Los que soñamos por la oreja
Me parece que fue ayer cuando en casa del tecladista Esteban Puebla, hace más de 30 años, escuché por primera vez el disco I.O.U., del guitarrista inglés Allan Holdsworth. Estoy convencido de que pocos fonogramas me han impactado tanto como aquel álbum, signado por un estilo de improvisación que tardé mucho tiempo en llegar a comprender.
Por esa época, en la vivienda de Esteban, me reunía con músicos como los guitarristas Manuel Trujillo y William Martínez, el baterista de origen chileno Alejandro García, el bajista Luis Manresa y el extraordinario multinstrumentista Pucho López. Él fue quien me hizo entender las esencias del modo de tocar de Holdsworth a través de repetidas audiciones de materiales discográficos como Road Games, Metal Fatigue, Atavachron, Sand y Secrets.
Cierto que Allan, antes de iniciar su carrera como solista con la grabación de Velvet Darkness, fonograma registrado en 1976 y del que él renegaba, ya tenía una interesante trayectoria por su participación en bandas como Igginbottom, Tempest, Nucleus, Soft Machine, The Tony Williams New Lifetime, Gong y UK, pero tales andanzas solo pueden ser vistas como una etapa de formación, de búsqueda en lo que sería un estilo interpretativo y de ejecución sencilla y llanamente inigualable.
Por supuesto que el innovador modo de asumir la música por parte de Holdsworth llevó a que en un momento dado se le considerase muy roquero para las emisoras de jazz y demasiado jazzístico para los consumidores de rock. Justo en esa riquísima mixtura de géneros y estilos por él cultivados desde una concepción armónica muy abierta y rompedora de estereotipos, radica una de las grandes virtudes de este maestro del instrumento de las seis cuerdas.
Un segundo aspecto que hizo de Allan un referente universal como instrumentista viene de la mano de su incesante indagación por los caminos de nuevas e innovadoras sonoridades tímbricas. Su vínculo con la tecnología de punta aplicada a la música lo conduce a ser uno de los propulsores de la utilización de la SynthAxe, un instrumento electrónico semejante a una guitarra, pero con otras posibilidades a la hora de emitir notas y acordes, como se comprueba en Atavachron, primer disco en que él usa la SynthAxe.
Ahora, desde el domingo pasado, los admiradores de Allan Holdsworth estamos consternados ante la inesperada noticia de su muerte a los 70 años de edad. Cientos de comentarios han circulado por Internet a propósito del penoso suceso. Personalidades como Peter Frampton, Steve Lukather, Joe Satriani y Eddie Van Halen han ponderado las virtudes del fallecido y han vuelto a salir a la luz afirmaciones del pasado, como esta de Van Halen en la que se dice: «Allan es el mejor y tan condenadamente bueno que no le puedo copiar nada».
El trabajo de Holdsworth como solista es de tanta importancia, que en numerosas ocasiones se pasa por alto el hecho de que él colaboró en álbumes de disímiles figuras y diversos estilos, que van desde el jazz tradicional, el free jazz, el acid jazz, la música electrónica y hasta el metal progresivo. En tal sentido, yo pudiera enumerar aquí múltiples ejemplos, pero me limitaré solo a algunos de los que más guardo en mi memoria. Entre ellos están los discos Feels Good To Me, One Of A Kind, Hell’s Bell’s, Master Strokes, con su viejo amigo el baterista Bill Bruford; Truth In Shredding, con el guitarrista Frank Gambale; Guaranteed, con la banda Level 42; y los llevados a cabo con el violinista francés Jean-Luc Ponty, o sea, Enigmatic Ocean, Individual Choice, Le Voyage, The Jean-Luc Ponty Anthology y The Very Best Of Jean-Luc Ponty.
Aunque de seguro muchos en nuestro país no tienen la menor idea de quién es Allan Holdsworth y de lo que ha representado en la música desde su debut en 1969, puedo asegurar que con su muerte se marcha uno de los nombres en verdad grandes de la guitarra internacional, que ha ocupado las portadas de revistas y periódicos durante décadas. No sin razón, uno de los comentarios que por estos días ha motivado más opiniones en la red es el que afirma: «Hunter S. Thompson, periodista y escritor estadounidense tenía razón cuando dijo: “El negocio de la música es una trinchera de dinero cruel y superficial, un largo pasillo de plástico donde ladrones y chulos corren libres, y los buenos mueren como perros”. A lo que añadiría, lo mediocre y lo banal son celebrados y remunerados, mientras que los sublimemente dotados y siempre buscadores son rutinariamente marginados».