevo él respondía... Aquello era fascinante, porque todo el mundo sabía que si el Guille se comprometía con el Jefe, él cumplía.
Fue así como convirtió el Instituto de Periodismo, de algo inexistente, de una casona maltrecha en el Vedado, de un montón de sillas viejas y casi vacías, en una institución nuevamente prestigiosa, moderna y provechosa, para periodistas y otros profesionales de Cuba y de muchas partes del mundo.
Oye, ¿dónde está el famoso farallón, compadre?, la pared esa que dicen que uno le pasa por el lado. ¿Después es que viene la lomona grande, no?... ¿No será ésta? ¿Tú estás seguro de que ésta no es la grandona?... Agua, quiero más agua, vamos a parar un segundito...
Lo de la Tecla Ocurrente, fue la obra cumbre del Guille. Convertir su columna semanal en Juventud Rebelde, así de estrechita, en todo un suceso social, es algo increíble. Eso hay que estudiarlo. Los «tecleros» se multiplicaron por toda Cuba, y hasta fuera de ella.
Las tertulias de los ocurrentes empezaron en el «hueco» del Instituto de Periodismo, y se extendieron por todo el país, era una especie de huracán mensual de espontaneidad, inteligencia y amor. El Guille ponía los temas, él los inventaba o alguien se los sugería: lo mismo se hablaba del libro preferido, que de los abuelos, las palabras que más y que menos te gustaban, o del epitafio que cada quien querría para sí... Había que ver aquello, gente que recorría cientos de kilómetros para no faltar.
Lo de Guaracabulla fue una de sus últimas ocurrencias. Dijo: vamos a celebrar el aniversario de las tertulias en el mismo centro del país, y en el mismo centro del año, o sea, el primero de julio de este 2007, a las doce del día. Y el tema sería, precisamente, el centro de la vida de cada quien. Los que fueron cuentan el Guille no dijo cuál era el suyo, cosa extraña porque él siempre participaba, pero nadie le preguntó. La gente lo respetaba mucho. Imagínate, que unos minutos después de concluida la tertulia, cuando ya estaban almorzando, él comenzó a caminar entre las mesas, a conversar y reír como si nada, y de repente cayó. Fue todo. No hubo manera de revivirlo.
Mira, le hemos metido mucho coco a lo que pasó. No hay dudas de que él lo planificó todo. Era tan genio que escogió la mejor manera de morirse. No recuerdo quién lo dijo, pero el centro de la vida del Guille éramos todos nosotros, por eso no quiso hablar en la tertulia, por eso se nos entregó así. Escribieron una crónica esa misma noche, y se predijo lo que sucedería: «los genios jamás se van, los genios no desparecen...»
Vaya, creo que estoy hablando solo, el trovador se está quedando atrás. Hay un descampado, un llanito, menos mal... Pero que va, ahora el sol me da recto en la mollera. Dónde rayos metí la gorra...
Y El Genio no se fue. Aquello que parecía el final, era solo el comienzo. Nadie quiere que la Tecla muera, y mucho menos que las tertulias desaparezcan. Así que ahí andamos exprimiéndonos la cabeza entre todos, para encontrar la solución. Pero yo creo que el Guille nos cantó la jugada, porque cada vez escribía menos en la columna, y hablaba menos en las tertulias: dejaba que nosotros lo hiciéramos por él; nos enseñaba, de esa manera, que la Tecla era cosa de todos, no de él solamente.
Fue así como nos trajo hasta aquí. Porque otra de sus geniales ocurrencias había quedado inconclusa. En este año del aniversario 40 de la muerte del Che, el Guille prefería homenajearlo un día como hoy, en el mismo lugar donde 50 años atrás se sintió «el hombre más orgulloso de la tierra», cuando supo que Fidel lo había nombrado Comandante.
El Guille sabía que todos los tecleros querrían subir a Llanos del Infierno, y por eso inventó el concurso en el periódico: ¿En qué te acompaña El Che en tu vida cotidiana? Respondieron 334 personas de todo el país. Y los ganadores recibieron el premio más anhelado: ahí van, sudorosos, enfangados, extenuados. Vamos tras el Che.
Lo mejor es que Guille aseguró que también subiría, una vez más, a ese lugar mítico y casi olvidado por todos. Nadie sabía cómo, porque con sus más de 60 años, y enfermo como estaba, aquello parecía una locura más, pero ya sabemos que El Genio siempre se las arregla para cumplir lo prometido.
Muchos aún no lo saben, pero aquí viene con nosotros, subiendo estas lomas. Sus cenizas, su «polvo enamorado», cómo él mismo gustaba citar a Quevedo, viaja feliz dentro de la mochila de alguien. Guille que era tan aventurero, que una vez bajó en camilla, infartado, de estas mismas montañas, ahora viene subiendo en una mochila, quieres simbolismo mayor...
Tengo que parar otra vez. Esta loma no tiene fin. Mi corazón late demasiado rápido, pero tengo que seguir. Si no llego cómo escribo de todo esto. Traje la agenda y el bolígrafo desde La Habana, aquí los tengo empapados en el bolsillo, pero solo escribí seis líneas cuando salimos en la Yutong.
