Guillermo junto a Marisol García Cabrera, presidenta del Gobierno de Placetas. Pudiera pensarse que Guillermo Cabrera Álvarez quiso morir en Guaracabulla.
Muchos conocían que su corazón no estaba intacto, que era más grande que su cavidad. Había creado la Tecla Ocurrente, que más que espacio habitual de un periódico, llegó a ser arteria que revivió en sus seguidores lo mejor de los sentimientos humanos, a veces relegados por la prisa y las penurias del diario vivir.
Había sufrido un infarto que lo llevó al salón de operaciones en el Cardiocentro de Santa Clara, donde le salvaron la vida. Por eso decía que tenía dos fechas de nacimiento.
«Yo estoy prestado», decía siempre a sus más allegados compañeros y alumnos, «pero hay que seguir viviendo, desfaciendo entuertos».
Con una pierna hinchada las más de las veces, en ocasiones con bastón, al parecer hacía lo que pedía la Madre Teresa de Calcuta: «Úsalo, pero no te detengas».
Con su Tecla Ocurrente al hombro, inventó un sueño. Por no decir que soñó con un singular invento: dar una tertulia especial de homenaje a un pequeño poblado villaclareño. También para recordar a su amigo, el poeta y maestro cubano Raúl Ferrer, uno de los mejores decimistas del siglo XX.
Ante más de un centenar de tecleros de toda Cuba, y de una representación de trabajadores del diario Juventud Rebelde en ese encuentro, realizado en el círculo social Brisas del Centro, Guillermo explicó el origen de la idea.
«Un entrañable amigo mío, Raúl Ferrer —contó—, tenía un raro poema a Guaracabulla, que a mí me gustaba mucho. Él nació en Yaguajay en 1915 y era maestro de escuela en el central Narcisa, hoy Obdulio Morales. Me contaba que había sido un reto poético, por la rima, armar un poema a Guaracabulla.
«Tiempo después volví a leerlo, busqué en el mapa a Guaracabulla, y me di cuenta de que estaba al centro del país, porque en los versos no se menciona ese detalle. Busqué en el calendario el centro del año y entonces por ahí, como son las ocurrencias cuando son del alma, salió la idea de reunirnos aquí hoy, primero de julio, todos los tecleros del país.
«Esa es la razón por la que un día lancé la pelota, hubo un guante receptor en Placetas y fue recibida por un montón de personas, y aquí estamos».
VOCES DE TECLEROSComo las siete villas primigenias, Guillermo llegó a fundar peñas en varias ciudades del país y prometió que esta idea seguiría creciendo, mientras hubiera personas dispuestas a darle calor. Para eso no había que prepararse mucho, decía él: solo llamar, y la gente de bien acudiría.
A su convocatoria de ternura respondían personas de todas las generaciones, cuyos corazones no querían seguir latiendo a solas. Por eso, de toda Cuba acudieron a la cita de Guillermo decenas de nobles seguidores. Cada cual como pudo.
La primera en arribar fue Nieves Molina. Salió de Las Tunas el sábado, en una guagua Yutong que la llevó hasta Placetas. Llegó a las 2:30 a.m. del domingo. Su esposo, William Rodríguez, que viajó en motocicleta, la alcanzó dos horas después. En la terminal interprovincial se acomodaron en unas sillas, para dormir al menos un rato.
Orgullosa, mostraba un file donde colecciona las Teclas... publicadas en el periódico.
—¿Conoces a alguien en el pueblo?
—No, aunque un compañero mío le habló a un tío suyo que vive aquí, y él me estaba esperando. En su casa tomamos café, nos bañamos, y mi esposo pudo dormir un poco.
Cecilia Martínez viajó desde Santiago de Cuba. Cogió una «botella» a las 6:00 a.m. del sábado y llegó esa noche a Placetas. No conocía a nadie en Guaracabulla, pero eso no la amedrentó.
Fueron muchos. Marleni Muñoz y su hijo Yandier, de 13 años, acudieron desde Cienfuegos. Raisa y sus dos hijas adolescentes, de Ciego de Ávila. Dayani Castro, de Villa Clara. Y «Cañón», el teclero andante, cuentero y decimista, partió desde Holguín.
Ese día, Guillermo nos convocó a pensar en el centro de nuestras vidas, pero aunque prometió contar cuál era el suyo, terminó la tertulia sin revelarnos el secreto. Tal vez lo sepan las aguas del Agabama, a donde lo llevó su escapada matutina un rato antes de llegar al poblado donde sus ojos se llenaron de naturaleza por última vez.
Para Minnelis, que viajó desde Calabazar de La Habana, con su hija de 13 años, en el centro de su vida hay espacio para muchas cosas. Están sus muchachitas en primer lugar. Y también «esa hermandad que ha surgido entre nosotros, los tecleros, que es tan necesaria para los cubanos».
