Lecturas
Si Cristóbal Colón reveló la existencia de la Isla y la colocó en el mapa, y el sabio alemán Alejandro de Humboldt se encontró con su naturaleza, Fernando Ortiz se adentró de lleno y con «paciencia, ciencia y conciencia», como era su divisa, en el hombre que la habita para descubrirlo. Por eso se le ha llamado, con razón, el tercer descubridor de Cuba.
Fernando Ortiz nació en La Habana (16 de julio) hace 141 años y legó una obra monumental. Su bibliografía activa la conforman casi 900 asientos, entre ellos, más de 30 títulos considerados como sus obras capitales. Sus trabajos cubren un campo que va desde el derecho penal y la dactiloscopia hasta el estudio pormenorizado del hombre cubano. Fue un animador de la cultura; etnólogo, historiador y folclorista, y también arqueólogo, antropólogo, sociólogo, sicólogo, lexicógrafo… todo a la vez. Esa diversidad de su inquietud intelectual es solo aparente. Para él, Cuba y su cultura eran un ajiaco y ese concepto para clasificar a la cultura cubana ayuda a aclarar el fenómeno Ortiz. Todo lo que hizo tuvo un denominador común: Cuba. Y una sola intención: la de estudiar, desde diferentes ángulos, la cultura y el hombre cubanos; suma de elementos diversos que dieron nacimiento a un producto distinto a los factores que intervinieron en su formación.
No existieron para él las especializaciones. Cuando comenzó su trabajo todo estaba por hacer y se vio obligado a arrancar de cero. De ahí su condición de enciclopedista, de culturólogo. Más que un pionero, dijo Roger Bastide, fue un maestro de las Ciencias Sociales.
No había cumplido aún los 25 años de edad cuando ocurre un hecho trascendente en la vida de Ortiz. Ve en el Museo de Ultramar de Madrid, trajes de diablitos y un tambor batá. Las piezas lo impresionan vivamente y de nuevo en Cuba, ansioso de volcarse sobre los problemas sociales del país, le sale al paso el negro y se percata de la importancia de ese factor integrante de la nacionalidad. Pero, recordaba Ortiz, nadie lo había estudiado. Añadía: «Para algunos no merecía la pena; para otros era muy propenso a conflictos y disgustos, para otros era evocar culpas inconfesadas y castigar la conciencia; cuando menos, el estudio del negro era tarea harto trabajosa, propicia a las burlas y no daba dinero».
Constató que si bien existía una vasta literatura sobre la esclavitud, apenas había nada sobre el negro como ser humano. Acerca de sus valores espirituales, su historia, su lengua, su arte… se hablaba como a hurtadillas, y hasta los mismos negros, y sobre todo los mulatos, parecían querer olvidarse de sí mismos y renegar de su raza para
borrar martirios y frustraciones. Nadie sabía nada, y espoleaba el interés de Ortiz la circunstancia de que el asunto se presentara de manera tenebrosa, envuelto en fábulas macabras y en sucesos de sangre terribles.
Pronto se percató de que se enfrentaba no solo a una muy curiosa masonería negra, sino a una maraña complejísima de supervivencias religiosas procedentes de diferentes culturas lejanas y con estas variadísimos linajes, idiomas, tradiciones, músicas… traídos desde muy diversas latitudes africanas y que aquí se presentaban intrincadas por haber llegado a este lado del Atlántico en una transportación caótica, «como si durante cuatro siglos la piratería negrera hubiese ido fogueando y talando a hachazos los montes de la humanidad negra» para arrojarlos, revueltos y confusos, en la Isla.
Imposibilitado de entrar en el mundo que quería estudiar, el entonces recién estrenado fiscal sustituto de la Audiencia de La Habana se acercó a la cultura negra por la vía penal. Publica así Los negros brujos (1906), grupo que inserta en lo que llamó hampa afrocubana. Obra que rectificará y superará con el tiempo. Diez años más tarde da a conocer Los negros esclavos, un libro prácticamente insuperable sobre la esclavitud en América y en el que se diluye el concepto de hampa afrocubana. En 1924 publica Glosario de afronegrismos, admirable trabajo de filología y sociología.
