Benito era un anciano de rostro vivaz y risa fácil. La madrugada del 4 de enero de 2004 la curiosidad de un taxista ante la presencia de una mujer que viajaba sola, procedente de La Habana y que se dirigía al poblado de Baraguá, en el sur de la provincia de Ciego de Ávila, resultó ser la clave que me permitiría disfrutar, una más, de las extraordinarias experiencias que me ha deparado en los últimos cinco años indagar acerca de la significación, para la identidad cubana de los casi 700 000 caribeños venidos desde Haití (500 000) y las colonias británicas, francesas y holandesas en el mediterráneo americano, entre 1917 y 1931, atraídos por una economía azucarera en expansión.
Cuando el taxista supo que me dirigía al barrio de los jamaicanos, en Baraguá, quiso compartir conmigo su conocimiento de primera mano sobre los haitianos que radicaban en el antiguo central Stewart (hoy Venezuela), lugar en el que nació y creció.
Como buen cubano, me prometió que a mi regreso me llevaría a conversar con Avión, un haitiano que vivía en el caserío rural de Vila, en las cercanías de la ciudad de Ciego de Ávila, tenía más de 120 años, una fortaleza excepcional y no usaba zapatos.
Una vez que hube terminado mi trabajo en Baraguá el taxista cumplió su promesa y me llevó a la casa de Benito Martínez Abogán.
Mi sorpresa no fue poca. Llevaba una cámara con la que pensé darme por satisfecha si lograba, al menos, tomar imágenes de un hombre que estaba por cumplir 124 años.
UN HOMBRE QUE SABE LLEVAR SU POPULARIDADSin embargo, cuando le expliqué al anciano de rostro vivaz y risa fácil mi intención de entrevistarlo, mostró total disposición. La compañera que lo cuidaba sugirió que se cambiara las ropas. Mientras se vestía para la ocasión tuve la oportunidad de curiosear en la sala de la humilde morada. Allí hallé respuesta a la naturalidad con la que Benito aceptó ser entrevistado. Dos enormes carteles y numerosas fotos evidenciaban que desde hacía mucho tiempo el más que centenario haitiano era objeto de la admiración de periodistas y empresas turísticas.
Hombre de buen carácter, conversador, gracioso y pícaro, parecía disfrutar con el asedio de que era objeto. No era de extrañar. Supongo que hacía más de 20 años lidiaba, gustoso, si no con la fama, al menos con la popularidad.
Mostrando familiaridad se dejó colocar el micrófono y se acomodó en un sillón ante la cámara. Pero tanto o más asombrosa que su fornida imagen fue la conversación que sostuvimos. Con soltura y precisión respondió a mis preguntas. Reconoció con una amplia sonrisa cuándo había olvidado algo. Jaraneó y mostró su picardía cada vez que tuvo ocasión.
A CUBA EN BUSCA DE LA VIDAEntonces supe que, nacido el 19 de junio de 1880, en la primera república fundada por africanos esclavizados en América, a los que se les hizo pagar el más alto precio por la osadía de conquistar su libertad, había llegado a Cuba en 1925. Él era una de las víctimas del ensañamiento con que las potencias capitalistas castigaban a Haití. La república haitiana debió indemnizar a su ex metrópoli por la escandalosa suma de 65 millones de francos, así como enfrentar el hostigamiento de potencias como Inglaterra y Estados Unidos.
El haitiano que tenía frente a mí había llegado a Cuba a diez años de iniciada la ocupación estadounidense de Haití, que duraría hasta 1934. Él fue uno de los 500 000 haitianos que emigraron a nuestro país atraídos por la posibilidad de ganar dinero con el que comprar una pequeña finca en la tierra de origen —a «buscar la vida», como me confesó—. Me contó que vino con otros de los muchos «muchachos» que eran reclutados por enviados de las compañías azucareras, generalmente estadounidenses, radicadas en la mitad oriental de la isla de Cuba.
Como era usual, llegaron en barco al puerto de Santiago de Cuba. En poco tiempo fue llevado de la finca de Ramón Castro, en Birán, donde cortó caña dos meses, al central Jobabo (hoy Perú), en el entonces municipio de Victoria de las Tunas. Ese mismo año de su llegada, finalmente, se estableció en las cercanías de la ciudad de Ciego de Ávila.
Cortó y alzó caña para los centrales Baraguá (Ecuador) y Punta Alegre (Máximo Gómez).
