Lecturas
«Siempre estuve dispuesto a batirme con cualquiera. Claro, en aquellas circunstancias en las que creía que yo tenía la razón», aseveró el esgrimista Ramón Fonst, el llamado Zurdo de Oro, a la revista Bohemia a finales de 1958. Podía hacer gala de los 12 torneos internacionales que había ganado sin que lo «tocaran», y de las 135 medallas acumuladas en su vida deportiva. Había recibido, entre otras muchas distinciones, la Orden Nacional Carlos Manuel de Céspedes, en el grado de Gran Cruz (máxima condecoración entonces del Estado cubano), y era Caballero de la Legión de Honor de Francia.
¿Su lance más importante?, inquirió el entrevistador. Con el esgrimista francés Adolfo Kerchofler, respondió el hombre que revolucionó los cánones espadísticos de su tiempo. Habían tenido diferencias en Francia y aprovechó la ocasión de la estancia de aquel en La Habana para que le diera explicaciones o lo enfrentara en el campo del honor para dirimir el problema por medio de las armas.
«¡Sorpresa! Recibí de Kerchofler una respuesta inesperada. En un acta que suscribieron mis representantes, los señores Carlos Mendieta y Orestes Ferrara, ambos coroneles del Ejército Libertador y figuras prominentes de nuestra vida política, se deshacía en explicaciones y disculpas».
Pero días después supo el cubano que el francés andaba diciendo cosas desagradables acerca de su persona, y Mendieta y Ferrara vuelven al hotel Inglaterra, donde se aloja el sujeto. Lo encuentran en el vestíbulo, ofrece a los padrinos de Fonst una explicación improcedente y se precipita escaleras arriba para refugiarse en su habitación. Mendieta y Ferrara le dan alcance y lo fulminan con una frase lapidaria: «Usted es un cobarde».
Los padrinos, de inmediato, remitieron una carta a su representado dándole cuenta de lo sucedido e informándole que daban por terminada su misión. Lo autorizaban a que hiciera con la carta lo que estimase pertinente.
La carta apareció publicada en la revista El Fígaro con una nota que detallaba el curioso incidente. A esas alturas ya el esgrimista francés Adolfo Kerchofler se había esfumado de La Habana.
Parece que José Raúl Capablanca no tuvo nunca un juego de ajedrez propio que valiera la pena. Eso se desprende de una información que apareció en el British Chess Magazine, en mayo de 1941, a menos de un año de su muerte.
Preparaba el campeón la edición de su libro Chess Fundamentals y un jugador famoso lo ayudaba a revisar las pruebas de imprenta del volumen. Con ese propósito lo visitaba todas las tardes y discutían sobre la posición y el movimiento de las fichas esbozadas por Capablanca en cada una de las propuestas contenidas en la obra, y cómo quedaban atrapadas en el papel. Lo hacían «en seco», nunca ante un tablero. En una ocasión, sin embargo, al compañero de Capablanca se le hizo difícil comprender determinada propuesta de este y al maestro no le quedó otro remedio que buscar un juego de ajedrez para mostrar, en vivo, la jugada.
El famoso colaborador de Capablanca se emocionó. Después de tantas y tantas visitas, vería al fin el juego de ajedrez que el cubano utilizaba en su intimidad, aquel donde estudiaba y planeaba sus jugadas sensacionales. En su entusiasmo llegó a imaginarlo de marfil y brillantes…
Volvió Capablanca al salón. Por tablero traía el pedazo de una tela a cuadros, parte posiblemente de algún mantel, cortado con descuido y deshilachado. Las piezas eran más decepcionantes aún. De diferentes colores y estilos, todas ellas parecían provenir de juegos diferentes, salvo las torres blancas, casi iguales, ya que el maestro las suplía por dos terrones de azúcar.
