Lecturas
En una de sus conferencias sobre La Habana, Alejo Carpentier alude al hotel Inglaterra y no oculta su extrañeza por el patio andaluz de la instalación donde, «no se sabe por qué», dice el gran novelista, resalta la imagen de bulto de una andaluza que toca las castañuelas.
Confiesa el escribidor que durante años experimentó el mismo desconcierto. No atinaba a explicarse el porqué de ese patio y de los azulejos sevillanos que poco juego hacen con el nombre del establecimiento. ¿Por qué Inglaterra en un hotel que, al decir de los especialistas, denota el encanto de la bella época española, lo mejor del neoclásico habanero y cuyo snack-bar lleva el nombre de La Sevillana? Recientemente, hojeando viejos papeles y algún que otro periódico amarillento y a punto de deshacerse entre las manos, encontré los motivos.
El Inglaterra no siempre fue como es ahora. Se inauguró el 23 de diciembre de 1875 —hará 149 años— en una zona habanera de privilegio, sobre el mítico Paseo del Prado, frente al Parque Central. El catalán Joaquín Payret, constructor del teatro que terminaría llevando su nombre, vendió el famoso café El Louvre, sito en Prado y San Rafael, al ingeniero Juan de Villamil, teniente coronel del ejército español, que adquirió además el hotel Americana, contiguo al café, y unificó ambos locales en un edificio al que puso por nombre Inglaterra. Una foto de 1899 muestra un inmueble de dos pisos que lleva en lo alto de su fachada el nombre de “Hotel y restaurante de Inglaterra”.
Todo esto es historia más o menos conocida. Lo que se conoce menos es que en 1902 Villamil vendió el negocio a Felipe González Librán, un castellano que había acreditado su competencia en el giro de la gastronomía durante su paso por el bar-restaurante Dos Hermanos, muy famoso entonces, y en el café Tacón, situado en el teatro de igual nombre.
Crónicas de la época se refieren al Inglaterra, por el lujo y el confort de la instalación, como «el hotel de los hoteles». No había en La Habana de entonces establecimiento hotelero que lo superara, y se hacía difícil encontrar allí habitaciones disponibles pese a lo elevado de sus tarifas. Demorarían en aparecer en La Habana hoteles dignos de competir con el Inglaterra. El Sevilla es de 1908 y el Plaza, de 1909.
El edificio, sin embargo, requería de importantes reformas. A un costo de 300 000 pesos, el local fue totalmente reconstruido y ajustado a las necesidades de la vida moderna y lujosa, sin que por ello disminuyera su esplendor de antaño. El ingeniero Rodolfo Maruri, contratado por González Librán, se empeñó en dar al inmueble un aire severo y original. Para ello se trajeron de Sevilla costosos azulejos de vistosa policromía, confeccionados por la casa Ramos Rejano, de esa ciudad. De Sevilla se trajeron asimismo las rejas que separan los restaurantes del vestíbulo y las lámparas de hierro que decoran ese espacio. Los zócalos de caoba son obra del ebanista Nicolás Quintana.
González Librán falleció en 1916 y el hotel quedó en manos de sus herederos directos, uno de los cuales cursó estudios en una escuela de hotelería, de Lausana, Suiza, de donde egresó con el diploma de maître de hôtel. Se calcula que el Inglaterra, bajo la conducción de los González, produjo ganancias que bordearon el millón de dólares. Pero la crisis económica obligó, en 1932, al cierre temporal de la instalación.
En una especie de guía turística de 1926, elaborada por la Asociación de Comerciantes de La Habana, con breve introducción de Gerardo Machado, presidente de la república, se menciona al hotel Inglaterra entre un grupo de 30 instalaciones hoteleras. De cada una de ellas se da el número de habitaciones de que disponen y su precio.
Inglaterra: 80 habitaciones; sencilla, $5.00, doble, $8.00. Almendares: 150 habitaciones; sencilla, $18.00. Ambos Mundos: 54 habitaciones; sencilla, $3.00-6.00, doble, $4.00-12.00. Biscuit (Packard): sencilla, $6.00, doble, $10.00. Saratoga: 95 habitaciones; sencilla, $2.00-5.00, doble, $5.00. Plaza: 300 habitaciones, sencilla, $3.00-12.00, doble, $6.00-16.00. Telégrafo: 150 habitaciones, sencilla, $3.00-5.00, doble $5.00-10.00…
Su cocina fue, se dice, la mejor de La Habana durante las décadas iniciales del siglo XX. Familias de la alta burguesía como Hidalgo, Truffin y Montalvo, requerían de los servicios del hotel para sus celebraciones, en las que, en vajillas de plata, se servían faisanes con todo su plumaje, jabalíes trufados y perniles de oso que para tales ocasiones se guardaban en las neveras del hotel. Es famosa la ocasión en que un grupo de amigos pidió a la gerencia de la instalación que conservara en las neveras un muslo de venado que se degustó un año más tarde como si el animal estuviese acabado de cazar.