En el tiempo muerto sus conciudadanos que estaban radicados más cerca de la provincia oriental caminaban hasta las montañas a la zafra del café. Benito se empleaba en la limpia y siembra de caña, en la guataquea de viandas, en el fomento de sitios, en la chapea de potreros. También acarreó piedras en tiempos de Machado para la construcción de la Carretera Central, que pasa cerca del caserío de Vila, en el que ha residido por más de 80 años.
CÓMO VIVÍA UN HAITIANO AQUÍEl bembé es una de las tradiciones haitianas integrada a la cultura e identidad cubana. En ese itinerario, generalmente realizado a pie, conoció la vida en el barracón, que en pleno siglo XX rememoraba los horrores de la esclavización del africano en América. Pero en Vila, nueve de las familias formadas por haitianos parecen haber reproducido la práctica habitacional del campo haitiano: el lakú. En un bohío, construido por él mismo, Benito, que se mantuvo soltero y no tuvo hijos, me contó que vivió junto a sus vecinos, con los que se alegraba en el bembé.
Me dijo que en esas fiestas religiosas mataban chivos y gallinas, bebían licores expresamente elaborados para la ocasión y encendían velas para que los santos «lo ayuden a uno». Con cierto dejo de tristeza comentó que ya todos habían muerto. Solo les quedan sus ahijados haitiano-cubanos, hijos de su amigo Daniel, haitiano como él.
Con su peculiar sabiduría me explicó el sentido esencial del vudú: el culto a los ancestros. Si se complacen los gustos que los parientes fallecidos tenían en vida, ellos que están «allá arriba y todo lo ven» ayudan y cuidan de los suyos.
Con orgullo me señaló las palmas, las matas de aguacate, plátano, mango, el algarrobo..., que plantó con sus propias manos y que rodean su casita, marcando el espacio donde hasta no hace mucho mantenía el sitio en el que sembraba las viandas para su alimentación y para regalar a los que lo necesitaran.
¿CÓMO ES HAITÍ?Igual que Cuba, me respondió presto. Para demostrármelo nombró las viandas y frutas que se dan por igual en Cuba y en Haití. Y me aclara que, por supuesto, en ambas partes hay que trabajar.
Cada vez que Benito se refirió a los uno y mil trabajos que hizo en la agricultura, tanto en Haití como en Cuba —pues llegó aquí siendo «gande»—, repite con orgullo que él es «candela trabajando». Tan es así que no se sabe quién ni cuándo lo bautizaron, por segunda vez en Cuba, como Avión, el hombre que sin zapatos recorría a toda velocidad enormes distancias y ejecutaba duras faenas en breve tiempo. Su primer bautizo cubano lo había hecho Luis, un carretero de Ciego de Ávila, en el mismo año de 1925.
Benito me reveló su secreto. Había vivido 124 años porque comía muchas viandas y trabajaba mucho. Aunque le gustaba mucho la carne de puerco, solo la comía cuando la había, igual que el pollo y la leche.
A pesar de «esta pata jodida» (inflamada y adolorida) se sentía tan saludable que, me dijo, se moriría cuando Dios quisiera; pero que no sería pronto. Disfrutaba de considerarse el hombre más viejo del mundo.
Como hombre de vida sencilla, no tenía grandes gastos. Además, como siempre acostumbró a ayudar a todos, todos lo ayudaban ahora que no podía trabajar en su sitio. Así que el dinero de su pensión lo guardaba para ir a Haití, «pero solo de visita». Quería ver a la familia. Aunque su mamá, su papá y sus hermanos murieron, todos los haitianos son su familia. Y todos los cubanos eran sus amigos. Él sabía que Fidel y Raúl lo conocían, los podía ver en la televisión. Pero quería saludar al presidente Aristide.
MENSAJE PARA FIDELLe propuse a Benito enviar, si lo deseaba, un mensaje al por entonces presidente haitiano Jean Bertrand Aristide. No fui capaz de estimular en él el uso del creole. Pero aprovechó para reiterar su deseo de visitar a Haití utilizando el argumento de que él, sus padres y su familia toda eran haitianos.
Fidel y Raúl fueron referencias reiteradas en la conversación con Benito. Los consideraba sus padres. Como ellos le proveyeron una casita decorosa, con televisión y refrigerador, cuando él muriera, nadie la puede tomar; solo ellos podrían disponer de sus bienes.
Para Fidel, específicamente, una recomendación cargada de sencillez y sentido: «Sigue pa’ lante. No te quejes, tienes mucha gente para ti».
Así llegaba a su fin la conversación con el hombre de 124 años que en un alarde de picardía me dijo, entre risas, que le gustaba pelear gallos; pero no por dinero. Pues, como a todo haitiano, «A mí me gusta que en mi casa cante el gallo».
*Investigadora de la Universidad de La Habana