Lecturas
«Desde hace 40 años no he podido tener relaciones sexuales», confesó en 1999 Joe Stassi, uno de los barones de la mafia norteamericana en La Habana, al cineasta Richard Stratton a su salida de la cárcel, donde estuvo recluido por tráfico de drogas.
Ejecutaba, siempre por encargo, los trabajos más sucios —fue él quien ultimó a Albert Anastasia, en una barbería de Nueva York, en 1957—, pero se había mantenido siempre alejado de las drogas. Una vez fuera de Cuba, su situación financiera se hizo tan desesperada que lo dejó sin alternativa. Lo pillaron en un tráfico de heroína y lo guardaron durante una larga temporada.
La última vez que pudo estar con una mujer fue en La Habana, rememoró, más o menos en la misma fecha de su accidentada salida de la Isla. Lo habían detenido muchas veces después del triunfo de la Revolución y siempre lo habían soltado, pero la noche en que las autoridades cubanas detuvieron a Santo Trafficante y a Jake Lansky, El Cejudo, hermano de Meyer, comprendió que la cosa iba en serio. Permaneció escondido hasta que pudo marcharse a fines de 1959.
Aunque liberados después, también fueron detenidos como «extranjeros indeseables», Dino Cellini y John Martino. Dino era el director de la más importante escuela de crupieres montada en La Habana y socio de El Cejudo en el casino del Hotel Nacional, en tanto que Martino, destacado en el hotel Deauville, era un especialista en el manejo de máquinas de juego electrónicas.
Ya para entonces habían salido del país Meyer Lansky y Norman Rothman, director de juego del cabaret Sans Souci. Y también, entre otros muchos, Amletto Battisti y Lora, propietario del hotel Sevilla, un uruguayo de origen italiano que, cargado de dólares, buscó amparo en la embajada de su país en cuanto el pueblo, el 1ro. de enero, «visitó» su casino de juego. Tenía Battisti su propio banco y dos negocios complementarios, la prostitución y la droga. Todas las semanas llegaban a su hotel prostitutas que eran alquiladas como «damas de compañía», en tanto en el propio establecimiento se expendía cocaína y marihuana, y en clubes aledaños otras drogas más duras, como heroína y opio.
El caso de Stassi es quizá extremo, pero ilustra como pocos la conmoción que provocó en los mafiosos norteamericanos el derrumbe, tras el triunfo de la Revolución, de lo que se ha llamado el Imperio de La Habana.
«El paso del tiempo no cura todas las heridas. Al igual que un tatuaje barato hecho en la cárcel, la pérdida de Cuba dejó una marca indeleble en los miembros de la mafia de La Habana. Lansky, Trafficante y muchos otros sufrieron la humillación de la derrota y sufrieron también las consecuencias económicas que determinaron su vida durante las décadas siguientes. Algunos se metieron de lleno en el incesante empeño de asesinar al “barbudo” y recuperar sus importantes posiciones en una Habana posterior a Castro. Con el tiempo la CIA reemplazaría a la mafia como enemigo espiritual de la Revolución», escribe el escritor y periodista norteamericano T.J. English en su libro Nocturno de La Habana (2011) que ilustra, con lujo de detalles, cómo la mafia se hizo con Cuba y acabó perdiendo en la Revolución, «una jugosa mezcla de crimen real e intriga política ambientada en el sugerente bullicio de La Habana» de los años 50.
Dispersos, todos trataron de rehacer su vida, vinculados, por lo general, a casinos de juego en Bahamas, Europa y Las Vegas. Pero ya nada fue como había sido en Cuba hasta 1959. Mayer Lansky ofreció, a través de Charles White, gerente del casino del hotel Capri, un millón de dólares a quien atentara contra la vida de Fidel Castro. De la Operación Mangosta y el Proyecto Cuba nació la asociación entre la CIA y la mafia; y Santo Trafficante, propietario del cabaret Sans Souci, asumió un papel preponderante en el complot contra el líder de la Revolución.
