Lecturas
Cuba no tuvo moneda propia hasta 1915. Hasta entonces y desde el cese de la soberanía española sobre la Isla, circularon aquí el centén español, el luis francés y el dólar norteamericano. No resultó fácil la aceptación de la nueva moneda y el Gobierno se vio obligado a advertir que su rechazo constituía un delito y que podían ser procesados los que no quisieran admitirla. Ya en el mes de septiembre un decreto del presidente Menocal prohibía la circulación de la moneda extranjera. Pero entre la advertencia y el decreto prohibitorio entraron al ruedo los centenes falsos. Centenes falsos que después serían muy demandados pues, confeccionados con platino enchapado en oro, valían tres veces lo que los centenes verdaderos.
A fines del siglo XIX y a comienzos del XX no figuraba aún entre los personajes populares habaneros el voceador de periódicos. No existía, sencillamente, porque los diarios de entonces tenían una circulación que solo alcanzaba a los adinerados y pudientes, quienes, por afanes culturales o por el deseo de estar informados, pertenecían o aspiraban a pertenecer a una élite que, entre sus privilegios, tenía el de gozar de la suscripción a un periódico.
El hombre que vendía el periódico por la calle y además pregonaba las noticias principales —diligente auxiliar de la prensa, como le llamó alguien— apareció más tarde como resultado de las tiradas crecientes y las sucesivas ediciones que a lo largo del día hacían los diarios y que exigían su distribución entre sectores dispersos del público.
De uno de aquellos vendedores de periódicos —vendedores de verdad— habló José M. Muzaurrieta, periodista de anjá, en una de sus crónicas. El hombre, negro y ágil y chispeante, vendía El Imparcial, el mismo periódico que vendió Kid Chocolate, y Muzaurrieta, que dirigía dicho diario, recordaba que en cada jornada recogía de los primeros los paquetes recién salidos de la imprenta y con afán revisaba un ejemplar en busca de la noticia que vocearía y que le permitiría mover la curiosidad de los compradores. Si no encontraba en la primera página nada que le sirviera para el «ataque», pasaba a las páginas interiores, una a una hasta llegar a la última.
Si un día el periódico «no venía bueno», exteriorizaba su desagrado, pero vendedor al fin volvía a sumergirse en sus páginas en busca de un gancho para la venta, como en aquella ocasión, en que, cansado de buscar, volvió sobre la sección de Policía, donde un pequeño suelto daba cuenta de la denuncia de un individuo en cuyo domicilio arrastraban cadenas por la noche y se producía un ruido espantoso que le impedía dormir.
El voceador dio saltos de júbilo. Había encontrado lo que buscaba. Como una flecha salió a la calle. Gritaba: «¡Cómo están los espíritus en Jesús del Monte! ¡Maltratan y atormentan a una familia! ¡El Imparcial con las últimas noticias! ¡Fotografías y detalles!».
A cualquier suceso, por insignificante que fuera, aquel voceador le sacaba lascas y luego de vender cuatro o cinco paquetes, no era raro que volviera por más al periódico.
El colmo, recordaba Muzaurrieta, fue la ocasión en que no encontró en el periódico del día nada, absolutamente nada que le sirviera para sus pregones y «ataques». Protestó, se indignó, despotricó contra los redactores hasta que recordó que él era un vendedor y lo suyo era vender. Al salir del Departamento de Ventas, gritaba: «¡El Imparcial! ¡Vaya! ¡El Imparcial con el crimen de mañana!».
Pero no siempre el voceador tenía que romperse la cabeza en busca de la frase sensacionalista que atrajera a los compradores. Periódicos había que se las ponía en la boca. Como aquella que apareció en una edición del vespertino Pueblo.
El voceador avanzaba por el Paseo del Prado en busca del Parque Central y a voz en cuello repetía: «¡Herido Grau! ¡Herido Grau!», y los transeúntes, movidos por esa curiosidad enfermiza que todos llevamos dentro cuando se trata de tragedias ajenas, pero justificada en este caso por tratarse del presidente de la República, le arrebataban prácticamente los ejemplares de las manos. ¿Un accidente? ¿Un atentado, acaso? Nada aclaraba el voceador que se limitaba a repetir el cintillo que, con letras enormes, ocupaba la mitad superior de la primera página del diario.
Allí, en efecto, se leía: «¡Herido Grau!». Y con letras muy pequeñitas se precisaba: «Moralmente».
