A.G: Hace diez años una colega suya me tildó de homosexual reprimido y desde entonces llevo esa cruz. Jamás me he sentido atraído por ningún hombre. En cambio, me apasionan las mujeres. Vivo analizándome, evitando mirar a los hombres y sigo preguntándome cómo es que su colega pudo ver en mí a un homosexual reprimido.
¿Por qué sigue dándole valor a una opinión que no lo representa? ¿Por qué hasta ahora no ha hecho más que buscar la veracidad del juicio de mi colega (supongo que se refiera a una psicóloga en un contexto profesional), en lugar de cuestionar su valoración o preguntarle directamente las razones por las cuales la emitió?
Los gustos e inclinaciones que nos describe en su carta lo catalogan como heterosexual. Imagino que el término «reprimido» lo impulse a seguir buscando como si se tratase de desenterrar algo desconocido. Lo que se reprime suele funcionar como un saber que se quiere ignorar sin éxito, dado que nos mortifica a través de sueños, equívocos al hablar y actuar, chistes o síntomas. Por ejemplo, que usted se hubiese sorprendido, deleitado por la belleza masculina aunque luchase contra ello.
Tampoco somos homosexuales por haber dudado de nuestra orientación sexual alguna vez. De hecho, en la adolescencia es común preguntarse si se gusta de uno u otro sexo, e incluso tener alguna experiencia erótica homosexual. Nada de ello define la homosexualidad, que se refiere a un deseo erótico realizable preferentemente con personas del mismo sexo.
Los profesionales también se equivocan, aunque sus actos tengan efectos tan lamentables y duraderos como su desasosiego. No obstante, lo que me parece cuestionable es su disposición a seguir cargando con la cruz por lo que no hace, que dicho sea de paso, tampoco es un pecado.
Mariela Rodríguez Méndez, máster en Psicología Clínica y Consejera en ITS y VIH/sida.