Lecturas
El anuncio de la publicación en la revista Bohemia del relato del fusilamiento del estudiante universitario José Soler Lezama por sus propios compañeros, provocó en su momento —noviembre de 1933— la natural curiosidad, y también no pocas protestas.
Para muchos eso sería añadir más dolor al dolor de una respetable familia habanera, que sufriría la vergüenza de una excesiva publicidad. Aun así, la revista decidía publicar, en cuatro entregas, todo ese dramático proceso, con el propósito de hacer valer la verdad y salir al paso a los que de manera interesada o caprichosa narraban historias fantásticas a la prensa extranjera interesada en hacer pasar como un asesinato lo que fue un acto de justicia revolucionaria. Una interrogante debía quedar despejada: ¿eran las pruebas que aconsejaron el fusilamiento del estudiante Soler suficientemente sólidas para que se le aplicara el castigo que pidió el tribunal estudiantil que lo juzgó?
Desde un inicio se sospechó que fue Soler el soplón que propició la detención de Carlos Fuertes Blandino, miembro de acción del Directorio Estudiantil Universitario. Algo lo defendía, sin embargo. Era de los pocos que conocía el paradero de Reinaldo Jordán, lo veía a diario, y jamás la Policía tuvo el menor indicio de su escondite. Jordán, al igual que Soler, expulsado de la Universidad en 1927, era uno de los responsables de la colocación de la bomba en la casa de la calle Flores 66, de cuya explosión el tenebroso capitán Calvo, jefe de la Sección de Expertos —policía política de Machado— se libró en tablitas, y por cuya cabeza se ofrecían públicamente 500 pesos.
Blandino fue asesinado en junio o julio de 1933 por los esbirros del brigadier Ainciart, jefe de la Policía. El 12 de agosto del mismo año cayó Machado y salió a relucir el vínculo de Soler con la detención de Blandido. Amparado en la confianza de algunos de sus compañeros, Soler pidió que se hiciera en los periódicos la aclaración pertinente. Así se hizo, pero el viento no demoró en empezar a soplarle en contra. Documentos que obraban en los fondos de la Secretaría de Gobernación (Ministerio del Interior) cayeron en manos de los estudiantes y en poder del periodista Julio Gaunard, director de la revista Karikato, llegó el archivo privado del comandante Santiago Trujillo, jefe de la Policía Secreta. Entre otros papeles, apareció un recibo por 80 pesos firmado por José Soler Lezama y cuya fecha coincidía con el día de la muerte de Blandino, y una carta dirigida a Saúl Herrera, hermano del jefe del Estado Mayor del Ejército, en la que decía: «Sobre lo que hablamos de mi decisión a trabajar incondicionalmente con ustedes, te lo repito aquí, así como lo que te propuse de hablar con el comandante Trujillo, cosa que si realizo creo que lograré disipar las dudas que él pueda tener todavía acerca de la sinceridad de mi propósito». Como si fuese poco, emergieron informes del comandante Pedro A. Castells, supervisor del Reclusorio de Isla de Pinos (Presidio Modelo) dirigidos a Herrera con denuncias suscritas por Soler acerca de sus compañeros de prisión. Había pasado 11 meses en esa penitenciaría.
A partir de ese momento comenzó la búsqueda de Soler Lezama. Grupos armados registraban los lugares donde podía estar refugiado y la persecución tomó proporciones de cacería. Carteles con la foto del sujeto que se pegaron en todos los sitios céntricos, decían: «$1 000 por su captura. Traidor. Traidor. José Soler Lezama. A cogerlo vivo o muerto».
Soler delató a su compañero Fuertes Blandino como autor del atentado al capitán Oscar Pau, supervisor militar de la Policía de Guanabacoa. En verdad, Blandino se había opuesto a ese atentado.
Blandino es detenido a la salida de un prostíbulo situado en la calle Ánimas, Soler visitaba también el sitio, pero nunca coincidieron hasta la noche fatal. El auto de los esbirros estaba aparcado en la esquina. Sale Soler de la casa y, camino hacia Prado, pasa por delante del vehículo policial. Sale Blandino; caminaba en busca de Águila, en dirección contraria a Soler, cuando lo detienen. La Policía no lo conocía, y es Soler, mediante una señal convenida con el sombrero, quien lo identifica. La muchacha preferida de Blandino vio toda la operación desde una ventana hasta que se lo llevaron en el auto.