Con el tiempo, Trafficante tendría, se dice, un lugar clave en la conspiración para asesinar al presidente Kennedy, acontecimiento en el que estuvo mezclado el cubano Herminio Díaz, antiguo jefe de la seguridad del hotel Riviera, a quien Trafficante había sacado de Cuba. Trafficante, al igual que Lansky, dejó de participar directamente en los planes contra Fidel luego de la crisis de octubre de 1962. Muchos mafiosos, de mayor o menor cuantía, siguieron en esos planes a través de contrabando de armas, tentativas de atentados y, en general, golpes contra la Revolución.
Asegura un refrán que mientras mayor es la altura, más espectacular y violenta resulta la caída. El sueño de la mafia de que La Habana fuera una fiesta eterna —expresa T. L. English en su libro aludido— terminó en una resaca enorme.
En Tampa, era vox populi que Traficante estaba completamente arruinado. Murió el 17 de marzo de 1987, tras verse envuelto, poco antes, en dos sonados procesos judiciales; uno por un intento de estafa de millones de dólares del fondo de asistencia sanitaria y pensiones de un sindicato obrero, y otro por acusaciones de extorsión y asociación delictiva.
Lansky sufrió asimismo muchos contratiempos. Salió de Cuba en los primeros días de 1959, luego de presenciar, el 8 de enero, la entrada de Fidel en La Habana, y regresó en marzo a fin de llevarse consigo a Carmen, su joven amante, alguien a quien los que la conocieron recordaban como una mujer hecha a mano. No la encontró en su apartamento del segundo piso del edificio de Prado y Trocadero ni en ninguna parte. Se esfumaría para siempre, sin paradero conocido.
El empeño de Lansky de reproducir en Santo Domingo el imperio perdido de La Habana se precipitó en el fracaso en 1961, cuando el cadáver del sátrapa dominicano Rafael Leónidas Trujillo apareció embutido en el maletero de su vehículo preferido, un Chevrolet 57, donde solía pasear por las tardes con la única compañía de su chofer.
Abrió después dos grandes casinos en Bahamas e Inglaterra, pero, fiel a los dictados de Lucky Luciano, vivió en el silencio y el anonimato gran parte de su vida. Perdería la notoriedad que, en contra de sus deseos, le otorgó un diario norteamericano cuando en 1969 le calculó una fortuna de 300 millones de dólares y recordó que del conglomerado de hampones que en los años 30 formaron el crimen organizado, solo Lansky seguía vivo y con poder.
Luego El padrino, la película de Coppola, lo convirtió en un ícono cultural: era el mago judío que transformó el crimen organizado en una empresa.
Comenzaron sus dolores de cabeza. Washington lo declaró Enemigo público número uno. Inspectores de impuestos empezaron a examinarle hasta los calzoncillos y complicó su vida una falsa acusación de tráfico de narcóticos cuando al revisarle el equipaje en un aeropuerto, los aduaneros, con intención o por error, calificaron como drogas prohibidas medicamentos que solía consumir para sus padecimientos cardiacos. Quiso establecerse en Inglaterra, pero no se lo permitieron, ni tampoco en República Dominicana, en virtud de sus antecedentes penales. Tampoco lo aceptó el Gran Consejo Judío cuando, al amparo de la Ley del Retorno, pretendió asentarse en Israel.
Sus últimos años los pasó en Miami Beach, en medio de una lucha pertinaz contra un cáncer de próstata. Paseaba a su perro por Collins Avenue y dos agentes del FBI seguían sus pasos de cerca, sin disimulo, para que supiera que era vigilado. Falleció el 15 de enero de 1983.
En las historias que solía contar sobre La Habana, Lansky aludía a los 17 millones de dólares en efectivo que, «por un pelito», no pudo sacar de Cuba, y recalcaba que había sufrido aquí pérdidas mayores que aquellos 17 millones que tuvo que dejar.
Los que lo escuchaban, acogían en este punto sus palabras con una sonrisa sardónica. Lansky era, como le llamaron en su tiempo, «el chico más listo de la Combinación», el financiero, el más astuto de los mafiosos. ¿Moriría en una situación económica desfavorable?
Cincuenta y siete mil dólares fue todo lo que legó a los suyos. Así consta en el testamento que en presencia de su nieta y otros familiares se leyó en el despacho de un juez del condado de Dale.
¿Solo eso? El escribidor lo duda. Cree más bien que el viejo zorro pasó dinero por debajo de la mesa.