Lecturas
El habanero de extramuros vivía prácticamente en la calle. En la noche, después de la cena, tomaba el fresco y hacía tertulia en los portales de su vivienda y discutía allí las cuestiones del día, las intimidades familiares, y aprovechaba el tiempo para arreglar el mundo y, de paso, arrancar a tiras el pellejo del vecino. Otra de sus distracciones importantes eran el juego, las peleas de gallo y el teatro… Pero la pasión dominante del habanero era el baile; todo el mundo bailaba en La Habana, escriben viajeros que visitaron la urbe en el siglo XIX.
No menos de 50 bailes diarios tenían lugar en La Habana de 1798. El 28 de febrero de 1838 se inauguraba el Teatro Tacón con un gran baile de máscaras en el que participaron, se dice, unas 7 000 personas. En los carnavales, el baile cobraba tintes de arrebato; en ocasiones se bailaba solo al compás de la voz de los bailadores, sin acompañamiento de instrumento musical alguno, y cualquier pretexto parecía apropiado para convocar a un jolgorio.
Poco cambió ese gusto en el siglo XX. Bailaban negros y mulatos en sus sociedades, y los campesinos llenaban sus ocios con zapateos, puntos y tonadas. También en sociedades de recreo, gremiales y de profesionales y en centros regionales. Había bailes en los nigthclubs de las zonas de tolerancia, en los cabarets y en grandes áreas abiertas, como las de las cervecerías Polar y Tropical, verdadera catedral de la música popular bailable y santuario nacional de los bailadores. Y existían las academias de baile, las llamadas escuelitas que venían desde la colonia, vinculadas a veces con la prostitución. En 1928 abrían sus puertas no menos de 20 de esas academias, en una etapa en la que prestaban servicio en Cuba unos 7 000 bares y salas de fiesta.
«Salvo algunos cambios, esta Habana permaneció casi la misma durante las dos décadas siguientes», escribe Leonardo Acosta en su imprescindible Descarga cubana: el jazz en Cuba. Si localizáramos en un mapa los lugares donde se podía bailar en La Habana de la década de 1950, nos sorprenderíamos al advertir que no existía barrio o localidad que quedara excluido. Sitos fuera de cualquier itinerario imaginable como Mantilla, La Lira, Cojímar, San Francisco de Paula, San Miguel del Padrón, Cotorro, Campo Florido y Luyanó, donde el cabaret Sierra ofrecía espectáculos diarios con dos orquestas, y el Ali Bar, en Lawton, era el escenario preferido del gran Benny Moré.
Aparte de su afición por el baile, ¿cómo se divertían y gastaban su tiempo libre los habaneros de ayer? Continuamos ahora la página de la semana pasada.
Con el advenimiento del siglo XX, la vida pública cubana experimentó transformaciones importantes, pero la tradición siguió imperando en lo privado. Se mantuvo la caminata callejera con el objeto de ver y dejarse ver. La calle Obispo fue el centro del visiteo matinal, como el Paseo del Prado fue el lugar de la cita vespertina. Por las noches, luego de las funciones teatrales, se llenaban los vestíbulos de los hoteles Inglaterra y Telégrafo, y los más jóvenes se extendían por la calle San Rafael y la acera del Louvre. Después de los espectáculos nocturnos y también en las tardes, era frecuente que las familias acudieran a El Anón del Prado, donde su propietario, José Cagigas, tenía fama de elaborar los mejores helados y refrescos de la época.
Eran muy famosos entonces el arroz con pollo de El Ariete, en la calle San Miguel, y El Centro Vasco, casi al final del Paseo del Prado, con su bacalao al pil pil; los paupierttes de pargo del Floridita, y el filette mingnon del hotel Sevilla… mientras que en cualquier fonda de barrio podía el habanero de a pie deleitarse con una «completa», aunque no eran pocos los que debían contentarse, si acaso, con una frita y un guarapo.
Fue intensa la vida teatral de La Habana durante las tres primeras décadas del siglo XX. Noche a noche abrían sus puertas no menos de ocho teatros para la presentación de distintos géneros. Había de todo y para todos los gustos en La Habana de entonces: óperas en Tacón, operetas en Payret, zarzuelas en Albisu y espectáculos musicales en Martí, mientras que Alhambra era la meca del teatro cubano con funciones para hombres solos, con obras que, al pasar a otro teatro, veía toda la familia, y que los amantes del bufo repetían una y otra vez, y no era raro que todos los días, hasta que bajaba de la cartelera.
