Lecturas
Tropicana presentaba Ritmo y color, una producción de Rodney, y en el segundo show otra creación del mismo coreógrafo, Rumbo al Waldorf, con la cantante Bertha Dupuy, la revelación artística de 1958. Había también música en vivo en el casino del cabaré y la animación bailable corría a cargo de la orquesta Riverside y su cantante, Tito Gómez, la de Fajardo y sus Estrellas y la orquesta propia del centro nocturno.
En el Salón Rojo, del Capri, estaban Los Chavales de España y la cantante norteamericana Arlena Fontana, y en el Parisién, del Hotel Nacional, una producción de Sándor con Gina Romand y, como estrella central, la vedette peruana Yma Sumac. Las D’Aida se hacían aplaudir en Sans Souci, que presentaba además a la haitiana Martha Jean Claude con Sabor y Souvenir de Haití, y el cabaré Caribe, del Hilton, ofrecía un espectáculo español concebido especialmente para la inauguración del lugar. En el Ali Bar, de Lawton, estaban, entre otros, Fernando Álvarez, Celeste Mendoza y Reynaldo Hierrezuelo, y en el Sierra, de Luyanó, tres orquestas animaban la noche mientras que Rolando Laserie y Ramón Veloz se disputaban los aplausos.
Aquel 31 de diciembre de 1958 fue para Meyer Lansky un día de trabajo, como otro cualquiera. La reunión que presidió en la casa de Joe Stassi, entre palmeras, junto al río Almendares, concluyó a las nueve de la noche. Pese a que Teddy, su esposa, estaba en La Habana y lo aguardaba en el hotel Riviera, el jefe mafioso quiso pasar el año con Carmen, su amante, e incluso con las múltiples opciones de la noche, prefirió hacerlo en el hotel Plaza, un establecimiento ya con 50 años de existencia y sin el brillo de otras instalaciones habaneras, pero que le proporcionaría cierta tranquilidad, lejos de las aglomeraciones propias de la fecha y del encuentro con gente conocida. A Teddy no se le ocurriría ciertamente buscarlo en el Plaza. Indicó Lansky a su chofer y guardaespaldas Armando Jaime Casielles que invitara a su novia a sumarse a la velada.
Fue una cena estupenda. Sonaron las 12 campanadas, se comieron las uvas y hubo el tradicional chinchín de copas. Jaime bailaba con su prometida, la después célebre cantante Yolanda Brito (que se suicidaría en los años 60), cuando Charles White, del casino del Capri, entró en el salón y lo recorrió con la vista. Localizó a Lansky en su mesa, se le acercó y se inclinó para hablarle al oído. Lansky escuchó el mensaje con absoluta tranquilidad. Enseguida los dos hombres salieron a la calle Neptuno y Casielles los siguió, pero Lansky le indicó con un gesto que se mantuviera a distancia. Fue un diálogo breve. White se marchó de prisa y Lansky volvió sobre sus pasos.
—Se ha ido. Los barbudos ganaron la guerra— dijo a Casielles, y no necesitó que le aclarara que quien se había ido era Batista.
A Lansky le pareció demasiado llamativo el convertible que usaba esa noche y pidió un taxi para dirigirse al apartamento de Carmen. Cuando se aseguraron de que las dos mujeres entraron en la casa, Lansky y Casielles volvieron a pie al hotel.
—No hay tiempo que perder—, dijo Lansky al gerente del casino del Plaza. Le ordenó que, con cualquier pretexto, desalojara el local, cerrara sus puertas y tomara todo el dinero en existencia, incluso el de las cajas de seguridad y las reservas en efectivo; separara los dólares de la moneda nacional y llevara ambos bultos a la casa de Stassi. Al rato hacía la misma recomendación a Trafficante, en Sans Souci.
—Lo mejor que podemos hacer ahora es volvernos invisibles. Cierra el casino porque al amanecer la gente se echará a la calle y no habrá Dios que la detenga. Cuando este pueblo sepa que Batista se fue, habremos deseado haber desaparecido.
Dio las mismas instrucciones en los casinos de los hoteles Nacional y Riviera. Trafficante y el gerente del Plaza enviaron el dinero a la casa de Stassi, pero demoraron en cerrar sus establecimientos respectivos. A la vuelta de pocas horas, ambos casinos estaban destrozados. Sufrirían también daños los casinos de los hoteles Sevilla y Deauville. No quedó un garito en pie ni una máquina tragaperras sobre su base. En el Capri, el actor norteamericano George Raft, que oficiaba de anfitrión, impidió el asalto al casino.