Joaquín El Criollo (no se registra su apellido) asumió, ya en tiempos de González Librán, la cocina del Inglaterra. Venia del restaurante Dos Hermanos y era famoso por su sopa de pescado, las paellas y su arroz con pollo.
Su sucesor, Domingo Avoy, tuvo a su cargo el banquete donde se proclamó aspirante a la Presidencia de la República por el Partido Conservador al mayor general Mario García Menocal y Deop, que tuvo lugar en el Teatro Nacional, y el banquete de la proclamación del general Fernando Freire de Andrade como aspirante a la Alcaldía de La Habana. También el buffet que se ofreció, en 1916, en el llamado baile de las casacas rojas que auspició en su casa de calle 11 entre A y Paseo, en El Vedado, la señora Lily Hidalgo de Conill, fiesta que, por su fastuosidad, esplendor y belleza, se mantuvo fija en el recuerdo de las familias de la vieja sociedad habanera y que es uno de los grandes acontecimientos sociales de la Cuba republicana.
Chef del restaurante del hotel Inglaterra fue también Giovanni Agilio, mencionado en la crónica como “el brujo de los macarrones”, “el orfebre de los espaguetis”, “el cincelador de los raviolis” o “el mago del arroz a la milanesa”. Allí cocinó para el gran Caruso que se hacía acompañar por un cubano joven y perfectamente desconocido entonces, Félix B. Caignet… Giovanni transitó por diferentes restaurantes hasta contar con el suyo propio.
El 2 de septiembre de 1910, la intelectualidad cubana rindió homenaje, con una comida, a Rubén Darío que pasó unas horas en la capital en tránsito hacia México, donde representaría a su país en las fiestas por el centenario del Grito de Dolores.
Allí tuvo lugar asimismo el llamado Banquete de la Victoria. El Partido Liberal resultó triunfador en las elecciones generales de 1909 al llevar al mayor general José Miguel Gómez a la Presidencia, y al licenciado Alfredo Zayas, de vice. Terminada la comida, de la que no se conservó el menú, llegaron, con el café, los puros habanos. Unos tenían en la anilla la imagen de José Miguel; otros, la de Zayas. Tomó José Miguel una de las brevas que lucía la efigie de su vice y encendiéndola, exclamó: «A Zayas, yo le doy candela». Zayas no fumaba. Aun así tomó un habano con el retrato de su compañero de fórmula y dijo: «A José Miguel, yo me lo meto en el bolsillo». Y en efecto, guardó el tabaco en su chaqueta.
Imposible eludir en este recuento a Emilio González, alias Maragato, que llegado de España fue, con 14 ó 15 años de edad, a trabajar al Inglaterra como ayudante de cantina para convertirse en uno de los grandes cantineros de Cuba. Fue el hombre que impuso el daiquirí en La Habana, coctel que, en el Floridita, Constantino Ribalaigua dotaría de su formulación definitiva.
En la década de 1950, Félix Carvajal Soto, el célebre Andarín Carvajal fue uno de los porteros del hotel.
También lo fue Manuel C. del Campo, alias Coquito. Si el Andarín atendió la puerta principal, Coquito tuvo a su cargo en su momento la puerta de la calle San Rafael, que daba acceso a los insumos del establecimiento. Era extraña su figura. Calvo, de muy reducida estatura, su enorme cabeza no se correspondía con su cuerpo. Los muchachos de la Acera del Louvre se burlaban de él y le lanzaban todo tipo de proyectiles, desde huevos hasta tomates. Lo curioso es que cuando los muchachos lo ignoraban, Coquito los provocaba para que lo acosaran. Tenía un bastón grueso con el que se defendía de sus tiernos agresores y con el que a veces castigó a gente que no lo merecía. Vivió su momento de gloria cuando la proclamación del general Menocal, con quien simpatizaba. Entró al Teatro Nacional vestido de frac y con corbata blanca y se convirtió en una de las atracciones del acto.
El Gran Hotel Inglaterra, hoy con 149 años, es Monumento Nacional.