Se acercan las Olimpiadas de 1904 en San Luis, Estados Unidos, y Félix Carvajal Soto, el llamado Andarín Carvajal, pide ayuda al Gobierno del presidente Estrada Palma para costear el viaje y representar a Cuba en las competencias. Nada obtiene, y aun así se las arregla para arribar a la cita olímpica. Hace exhibiciones y colectas y embarca con destino a Nueva Orleans para, desde allí, proseguir hasta San Luis. Piensa hacer ese trayecto en tren, pero, se dice, pierde el dinero del pasaje en prostíbulos y juegos de dados. No se da por vencido. Emprende a pie los 1 200 kilómetros que lo separan de la ciudad olímpica. Son unos diez días sin descanso, y sin más comida que la ofrecida por familias generosas y frutas que puede coger en el camino.
Llega minutos antes del inicio de la carrera de maratón y logra inscribirse en representación de los colores del patio. Encuentra otro inconveniente: carece de ropa apropiada. Un atleta norteamericano acude en su ayuda y con una tijera corta las patas del pantalón del cubano para convertirlo en una especie de short, y al cortarle las mangas deja su camisa transformada en una suerte de camiseta. Solo sus pesados zapatones no hallan sustitución.
Ninguno de los componentes de la mesa de inscripción arrienda la ganancia por aquel aspirante flacucho y de apenas 1,52 metros de estatura que, de seguro, afirman, no llegará a la mitad de la competencia. Veintisiete de los 38 atletas inscritos ocupan sus puestos tras la línea de salida. El trayecto escogido es complejo y difícil; incluye no pocas elevaciones y tramos sin pavimentar donde debe avanzarse sobre la roca viva, inconvenientes a los que se suma el calor, la falta de agua y el polvo que levantan los autos en que viajan jueces y periodistas.
Encabeza el cubano la justa durante los diez kilómetros iniciales y sigue al frente de la competencia en los diez siguientes. Pero el hambre acalambra su estómago cada vez con más fuerza. Lo tientan los manzanos que crecen a ambos lados del camino. No resiste la tentación y se detiene a comer sin importarle que las manzanas estén verdes. Come hasta saciarse y vuelve a la carrera.
Las manzanas verdes, el estómago estragado y el hambre vieja le pasan la cuenta. El dolor de estómago se le hace insoportable y los retortijones apenas le permiten dar un paso. Sale Carvajal de la pista y se agacha detrás de un árbol. Cree que el malestar ha pasado y vuelve a la carrera. Pero debe salir de la pista una y otra vez. Cuatro de los contendientes le pasan por el lado, pero queda al fin en tercer lugar cuando los jueces retiran el primer premio al campeón norteamericano al comprobar que había hecho en automóvil parte del trayecto.
Hubo un jugador verdaderamente excepcional en el béisbol cubano de comienzo del siglo XX. Se llamaba José de la Caridad Méndez, y le apodaban el Diamante Negro. Junto con Adolfo Luque, fue el más grande serpentinero que dio Cuba antes de 1959.
Luque alcanzó una posición prominente en la pelota cubana y se mantuvo durante 20 años en las Grandes Ligas de Estados Unidos. En 1923 fue champion pitcher en la Liga Nacional norteamericana: se anotó 27 triunfos en defensa de la bandera del Cincinnati.
Adolfo Luque era blanco. A José de la Caridad Méndez el color de la piel le cerró la entrada en las Ligas Mayores.
En 1908, Méndez estuvo a punto de anotarse un desafío sin hit ni carrera frente al Cincinnati, de visita en la capital cubana. El bateador Miller Huggins le conectó un imparable en el noveno episodio. Pero en aquel año de 1908, que fue el más sensacional de su carrera, Méndez lanzó 45 innings sin permitir anotaciones, figuró en 14 juegos y no perdió ninguno.
El ideal del no hit, no run, malogrado por el dramático batazo de Huggins en 1908, lo hizo realidad José de la Caridad Méndez en 1913, también en La Habana, pero esa vez frente al Birmingham. Despachó a todos los bateadores y no permitió que ningún corredor llegara a la almohadilla intermedia.
Se dice que el mentor del equipo norteamericano, al verlo jugar, exclamó: «Que lástima que este negro no se pueda pintar de blanco».
Como ya se dijo, José de la Caridad Méndez, el Diamante Negro, no llegó a Grandes Ligas. Aquí, en su patria, murió en el olvido y la miseria. La tuberculosis terminó pasándole la cuenta en 1928, a los 41 años de edad.