Los billares tenían muchos adeptos y prácticamente en el portal de cada bodega había una vidriera de apuntaciones para los juegos de la bolita y la charada, cuyos resultados se esperaban día a día sobre las nueve de la noche. Los solteros visitaban los prostíbulos en la noche, en tanto los casados lo hacían antes de la caída de la tarde, a fin de volver temprano con la esposa. Agradaba escuchar música en la vitrola de la esquina y el cubilete era una constante en las barras de bares y bodegas. Existía en la ciudad la costumbre de «comprar con los ojos»: mujeres y hombres veían las exhibiciones de las vidrieras de las tiendas para sopesar lo que podían y no podían comprarse. O para quedarse con las ganas. Era un paseo muy recurrido.
Las fiestas de San Juan, en vísperas de cada 24 de junio, fueron durante la colonia y hasta los comienzos del siglo XX, una costumbre de la que los habaneros disfrutaban a plenitud. Desde la tarde del 23, numeroso público comenzaba a darse cita en la Calzada de San Lázaro y en los mismos arrecifes del litoral. Había en ventorrillos y casetas de madera una variada oferta gastronómica y música y baile en casas particulares desde Cárcel hasta Belascoaín. Se bailaba, asimismo, en las explanadas de playas o «baños» de la zona. Con maderas viejas la gente había ido levantando pequeñas casas, castillos diminutos, embarcaciones insignificantes, siempre con un muñeco dentro, que llevaba adheridas numerosas bombitas que explotaban cuando a las doce se ordenaba encender la fogata que destruiría todo aquello. La alegría entonces era indescriptible, más porque las candeladas se repetían en no pocos barrios de la ciudad.
La fiesta se extendía hasta la salida del sol. Gran parte de los bailadores se dirigían entonces a las pocetas a tomar un baño completo o a mojarse al menos los pies, pues es tradición que el baño de mar en el día de San Juan, cuando se inicia la temporada de playa, tiene virtudes diferentes a las del resto del año.
Si el béisbol es el deporte nacional, el dominó es el pasatiempo preferido. Un cubano podrá confesar que nunca obtuvo buenas notas en Física o que hizo trampa en el último informe que rindió a su jefe, pero jamás admitirá que es un mal jugador de dominó. Y es que el dominó solo tolera dos clases de jugadores: los que saben jugarlo y los que creen que lo juegan.
En Cuba lo juegan tanto los hombres como las mujeres y la variante más generalizada es la de 55 fichas, aunque en el oriente de la Isla gusta más la de 28. Nacido en China, Egipto o Caldea —los especialistas no se ponen de acuerdo— pasó a Europa en el siglo XVIII y fue a mediados de esa centuria cuando los españoles lo introdujeron en Cuba, donde llegó para quedarse como la fabada asturiana, el vino tinto, el chorizo y el caldo gallego.
Ir al cine de barrio era todo un paseo. Un verdadero acontecimiento. Una puerta a la aventura. Era como cuando a uno lo «tocan» hoy con un viaje al exterior. Era el lugar más cosmopolita de la comunidad, aunque estaba a la vuelta de la esquina. Aparte de la película, uno iba a ver y a que lo vieran. Era el mejor antídoto contra el aburrimiento de la tarde del domingo. El lujo del pobre que por la noche «compraba con los ojos», y luego, si se lo permitía el presupuesto, se zampaba un cucurucho de maní y bebía una tacita de café de tres centavos antes de acostarse a dormir.
La entrada al cine, todavía en los años 60, era por lo general de 40 centavos. La programación cambiaba tres veces a la semana. El domingo se disfrutaba de la matiné, que empezaba a la una o a la dos de la tarde, e incluía cartones, alguna película del oeste o de bajo costo, el noticiero, un episodio y un prestreno, porque en aquellas salas se exhibían cintas que no demorarían en estrenarse en cines de mayor nivel. Tanta oferta por tan poco dinero. Eran los centavos mejor pagados del mundo.