Recuerdo que nos pusimos a jugar a descubrir los nombres de las películas, dos bandos, uno por cada hilera de asientos, y me sorprendió que siendo personas tan distintas, y que muchos nos veíamos por primera vez, de pronto estábamos tan unidos. Fue ahí cuando comprendí que lo primordial entonces no era escribir, sino vivir a plenitud cada minuto de esta oportunidad única...
¿Estoy hablando... o acaso vengo pensando en todo esto? ¿Estaré delirando?... Ya no me doy cuenta, no sé siquiera si el trovador me escucha. Parecemos dos almas en pena. Creo que somos los últimos, delante, hay como 70 personas, ¿somos 80 en total no? Qué bochorno, caballo, la mayoría ya debe haber llegado, llevamos como cinco horas subiendo, y decían que eran tres. ¿Y la palma, dónde está la palma?... Ahora es el momento del refresco, la mitad para cada uno, hermano...
De nuevo trepo, o sea, intento cinco o seis pasos más, y no sé si me siento o me caigo, da lo mismo. Los palitroques en la mochila deben estar hecho talco. Total, lo menos que quiero es comer, cargué las latas por gusto, y cómo pesan. Lo que me queda de agua es literalmente una tierrita. Por suerte se me han detenido los cólicos, el sanitario santiaguero pasó por mi lado hace un rato, y me alcanzó una guayabita verde, que me comí de un tirón. Santo remedio, como diría El Guayabero...
Me vuelvo a parar, miro hacia abajo: ¡la palma! ¿Cuándo nos pasó por el lado? Entonces no era el final. Me duele hasta la vida. Ahora sí que ya no puedo más... me voy a caer... No voy a llegar nunca. Che, Guille, me rajé...
¿Voces?, ¿oigo voces? Estoy soñando. ¡¿Me fundí?!... ¡No, no son reales!... Espérate, sí... Son ellos, ¡son ellos!... ¡Llegué!, ¡¡¡Ariel: llegamos, coñoooooo!!!
Todo pasa demasiado rápido. Cuánto de místico hay en este pedacito de Cuba, a no sé cuantos cientos de metros sobre el nivel del mar. Aquí se juntan las cosas, las voces, la gente; todo se mezcla: la historia convertida en leyenda, y ambas devenidas realidad; un llano que no es llano, y sí infierno y paraíso a la vez; un lugar que casi no existía, y de repente es demasiado importante, demasiado pequeño para tantos latidos juntos.
No lo creo, Gilda también está llegando. Yo pensé que no lo lograría. Increíble esta mujer, es mucho más coraje que sus 60 años. Ella dijo que no defraudaría a su esposo, ni a sus alumnos de la CUJAE, y lo cumplió. Muchos la sostuvieron, la ayudaron, pero ella dio sola hasta el último paso. Claro que la aplaudimos. Tania le da un beso, y ambas se abrazan exhaustas y emocionadas.
Los miro a todos. Todos nos miramos sin decir nada: Rosi, Daily, el Yuni, Javier, las dos Yeni, Maggy, Ileana, Martín, Rene, los pinareños, los espirituanos, los santiagueros... nuestros tecleros queridos, la gente entrañable del Instituto, de la UJC y de Juventud Rebelde... Rostros cansados, que descubren las más bellas sonrisas. Entonamos a toda voz el himno de Bayamo, que retumba una vez más en estas montañas invictas. Polanco dice cosas importantes y hermosas, de esas que solo pueden improvisarse en un momento como este.
Ariel, mi compañero de subida, por fin canta, sudor, guitarra y todo corazón. Pudo cantarnos algo suyo, pero sabe aquilatar el momento, y nos recuerda con Silvio, que «el que tenga buen camino tendrá sillas/ peligrosas que lo inviten a parar»... Y, entonces le seguimos todos todos: «nadie se va a morir menos ahoooora»...
Ponemos finalmente la tarja al Che, que trajimos desde allá abajo. Y esparcimos las cenizas del Guille, que caen felices sobre la hierba, en los árboles, en cualquier parte... Es inevitable esconder las lágrimas tras el sudor, porque los ojos lo traicionan todo y lo impregnan todo de esta mezcla de dolor y felicidad.
Es entonces cuando me doy cuenta. El Che nos está mirando, y se está sonriendo, y lanzando alguna palabrota de aliento, medio argentina, medio cubana. Y es el Guille quien le responde, sonrojado, pero decidido, como cuando hablaba con Fidel:
«Ahí está mi verdadera guerrilla. Mírala, es mi columna de rebeldes de estos tiempos. Ellos vinieron aquí a buscarte, y a dejarme a mí. Pero ya les tengo otra ocurrencia: solo mi polvo enamorado quedará en este paraíso de palmas y montañas. Yo también me voy con ellos, me voy dentro de todos ellos: mis feas, mis flacos, mis poetas».