Los mafiosos fueron dándose cita en la residencia de Stassi. A las nueve de la noche del 1ro. de enero había armas en todas las habitaciones principales de la morada y montañas de dinero en la sala de estar. Stassi, en camisa de manga corta, sudaba a mares pese al aire acondicionado. Lansky, calmado, muy calmado, llegó con una maleta y metió en ella todo el dinero posible. Lo hizo al bulto, sin contarlo. Vio, el 8 de enero, la entrada de Fidel en La Habana y salió de la Isla de manera legal, por el aeropuerto de Boyeros. Los cabarés abrieron sus puertas el día 9, pero los casinos debieron esperar un poco más.
El 8 de junio Trafficante fue internado en la Estación Cuarentenaria de Tiscornia, en Casa Blanca, al otro lado de la bahía, donde mismo Lucky Luciano esperó su deportación, en 1946. Desde allí llamó a su abogado, en Tampa. Le dijo que le parecía que el Gobierno cubano no estaba dispuesto a soltarlo. Que estaba bien, no precisamente en una cárcel, pero que debía esperar allí lo que se determinara con su persona. «Oigo fusilar a la gente de Batista allá abajo (en la fortaleza de La Cabaña) pero saldré de esta», puntualizó.
Algo lo preocupaba seriamente. Su hija contraería matrimonio el 21 y temía no estar presente. Pero sí estuvo. Se dice que Josephine, su esposa, hizo llegar un mensaje personal a Fidel y este autorizó la presencia de Trafficante en la ceremonia. Asistió con un esmoquin blanco. Había en el salón de recepciones del Hilton unos 200 invitados y una docena de soldados armados que, al final de la fiesta, llevaron a Trafficante de vuelta a Tiscornia.
Los casinos habían abierto de nuevo sus puertas, pero nada era ya como antes. La corriente turística parecía haberse detenido. El Hilton funcionaba por debajo de la mitad de su capacidad y el Riviera perdía 750 000 dólares entre diciembre del 58 y abril del año siguiente. Frank Ragano, el abogado de Trafficante, se alojó en el Riviera y lo vio como un hotel fantasma. «Oía el eco de mis pasos sobre el piso de mármol del vestíbulo vacío», comentó.
Hoteles y casinos se endeudaban hasta las cejas, pero el Gobierno los mantenía a flote. El Gobierno acusó a los casinos de ocultar parte de sus ganancias y dispuso una fiscalización. Lansky, que regresó por un mes en marzo de 1959, no tardó en percatarse de que las perspectivas de negocios para la mafia habían desaparecido en Cuba. Sería Pastorita Núñez, presidenta del Instituto Nacional de Ahorro y Vivienda, quien, por orden de Fidel, daría el tiro de gracia a los casinos, en septiembre de 1959.
Se permitirían en ellos juegos inocuos de salón, pero para los juegos duros —ruleta, sevenleven, razzle-dazzle…— debía pagarse un tributo de 50 000 dólares. La mafia, aunque intentó con el tiempo recuperar su posición, no aguantó el cañonazo.
Pudo Trafficante al fin salir de Tiscornia. En 1978, ante el Comité Especial del Congreso norteamericano sobre asesinatos, declaró bajo juramento que no había pagado por su liberación. No fue a residir a su apartamento de la calle 12 y Calzada, en el Vedado, sino que se instaló en el Riviera. Un día lo convocaron del Departamento de Investigaciones del Ejército Rebelde (G-2) y le dieron 72 horas para que saliera de Cuba. «Soy un jugador y un jugador pierde y gana. A mí ahora me ha tocado perder», dijo al comandante Manuel Piñeiro (Barba Roja), jefe de esa dependencia y le aseguró que ordenaría sus asuntos y se iría en paz. «Pero usted volverá a saber de mí», advirtió, como ocurrió en efecto. Corría el mes de octubre de 1959.
La mafia nunca se rehízo del todo. Aunque siguió viva en otras partes, no fue ya la misma empresa que se infiltró en Cuba y fundó un imperio. Perdió alcance e influencia para determinar acontecimientos mundiales, expresó el escritor norteamericano T.J. English en Nocturno de La Habana.
Lo que Luciano, Lansky, Trafficante… crearon en Cuba fue su logro más grandioso, un sueño hecho realidad: hacerse del control de todos los resortes del poder. No fue dinero lo único que perdieron en 1959. Ser dueños de un lugar y perderlo por la voluntad de un pueblo, sentencia English, fue un acto de justicia.