¿Por qué lo delató? De familia rica —su padre era propietario de un central azucarero— narcómano, maniaco-depresivo, el dinero no era la meta de Soler. Fue, se dice, una venganza por envidia lo que movió la delación. Posiblemente Blandino era admirado y querido en la casa de lenocinio que ambos frecuentaban y eso avivó en Soler su complejo de inferioridad.
Miembros de la organización Pro Ley Justicia lo buscaban hasta que lo hallaron al fin en casa de sus padres, escondido detrás de una cortina con una pistola en la mano. No hizo resistencia. Abecedarios, antiguos compañeros de Soler, que no creían en la acusación que pesaba sobre él, quisieron rescatarlo y a ese empeño se sumó el comandante Bofill, jefe de la Policía. Doce vehículos perseguían el auto que conducía a Soler, pero no pudieron darle alcance. Se les perdió en la Loma del Burro. En la clínica de C y 11, en El Vedado, donde lo depositaron sano y salvo, le encontraron una carta dirigida a sus padres y otra a la prensa, en las que expresaba su decisión de suicidarse esa misma noche.
El juicio se celebró en Villa Esther, una finquita situada en la Carretera Central, muy cerca de La Habana, al oeste de la ciudad. Nunca se dio a conocer la relación de los cinco componentes del tribunal revolucionario ni de los asistentes al acto. El acta confeccionada al efecto no menciona nombres, salvo el de Julio Gaunard, que se desempeñó como secretario. Newton Briones en su libro Esperanzas y desilusiones (2008) consigna los nombres de Carlos Prío y Rubén de León, por el Directorio de 1930, y Reinaldo Jordán y José A. Inclán, por el Directorio del 27. También Pepelín Leyva, el hombre que mandaba el grupo cuando detuvieron a Soler. Bohemia, por su parte, menciona a Julio César Fernández, director de la revista Alma Máter, como miembro del tribunal, y a Lincoln Rodón, que asumió la defensa del acusado. Fue el de este, que ocuparía un tiempo la presidencia de la Cámara de Representantes, un discurso brillante, pese a su convencimiento de la culpabilidad del acusado. Expresó que ese tribunal podía funcionar a lo sumo como un tribunal de honor por lo que podía juzgar una conducta, pero no aplicar penas, y mucho menos la que en ese caso tendría que ser aplicada. Se manifestó contrario a la pena de muerte y terminó diciendo que si esa era la pena que merecía su defendido, que la impusieran, pero que se lo entregaran a las autoridades para que fueran ellas las que la aplicaran.
Soler Lezama, por su parte, agradeció a «mis antiguos compañeros» la consideración y el respeto con que lo trataron. Dijo que había procurado mostrarse «lo más entero posible» y suplicó que no le hicieran sufrir dolores innecesarios ni ultrajaran su cadáver, que era un pedido que hacía por sus padres, que ya habían sufrido bastante.
Las lágrimas humedecían los ojos de los miembros del tribunal y de los asistentes. Añadió Soler: «…Así como ejemplo de los que cayeron luchando… mi muerte ha de servir de ejemplo para que ningún revolucionario lleve a cabo actos como esos de que me acusan». Escribe Newton Briones: «No dijo más. Tácitamente aceptaba los cargos, renunciaba ya a demostrar su inocencia, pero no pasó por su mente la intención de confesar sus delitos».
Dio lectura el secretario al veredicto del tribunal. El asunto ahora era cómo y dónde aplicar la última pena. Soler pidió la presencia de un sacerdote, pero no apareció ninguno pese a que se visitaron tres iglesias católicas. No quiso el tribunal que se le ejecutara en la misma finca donde se le juzgó. Marcharon en dirección a La Habana en busca de un lugar propicio. Pasaron por Barandilla, y en Marianao abandonaron la carretera en dirección a los repartos. Se detuvieron en un lugar que parecía bastante apartado, pero la presencia de un grupo de hombres que caminaba en dirección hacia ellos los hizo volver a los automóviles. Siguieron la marcha hasta que el propio Soler mandó a detener la comitiva. Aquí mismo, dijo y con firmeza inexplicable dio la voz de fuego. Fue una descarga cerrada y al pecho. Recibió el tiro de gracia sobre el corazón.
Era 4 de septiembre. Ese día un sargento llamado Batista se apoderaba de los mandos del Ejército y cambiaba el curso de la historia de Cuba.