Una de las grandes preocupaciones del presidente José Miguel Gómez (1909-1913) fue la de consolidar el prestigio internacional de la naciente República de Cuba. Abrió legaciones y consulados donde pudo hacerlo y facilitó de manera invariable el dinero necesario para que siempre hubiese una delegación cubana en congresos mundiales donde se trataban asuntos que pudiesen contribuir al progreso de la Isla y en los que Cuba pudiera hacer sentir su presencia. No se olvide que José Miguel se percató antes que nadie de que la salud pública necesitaba de un organismo que la rigiera y esa idea lo impulsó a crear el Ministerio de Salubridad, el primero que existió en el mundo.
Pero a lo que iba. En 1910, José Miguel repartió abundante remesa de casacas diplomáticas, y la República, de guante blanco, encarnada en sus embajadores de carrera, o en enviados especiales o plenipotenciarios, visitó Argentina, México y Chile, de fiesta las tres al cumplirse cien años de sus alzamientos respectivos contra España.
Por razones que desconocemos no envió el Gobierno cubano representación alguna a Colombia, que ese año celebraba el siglo del inicio de su revolución. Pero en aquellas fiestas, Cuba estuvo representada, en espíritu al menos, por un carpintero. Un carpintero bayamés. Manuel del Socorro Rodríguez. Los colombianos colocaron su ilustre efigie en el Salón de la Prensa, que se inauguró el 20 de julio, fecha de la celebración. Y es que el mestizo Manuel del Socorro Rodríguez, director de la Biblioteca Pública de Santafé de Bogotá, es el iniciador del periodismo en Colombia.
Nació en 1758. En su partida de bautismo se le consigna como blanco, pero Francisco de Calcagno aseguraba que «generalmente se le suponía mulato de condición etiópica». Muy pobre, trabajó desde muy temprano como carpintero e, imposibilitado de asistir a la escuela, aprendió a leer y a escribir en los mismos lugares donde laboraba. Con el tiempo llegaría a adquirir una preparación excepcional para su época en Cuba.
Fue entonces que, mediante un memorial, solicitó empleo al rey Carlos III y pidió que, antes de concedérsele, se le examinara. En el colegio de San Carlos lo sometieron a prueba en las ramas de las Humanidades y salió tan airoso de ella que el mariscal de campo José de Ezpeleta, promovido de Capitán General de la Isla de Cuba a Virrey de Santafé de Bogotá, decidió llevarlo consigo y allí le encomendó la dirección de la biblioteca.
Bajo los auspicios de Ezpeleta, que era aficionado a las letras, Manuel del Socorro publicó, en enero de 1791, el primer número del Papel Periódico de la Ciudad de Santafé de Bogotá, por lo que es tenido como el iniciador del periodismo en lo que entonces era el Nuevo Reino de Granada; la actual Colombia.
Cierto es que allí hubo antes (1789) otro periódico, La Gaceta de Santafé, pero de vida tan efímera que apenas se le toma en cuenta. La publicación que dirigía el cubano, en cambio, se mantuvo durante cinco años y en sus páginas vieron la luz importantes artículos sobre política, historia natural y literatura, entre otros temas.
No acabaron con El Papel Periódico las andanzas de Manuel del Socorro Rodríguez en el periodismo colombiano. A partir de 1808 dirigió El Redactor Americano. Y otra que llevaba el nombre de El Alternativo del Redactor Americano. En el primero se propagaban «cuantas noticias instructivas, útiles o curiosas se adquiriesen en el Reino y fuera de él». Esto es, se trataba de un periódico. El Alternativo… tendía más a lo que son las revistas actuales, pues daba cabida a materiales extensos. Ambas publicaciones aparecieron durante tres años y tanto fue su éxito que desde sus primeros números contaron en Santafé con más de 400 suscriptores, lo que era mucho por aquellos tiempos.
Finalmente el bayamés abrazó la causa de la independencia de América. Llevó una vida austera, dedicada al estudio y al cumplimiento de sus deberes. Habitó, desde que asumió la dirección de la Biblioteca, en una pequeña habitación del mismo edificio. Allí, en 1818, lo encontraron muerto, extendido sobre el pedazo de madera que le servía de cama y envuelto en el tosco sayal de los franciscanos.
Fue asimismo un inspirado poeta. Su poema Las delicias de España es una muestra interesante de un gongorismo elemental que el autor supo mantener sin embargo a lo largo de todas las octavas que lo conforman. Octavas que muestran a ratos, al decir de José Lezama Lima, «una calidad muy poco frecuente en la poesía de su época en Cuba».
Cuando pasó en el colegio de San Carlos aquellas pruebas de Humanidades, también participó Manuel del Socorro en un concurso de escultura. Dejó al campo a los dos escultores que entonces se consideraban los más importantes de la Isla. Pero esta parte de su obra, así como sus pinturas, apenas llega a nosotros. Lezama alude a sus crucifijos tallados y a su cuadro de la Santísima Trinidad, pero los da por perdidos.