Hará un aporte fundamental en el campo etnográfico. Al concepto de «aculturación» —proceso de asimilación o adaptación de la cultura por parte de un pueblo mediante el contacto con la de otro más desarrollado— el sabio cubano opone la «transculturación» para calificar la fusión de dos o más culturas que engendran una cultura de síntesis, diferente en sus características a los elementos que la originaron.
Expuso ese concepto en la que muchos consideran su obra más importante, Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar (1940). A ese título siguen La africanía de la música folclórica cubana (1950), Los bailes y el teatro de los negros en el folclor de Cuba (1951) y Los instrumentos de la música afrocubana, que publicó en cinco volúmenes entre 1952 y 1955. Su libro El engaño de la razas (1945) es punto culminante de su indagación sobre el aporte negro a la cultura cubana y al desarrollo del país. Historia de una pelea cubana contra los demonios (1959) es su último libro. «Demoledor alegato contra las supersticiones religiosas provenientes de Europa, pues al cabo el africano no trajo a Cuba más supersticiones ni peores que las que vinieron amparadas en la Biblia y en el crucifijo», dijo don Fernando.
«En su dedo pulgar derecho había una zanja del grueso de un lápiz. Era la huella dejada por el trabajo en sus libros», refiere Miguel Barnet, que fue su amigo
y colaborador en los años finales de Ortiz. Casi siempre sentado en la cama, con una tablita apoyada sobre las piernas, don Fernando escribió invariablemente a mano. «El trabajo me mejora», afirmaba. Trabajó mientras le alcanzaron las fuerzas, pese a la pérdida casi total de la visión, los bloqueos cardiacos, la esclerosis, la gangrena seca…
Conchita Fernández, que fue su secretaria durante una década a partir de 1934, y le tocó mecanografiar algunos de sus libros esenciales, nunca se explicó cómo don Fernando pudo hacer todo lo que hizo, desde legar la obra que legó, presidir varias sociedades culturales, dirigir revistas y colecciones editoriales y atender sus negocios, para los que mostraba una rara habilidad. Tenía un tremendo sentido de la organización y era muy estricto, decía Conchita, que recordaba a Ortiz como un hombre jovial, generoso, preocupado siempre por los problemas de los demás. Con un sentido extraordinario del humor. Él se refería a ella como «la insuperable traductora de mis jeroglíficos». Ella nunca lo llamó don Fernando ni Maestro, sino siempre Doctor Ortiz, aunque cuando lo aludía en tercera persona y ya en un plano de confianza, se refería a él como «el Illamba», que es como se dice jefe en un argot africano.
«Él pudo escribir como Santa Teresa su Libro de las fundaciones», dijo Juan Marinello. Alfonso Reyes expresó por su parte: «Ortiz es sabio en el concepto humanístico y sabio en el concepto humano. El estudio no lo aísla del mundo, antes robustece en él los saludables intereses de la vida que nos rodea». Legó una fecunda concepción de la cultura cuando, luego de una visita a las ruinas mayas de Copán, expresó en la clausura de la Primera Conferencia Internacional de Arqueólogos del Caribe (Tegucigalpa, 1946): «Debemos aspirar a mejor vida sin morirnos».
Tengo más de 20 libros en la cabeza, pero temo que la vida no me alcance para tanto, dijo a su amigo, el genial caricaturista Juan David.
Escribió: «Veo y no veo bien; estoy ciego. Oigo y no oigo bien; estoy sordo. Estoy en el momento más pesado de mi vida. Estoy viendo visiones». A partir de 1967 se reducen sus momentos de lucidez y en medio de letargos cada vez más prolongados, cree verse en compañía de la madre, de los amigos muertos, de figuras famosas que le tocó conocer. El 10 de abril de 1969 emprendía don Fernando Ortiz, el tercer descubridor de Cuba, su largo viaje a Guinea. Su cadáver fue velado en los salones de la Sociedad Económica de Amigos del País, a la que tanto tiempo había dedicado.
«Viví, leí, publiqué, siempre apresurado y sin sosiego porque la fronda cubana era muy espesa y casi inexplorada, y yo con mis pocas fuerzas no podía hacer sino abrir alguna trocha o intentar derroteros. Y así ha sido toda mi vida y nada más».