La tecla del duende
Las historias de pasiones pospuestas, de batallas campales contra la suerte, animan y animarán siempre nuestros pasos. Esta es la de la Dulce María, esa mujer de temperamento y letras únicas, que habitó para dicha de todos la historia cubana. Entrevistada por el investigador Aldo Martínez Malo, en 1993, respondió la dama...
Conocí el primer amor a través de un hilo telefónico, a través de una voz desconocida que venía por aquel hilo y que habría de convertirse con el tiempo en el «fatasma de mi oído». Aún sigue siéndolo cuando ya la boca que la articulaba se ha desecho bajo la tierra. Tenía entonces 17 años y no era fácil llegar a mí. Siempre estuve muy guardada porque los míos pensaban que solo desgracias podrían sobrevenirme del trato con el mundo. Pero debo aclarar algo que no todo el mundo conoce: y es que si bien Pablo Álvarez de Cañas fue mi primer amor y mi primer novio, no fue, sin embargo, mi primer esposo. Muchos años después de conocerle, de luchar en vano con la terrible oposición de mi familia (...), muchos años, en fin, después de despedirme de él (creía yo para siempre), contraje matrimonio con mi primo Enrique de Quesada Loynaz. Este matrimonio solo significó un cambio de clausura, lo cual después de todo no me importó mucho, porque siempre he creído que yo hubiera hecho una buena monja. No de las de ahora que juegan tenis y manejan automóviles, sino de las antiguas. Aun voy a añadir, tal vez para sorpresa de muchos, que aquellos siete años que duró mi matrimonio y mi reclusión en una preciosa quinta colonial llamada La Belinda (ubicada en las afueras de La Habana), en medio de una gran paz y en pleno contacto con la naturaleza, fueron siete años perfectos. Lo fueron hasta que un día me di cuenta de que me iba haciendo vieja, que había vivido siempre para los demás y había escrito muchas cosas que nadie leía y aún no sabía si tenía yo misma otro destino que cumplir en el mundo (...) Y tras sostener una gran lucha (esta vez conmigo misma y fue la más dura de todas), pedí a mi esposo que me devolviera la libertad, y así lo hizo...
—¿Qué sucedió después del divorcio?
Decidí hacer lo que se hace en estas circunstancias, emprender un largo viaje, y las tierras escogidas fueron las de Sudamérica que aún no conocía, y esa fue la oportunidad que aprovechó el hombre que había sido mi primer novio, para seguirme por todo el continente (...) Él permanecía soltero y había jurado no casarse con nadie más que conmigo (...) Así, pues, comprendí que había sido inútil oponer tantos obstáculos y por tantos años a la fuerza del destino, y al regreso de aquel viaje me casé con él (...) ya éramos muy mayores, él tenía cincuenta y tres años y yo estaba próxima a cumplir cuarenta y tres. Habían transcurrido 26 años, dos meses y 18 días desde la lejana tarde en que nos conocimos allá por el año 1920.
No existe nada más interesante que la conversación de dos amantes que permanecen callados. Achile Tournier