Celima Bernal, periodista y autora de la sección Del lenguaje, en el diario Granma, mencionó un programa que la televisión cubana transmitió hace algunos meses.
«¿Ustedes recuerdan la serie Todos quieren a Raymond? ¡Pues aquí todos queremos a Guillermo!
«Entre las cosas centrales de mi vida —añadió— está la etapa de la insurrección. Es increíble que una época tan dura como aquella, pueda ser recordada como una de las más bellas, porque una se sentía tan viva, tan útil».
Ariel Expósito, El Moro, es un matancero que nunca ha faltado a una Tecla en su provincia. «Nací el 31 de diciembre de 1947. Así que aquí, en el centro del país, en el centro del día, estoy festejando mis 59 años y medio».
Para Yoania Pérez, de Sancti Spíritus, el centro de la vida tiene que ver mucho con el amor. «Todo lo que se hace con amor se convierte en lo principal de nuestras vidas». Y Oscar Padilla, un espirituano que estudia francés en la Universidad de La Habana y que cada jueves «se mata» por comprar el Juventud Rebelde, nos confiesa: «Qué bueno que Guaracabulla va a ser la capital de los tecleros —bromeó—, porque ahora los santiagueros van a tener la capital más cerca».
Entre los amigos y la lluviaAlrededor de las tres de la tarde de este domingo, todos acudieron a almorzar al comedor del centro escolar Enrique Villegas, de la localidad. Aunque despacio, fatigado, Guillermo recorrió feliz algunas mesas para despedirse. Y conversando con amigos, se desplomó.
En medio de la conmoción general, varios tecleros lo cargaron y lo colocaron sobre unas mesas, donde recibió respiración boca a boca e intentos de reanimación. En estado bastante crítico, y con la multitud bloqueada por el brusco dolor, fue trasladado hacia la posta médica del lugar, en desafío a la lluvia que por escasos minutos se adelantó a las lágrimas con las que muchos humedecieron la tierra de Guaracabulla.
Fueron infructuosos los intentos por salvarle la vida. Murió poco después, en medio de la consternación de tecleros y amigos, parte de su única familia.
La sección Tecla Ocurrente, de nuestro diario, era la más leída por los jóvenes, gracias a la prosa romántica y filosófica que en ella desplegaba su autor; a su carga de poesía, y a su invitación a los lectores para que participaran en ella.
Así, el Guille hizo de la amistad, la espiritualidad y la solidaridad, el centro de su vida, con iniciativas que fascinaban a muchos. Murió como quiso. Un hombre tan genial no podía morir de otro modo: viajando y creando, rodeado de aquella tropa numerosa que tanto lo quería. Presentes todos allí, a esa hora, en su última ocurrencia.
Con Guillermo en la carretera
Por Luis Luque Álvarez
«Dime, Guillermo, ¿cómo dormiste?», me interesé. Y él, con una sonrisa: «Horizontal...». «¡Qué coincidencia, yo también!», le devolví la broma en el apretón de manos.
Previamente, el sábado, tras el almuerzo, había sido yo quien le había lanzado la estocada: «Estoy vendiendo un peine», le dije a modo de saludo. «Te lo compro», respondió él, que lo necesitaba menos que nadie.
Era casi mediodía, y el alborozo de la multitud bajo aquellas tejas castigadas por un sol de justicia despertaba la fascinación. El pueblito-mitad de Cuba no es ciertamente un lugar de fácil acceso, pero habían venido decenas y decenas, mochila al hombro, muchos con deseos de «leerles un escrito que hice», y todos con el denominador común de ser amigos. Amigos de Guillermo.
Algunos, no obstante, ya lo eran sin conocerlo personalmente. Entre los que habían zapateado hasta Guaracabulla, figuraba una muchacha que venía a comprobar si se trataba del mismo individuo con el que había conversado afablemente en un campismo, hacía ya algunos años; y otra que llegaba para conocer al «apuesto galán» escondido tras esa ocurrente pared de teclas.
Nadie, en medio de aquel ambiente de calores dobles, imaginó la trastada del final. Yo, de pie, como muchos otros que no alcanzaron aquellos rústicos taburetes, me preguntaba por qué Guillermo no se sentaba. Una hora, dos, y el hombre ahí. Como yo. Como los otros. Explicando, sin palabras, el gesto.
Así, aunque no era un galán, de seguro no defraudó. Tal vez porque le bastaba ser, como el poeta, «en el buen sentido de la palabra, bueno». Y eso deja huella. Un trazo tan notable que hiere a quienes deja atrás.
Pero el hombre, definitivamente, es un ser en camino. Y Guillermo, cuando se despidió, tenía en el rostro el polvo que se pega azuzado por el viento. Quienes lo rodeábamos también veníamos de la carretera, y hacia ella volvíamos.
En ella estamos todavía. Y él, testarudo, con nosotros.