Lecturas
No pocas interrogantes ha despertado la página pasada sobre los velorios en la colonia (14/5/23). Pese a lo dicho en ella, algunos lectores pidieron al escribidor que profundizara en ese personaje que fue el médico de los muertos. Otros se mostraron interesados en conocer el origen de los servicios fúnebres en la Isla, el número de funerarias existentes en 1959, y cómo se tarifaba hasta entonces la muerte en las casas mortuorias y en los cementerios, y no faltó quien pidiese que estableciera la diferencia entre velorio y mortuorio.
En Cuba, la costumbre de velar un cadáver viene de atrás, es decir, de España y África, y es tan vieja entre nosotros que ya en una de nuestras primeras publicaciones, El Papel Periódico de La Habana, en su edición correspondiente al 4 de diciembre de 1804, aparece un «Extracto de lo que suele acontecer en los velorios». Refiere su autor que un día, frente a una casa donde se velaba un cadáver, uno de los amigos del muerto, para animarlo a entrar, se le acercó y le dijo: «Pase usted a divertirse, que para todos hay y para más que vengan».
En opinión del historiador Emilio Roig, los velorios en aquella época eran verdaderas orgías. Así sucedía en Andalucía, y principalmente en Granada, donde la «feliz subida al cielo de un angelito» se acompañaba con una gran fiesta. Mientras los padres lloraban la pérdida, sus amigos cantaban y bailaban con loca alegría junto al cuerpo sin vida del niño. Ortiz puntualizaba por su parte que eso de hacer una fiesta de un hecho luctuoso fue reforzado por los negros llegados como esclavos.
A diferencia de lo que sucede en las ciudades, en los campos cubanos velorio y mortuorio no son sinónimos. Nuestros campesinos velan un santo, y no precisamente en su día, por agradecimiento o en pago de una promesa. O velan a un cerdo mientras se asa en púa, y en ambos casos hay música y baile y corre la bebida.
Ya en 1875, Esteban Pichardo, en su Diccionario provincial casi razonado de voces y frases cubanas, afirma que velorio es «la acción y efecto de velar en una reunión a una persona difunta o próxima a morir… Si el cadáver es de algún niño perteneciente a la gentualla, el velorio se convierte en diversión. En La Habana vulgar también hay velorios de mondongo, lechón asado, etc., pretexto para cenar muy tarde, comer y bailar».
En 1959 había en La Habana unas 25 funerarias. Algunas de ellas, de lujo, como Caballero y Rivero, y otras muy modestas como la Cayro Dobal, en la Calzada del 10 de Octubre, muy próxima a la Esquina de Tejas, que disponía de una sola capilla y que, suponemos, montaba los tendidos en la propia casa del difunto. Hubo en los años 20 y 30 del siglo pasado un funerario célebre en lo que al velorio casero se refiere. Se apellidaba Raola y tenía lo suyo, creo recordar, en la calle San Joaquín, cerca de la plazuela de Agua Dulce.
Caballero, en la esquina de 23 y M, en plena Rampa habanera, anunciaba sus nueve capillas con aire acondicionado y teléfono directo en cada una de ellas. También su zona de parqueo propia contigua al edificio y sus dos elevadores, mientras que Rivero, en Calzada y K, también en el Vedado, con sus 11 capillas con aire acondicionado, sala de embalsamamiento y dos elevadores automáticos, se presentaba como «la mejor funeraria de las Américas al alcance de todas las fortunas». Ofertaba, al igual que La Nacional, en Infanta y Benjumeda —eran del mismo propietario— un servicio de ambulancias con aire acondicionado para el traslado de enfermos a toda la Isla.
De todas las funerarias habaneras, la más antigua de la que existía referencia era Caballero, que se estableció en 1857 con el nombre de Casa de la Calle Concordia hasta asentarse en una de las esquinas más céntricas y codiciadas de La Habana. Alfredo Fernández, en Zapata entre Paseo y 2, se estableció en 1870 y antes de radicarse en la dirección consignada, estuvo en la mansión que fuera de la familia del líder político Eduardo Chibás, en 17 y H, y que al abandonarla dicha familia fue sede de la embajada peruana.
