Los que soñamos por la oreja
A nadie que se dedique a estudiar el panorama sonoro de nuestros días, le resultará ajena la idea de que hoy vivimos un intenso proceso de mixtura entre las formas musicales, en el que muchas de las oposiciones que con anterioridad sirvieron para pensar y realizar la música, pierden buena parte de su vigor. El ethós musical que comparten la mayoría de los subgéneros agrupados en torno a la electrónica es el reflejo de esa hibridación, la creencia firme en la disolución de las fronteras estilísticas y su puesta en práctica, en un caos creciente y feliz.
Por lo anterior, cuando escuchamos uno de los trabajos producidos por un DJ, más que disfrutar de una terminada e intocable obra, deberíamos pensar que estamos ante un corte u otro track dentro de esa colección, siempre provisional e incompleta, de recursos (sónicos) que deben ser reorganizados y conectados sin cesar al flujo potencialmente interminable que trae consigo —o debería traer—, la experiencia de la creación.
Claro que si revisamos la historia de la música, llegaremos a la conclusión de que el arte de mezclar existe desde siempre y que en dicho sentido, de un modo raro pero comprensible, Mozart resulta un pariente lejano de la figura del actual DJ.
Como Ariel Kyrou demuestra en su formidable libro Techno rebelde: Un siglo de músicas electrónicas, esta clase de creación es más efectiva y de mayor grado de disfrute, cuanto más impura sea. Por ello, el investigador expresa: «el ritmo y textura chocan frontalmente, una y otra vez, contra la composición; una maquinaria sin alma se enfrenta a una serie de ideas tradicionales sobre belleza y estética hasta recomponer sus sentidos».
Igualmente, si seguimos el devenir histórico de la música electrónica, nos percataremos de cómo en esta la figura del autor se ha transformado, sobre todo a partir de la democratización del sampling. Así, en proporción con el hecho de la ganancia en amplitud de la música a tenor de las aportaciones tecnológicas, encontraremos que la distinción entre autor y público empezaría a desaparecer.
Tal proceso se da de manera singular en la electrónica, porque en ella el ser o no competente desde el ángulo musical, no tiene que ver ya con una educación especializada, sino más bien con una formación politécnica.
Esto trae aparejado que el hacedor de música electrónica está obligado a pensar acerca de su posición en el proceso de producción, el cual es determinante. La constante labor de recombinar material sonoro preexistente y la utilización de recursos como «el corte y pega» motiva que la práctica de semejante forma de creación devenga un activo agente para guiar al que escucha hacia el terreno de la producción.
Como afirma el español Leónida Martín Saura: «Si la música electrónica clama por una noción de creación menos personalizada, lo hace porque sabe que sin desmontar el cerco que rodea a la autoría, la música no fluye, es decir, no cambia ni nos hace cambiar a nosotros». Ello sucede porque uno de los instrumentos fundamentales a los que echan mano el techno y el house es la copia o apropiación, asumida como forma específica de creación y que, por tanto, todo el tiempo es potenciada. Así, lo que pudiésemos llamar «bastardización», a la postre resulta positiva, productiva y progresiva.
Afín con semejante postulado, en su mayoría, en el campo de la electrónica las ideas surgen de anónimos procesos de creatividad colectiva. Ello se verifica, por ejemplo, al pensar en la génesis del acid house en el Chicago de mediados de la década de los 80, donde es imposible establecer quién fue el que llegó por primera vez con la idea o cuándo cristalizó exactamente el estilo.
Tras la lectura del libro de Ariel Kyrou al que ya hice referencia, uno llega a la conclusión de que el techno y el house están hechos de collages, errores y manipulaciones. En verdad, en el universo de la música popular urbana, una de las escenas con mayor complejidad en el presente es la de la electrónica, pues la misma no tiene un único padrino, sino que sus ancestros se integran por un variopinto conjunto de padres conocidos o desconocidos, tíos desaparecidos en el camino o abuelos de los que nada más se supo.