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Participantes en el Levantamiento del 30 de noviembre de 1956 en Santiago de Cuba narran sus vivencias

Autor:

Juventud Rebelde

Fotos: Jorge Luis Guibert y Francisco Hechavarría

SANTIAGO DE CUBA.— ¡Abra paso, la casa está tomada por el levantamiento armado! Limpia y clara como la mañana sonaba la voz de Frank País ante la puerta de la vivienda de dos plantas, ubicada en Santa Lucía esquina a San Félix, en el mismo corazón de la ciudad.

—¿Y yo qué tengo que ver con eso? —le respondió el dueño desde el umbral, un ricachón de apellido Rouseau, entre asombrado y soñoliento.

Quemando el tiempo con las brasas de la emoción aparecen las imágenes ante el combatiente Oscar Asensio Duque de Heredia. Disgustada con su esposo Sussette Bueno, la dueña había ofrecido la casa al Jefe del Movimiento a espaldas del marido.

Pero el día no creía en contradicciones. Poco después de las 6:30 de la mañana, entre la discusión y partida de la pareja, el estado Mayor de la acción tomaba posesión de su Comandancia.

«Frank ordenó distribuirnos en las seis ventanas altas y nos dijo que teníamos que defender esas posiciones si llegaban los guardias. Previamente, Vilma Espín llegó en un carro con los uniformes verde olivo, y todos nos los pusimos», expone, reviviendo los hechos.

Era el amanecer del viernes 30 de noviembre de 1956 y la ciudad de Santiago de Cuba se levantaba temprano. Unos 400 jóvenes, en actitud consecuente con la palabra empeñada y en complicidad con la urbe toda, ponían al día el brazalete rojinegro.

Poco o nada habían dormido. Acuartelados desde el día anterior, el tiempo se les escurrió sigiloso entre el trasiego de las escasas armas, la preparación de los cocteles molotov, la recogida de los compañeros, el contacto con los jefes de grupo, la precisión de los últimos detalles...

«Desde el día 29 —cuenta Oscar Asensio— estuve todo el tiempo con Frank; él mismo me recogió en un carro rojo, en la puerta de la librería El Renacimiento, en la calle Enramadas...

Desde esta casa, sita en Santa Lucía, esquina a San Félix Frank País, al frente de su Estado Mayor, dirigió el levantamiento. «Frank detuvo el auto unas cuantas veces, tras sonar el claxon. Lo estaban esperando en varias partes; a todos les dio órdenes sobre el levantamiento del otro día.

La anécdota que retrata la magnitud del jefe de la acción se hace entonces inevitable en el relato de Asensio. «Fuimos a un almacén, en Carlos Dubois o Barracones, donde tomamos una ametralladora, pistolas y otras armas. Seguimos hacia Trocha y una perseguidora se colocó detrás del carro nuestro. Yo advertí a Frank, que era el chofer, y con una serenidad tremenda ordenó: Si nos dan el alto, disparen. Por suerte, el carro patrullero se despegó del nuestro y siguió de largo».

Más adelante, al subir por Calvario, Asensio observó que el maletero de las armas iba abierto. «Frank descendió, sonrió y lo cerró, mientras varias personas miraban».

Pasarían la noche en un chalet, en Punta Gorda, en el cual, tras otras incursiones organizativas, pasadas las 12:30, estarían todos los integrantes del Estado Mayor.

«A eso de las 6:00 de la mañana nos despertamos y partimos, con Frank al timón...».

FUEGO EN LA LOMA DEL INTENDENTE

Santiago de Cuba era un capullo abierto. Atónitos, los vecinos vieron por primera vez a sus estrechas y empinadas calles vestidas de verde olivo.

«Armas de todos los calibres vomitaban fuego y metralla. Alarmas y sirenazos de los bomberos, del cuartel Moncada, de la Marina. Ruidos de aviones volando a baja altura. Incendios en toda la ciudad. El ejército revolucionario dominaba las calles y el ejército de Batista pretendiendo arrebatarle ese dominio. Los gritos de nuestros compañeros, secundados por el pueblo, y mil indescriptibles sucesos y emociones distintas...». Así el mismo Frank País describiría lo sucedido en el periódico Revolución, órgano del movimiento insurreccional.

En la estación de la policía de Batista de la Loma del Intendente un grupo de 41 compañeros, dirigido por Pepito Tey, hostigaba a los sicarios. Disparos, cocteles molotov...