Solo en la calle Zanja había cuatro de esos establecimientos: Bernardo García, en la esquina con Belascoaín, Marcos Abreu, en la esquina con Gervasio, la funeraria Hernández, en la esquina con Mazón y la funeraria Valdés, en Zanja entre Infanta y Basarrate. Añadamos la funeraria St. Louis en Oquendo esquina a Zanja. En Rayo esquina a Dragones, en el Barrio Chino, abría sus puertas la funeraria Molina.
Bernardo García y Marcos Abreu existen aún, esta última entonces con capillas también en el Vedado. La Caridad, en Marianao, disponía de limosinas con amplificadores para las despedidas de duelo, y otras como San Rafael, en el Vedado, promocionaban sus capillas con aire acondicionado. Todas, hasta las más modestas, presumían, aunque no fuera del todo creíble, de sus «suntuosas capillas con todo confort», «el mejor servicio a los más bajos precios» y sus «servicios económicos a todo lujo».
No era lo mismo un velorio en Caballero que en Maulini o en Fiallo. Pobres y ricos seguían divididos al borde de la tumba. Y en la tumba misma. La muerte tenía también rango y clase y el servicio fúnebre se pagaba en consecuencia. Existía el término medio, que era el de la funeraria Nacional. Los funerarios de medio pelo o sus agentes recorrían clínicas y hospitales para enterarse de quién en ellos estaba a punto de fallecer e ir enamorando a los familiares a fin de que no se les escapara el negocio.
Un negocio que se disputaba en ocasiones ante un cuerpo todavía caliente. Pese a las diferencias y aunque el muerto no protestara, lo mismo daba un velorio en Rivero que en Luyanó o en Oliva: el entierro no salía hasta que no se pagara el funeral. No valían súplicas ni promesas. Y había zonas en el cementerio. Según la ubicación de la bóveda, así era la posición económica del muerto. Una necrópolis que reproducía en sus cuadros y en el lujo de sus panteones la ciudad de los vivos, con su Country Club, su Miramar, su Vedado, su Llega y Pon.
José R. Rivero Hernández, fallecido en la década de los 50 y heredado por sus dos hijos, fue el personaje más importante en el giro funerario cubano. Sus intereses abarcaban todas las facetas, desde el servicio fúnebre hasta las bóvedas y las flores.
Además de sus dos funerarias, era propietario del jardín Tosca, en 10 de Octubre y Concepción, una florería donde además estaba instalada una de las dos fábricas de coronas de flores mortuorias existentes entonces.
Desde la década de los 40, Rivero se había convertido en uno de los principales intermediarios en la venta de terrenos y bóvedas en el cementerio de Colón, donde era además un fuerte propietario de terrenos. Poseía 979 títulos de propiedad. Sus hijos, ya en 1958, invirtieron unos 20 000 pesos en la compra de diez nuevos títulos, por los que pagaron 80 pesos por metro cuadrado.
En un texto publicado en la revista Social, en su edición de noviembre de 1917 e incluido en sus Artículos descostumbres (2004) el historiador Emilio Roig afirma que el médico de los muertos era el mejor y más famoso de los galenos porque no ha matado a ninguno de sus clientes. Observaba el cadáver a su llegada al cementerio y a golpe de ojo certificaba lo que ya se sabía.
¿Habrá descubierto, se pregunta Roig, el misterio de la muerte? Existe, cree adivinar el historiador, cierta inteligencia entre el personaje y sus clientes pues al examinarlos les guiña un ojo en señal de connivencia. ¿Le contestan los cadáveres? ¿Hay un santo y seña en ese guiño o es solo un tic nervioso? Tal vez ni el mismo médico de los muertos sea capaz de responder a esas preguntas, y si puede hacerlo, es preferible que no revele el misterio porque al fin y al cabo, asevera Roig, ¿qué haríamos con la verdad?