Josué de Quesada Hernández. Josué de Quesada lo vivió. «Yo participé en el asalto a la estación de policía de la dictadura, bajo las órdenes de Otto Parellada».

«En la madrugada, Otto nos reunió y explicó nuestra misión. Íbamos a atacar la estación de policía por la parte de atrás; otro grupo de combatientes, dirigidos por Pepito Tey, lo haría por el frente.

«Dijo que no podíamos ir todos por la falta de armas, y se seleccionaron 15 compañeros. A mí me dio la misión de ser el granadero del grupo. Le pregunté qué era eso y me comunicó que iba a lanzar las granadas, las bombas y los cocteles molotov, y que sería apoyado por Nicolás Rizo y Eugenio Rodríguez. También me dijo que si él caía en combate no lo recogieran y que siguieran combatiendo hasta el final, y así ocurrió».

Entre vivas a la Revolución y gritos de ¡Abajo Batista!, respondidos por el pueblo, llegaron los combatientes a la estación. Desde el patio de la escuela aledaña empezaron a caer los cocteles molotov. Los disparos de ambos grupos se cruzaban y se estrellaban contra las paredes... Las explosiones, con ayuda del aire, diseminaron las llamas... y rápidamente el edificio ardió.

La calle Padre Pico, al decir de Josué de Quesada, era un mar de plomo. «Después del combate tuvimos que cruzar de una acera a otra a gran velocidad, derrumbando la puerta de una casa. Nos subimos a los tejados de las casas aledañas y fuimos atacados por los disparos de un avión Catalina, pero no nos hirieron...

«Cuando habíamos cruzado siete u ocho techos, de una de las casas nos llamó un hombre de cierta edad, nos pidió que bajáramos y nos ayudó. Nos entregó camisas y pantalones a los cinco compañeros. Así salimos a la calle».

EN LA BRUMA, LA LIBERTAD

Entre las brumas del amanecer, otro grupo de 19 combatientes atacaba la Policía Marítima, en la Avenida Lorraine, hoy Jesús Menéndez. Tras liquidar la posta, los atacantes tomaban la estación, ocupaban las armas y se retiraban. En Porfirio Sánchez Valiente y Aguilera se asaltaba la armería de la ferretería Dolores.

Apenas aclaraba el día y seis jóvenes aguardaban en el parquecito de Paraíso y Trocha. Esperaban un camión del Movimiento, donde venían las armas largas que les entregarían.

«Tomaríamos una base de ómnibus en Sueño y emplearíamos parte de los vehículos en la obstrucción de las calles, en la que sería la acción más importante: el cerco al cuartel Moncada».

Medio siglo después, la voz de Israel Martínez Álvarez cobra matices nuevos mientras narra. «En eso frenó una microonda, con esbirros bien armados... Solo uno de nosotros escapó. Los otros (cinco) fuimos metidos en el vehículo y nos dijeron que estaban atacando la estación de policía».

«Dos cuadras antes de la policía, en la Loma del Intendente, nos bajaron. Aquello estaba en candela, y los esbirros del carro avanzaron escudados en nosotros».

Obligados a caminar con las manos detrás del cuello, fueron metidos en un calabozo de la estación.

TRAS EL CERCO DEL MONCADA

Un disparo de mortero era la señal para el inicio del bombardeo al cuartel Moncada, la acción más estremecedora preparada para ese día. El objetivo era inmovilizar el Ejército, pero la detención de muchos de los involucrados impidió materializar el cerco.

Jesús Manuel Sánchez Guerrero, Manolito, como todos le conocen, tenía entonces 15 años recién cumplidos. Era uno de los más bisoños participantes de las acciones del 30 de Noviembre y hoy recuerda cada detalle de su participación en la confección de cocteles molotov, las incendiarias armas que vestirían la ciudad de fuego, y también sobre lo ocurrido en las cercanías de la fortaleza militar.

El mortero se emplazaría en un montecito. Seis revolucionarios constituían la dotación del arma. El único que sabía manipularla era Léster Rodríguez.

Los comprometidos marcharon temprano, en pareja, hacia el lugar convenido, pero varios de los participantes, entre ellos Léster y Josué País, fueron detenidos por los esbirros.

Oscar Asensio Duque de Heredia. «En virtud de que los del Movimiento nos acuartelamos en distintos lugares la noche anterior —explica Sánchez Guerrero— muchos de los familiares, de madrugada, llamaron al cuartel Moncada y a la Policía, para saber si estaban detenidos. Eso, por supuesto, hizo sospechar que algo raro pasaba y extremaron la vigilancia. Por eso los mencionados fueron apresados».

Las acciones, no obstante la detención de muchos compañeros, se iniciaron con el parqueo de vehículos y otros obstáculos ante la fortaleza militar, coinciden los protagonistas. La mayoría se parapetó en el Instituto de Segunda Enseñanza y desde allí resistieron hasta que fue posible.

Las áreas aledañas al Instituto de Segunda Enseñanza serían testigos del tiroteo más largo del día. Por órdenes de Frank País, según contaría después Oscar Asensio Duque de Heredia, horas más tarde se trató de recuperar el mortero emplazado en sus cercanías. La acción sería infructuosa, dada la participación del Ejército, pero en todas las áreas aledañas al Moncada otra vez se oyó cantar el himno de la Patria.

UNA SEÑAL POR EL FUTURO

La madrugada es un gesto; la ciudad, una huelga. Más de sesenta presos escapan de la cárcel de Boniato y muchos de ellos se incorporan a la lucha. El ardor llega hasta los hoteles, la catedral, las calles, los edificios...

Santiago de Cuba se vistió de fuego. Atrás quedan arduas jornadas de preparativos en las fincas Cerca de Piedra y El Cañón y otros sitios de la ciudad; las reuniones de Frank País, responsabilizado como jefe de acción nacional del Movimiento, con los jefes de células; la obtención de armas, las prácticas de tiro, la confección de uniformes...

El 27 de noviembre de 1956, en la casa marcada con el número 358, en la calle San Fermín, Arturo Duque de Estrada, secretario de Frank País, quien se ocupaba de la correspondencia y los mensajes, recibiría un telegrama procedente de México con el siguiente texto: «Obra pedida agotada, Editorial Divulgación». Era la señal para el levantamiento.

Los propósitos de la acción, cuidadosamente diseñada, eran claros: el apoyo insurreccional al desembarco del yate Granma, al atraer la atención del enemigo sobre Santiago de Cuba, haría más fácil el arribo a costas cubanas de la expedición comandada por Fidel Castro.

En el logro de ese objetivo participaron varios puntos del oriente cubano. En Guantánamo, Julio Camacho Aguilera lideró las acciones; integrantes del Movimiento poblaron de obstáculos las carreteras de Holguín, Manzanillo y Santiago de Cuba; en Manzanillo, Celia Sánchez organizó grupos para la llegada de la expedición; en Puerto Padre, un comando asaltaba un polvorín...

Frank País refirió lo ocurrido aquel día en la edición clandestina del periódico Revolución, órgano oficial del Movimiento 26 de Julio, correspondiente a la segunda quincena de febrero de 1957:

«La población entera de Santiago, enardecida y aliada de los revolucionarios, cooperó unánimemente con nosotros. Cuidaba a los heridos, escondía a los hombres armados, guardaba las armas y los uniformes de los perseguidos; nos alentaba, nos prestaba las casas y vigilaba el lugar, avisándonos de los movimientos del Ejército. Era hermoso el espectáculo de un pueblo cooperando con toda valentía en los momentos más difíciles de la lucha».

En horas del mediodía la tiranía recibió refuerzos, se multiplicó su superioridad en hombres y armas, sin que tuviera lugar el desembarco, como se esperaba. Desde su Estado Mayor, Frank País ordenó la retirada.

El levantamiento no cumplió su objetivo principal, al no coincidir con el desembarco por dificultades presentadas por el yate en su travesía, pero estremeció al régimen y sembró la esperanza de un pueblo dispuesto a luchar.

Protegidos y ayudados por el pueblo, los revolucionarios se replegaron, aunque ni toda la solidaridad de Santiago de Cuba pudo evitar que los detenidos sumaran cientos en días posteriores.

En el camino quedaba la sangre joven de Pepito Tey, Otto Parellada y Tony Alomá. «Jamás pensé que fuera a pasarle algo, pues creía que mi cariño, mi amor, lo protegería y ya usted ve...», diría años después la esposa de este último, sabedora de la decisión del mártir de luchar por la libertad.

El viernes 30 de Noviembre de 1956 Santiago de Cuba asaltó el amanecer. Fue ardor, en nombre de la vida y la esperanza. Durante varias horas, en distintos puntos a la vez, se vio deambular la libertad.

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