Lecturas
Estaba próximo a morir un anciano y rico caballero, de los más estimados
y respetados de la sociedad habanera, y tanto como los que lo conocían de trato como solo de nombre se interesaban por su salud.
Pendiente del asunto estaba, de manera especial, Pablo Álvarez de Cañas, afamado cronista social del periódico El País, esposo de la escritora Dulce María Loynaz. Como ya lo de la muerte no tenía remedio, por lo que Álvarez de Cañas se sentía de verdad ansioso era por ser el primero en anunciar en su crónica el esperado desenlace, pues «dar el palo periodístico», según expresión propia de la prensa, fue siempre una de sus preocupaciones esenciales.
Con su persistencia característica, traía el cronista locos a los médicos encargados de la atención del paciente —mé-
dicos todos amigos suyos— a fuerza de recados y llamadas telefónicas inquiriendo una y otra vez por el curso de la enfermedad.
Estaba el pobre señor ya desahuciado y próximo a su fin, cuando uno de sus médicos, preguntado una vez más a las 12 de la noche, se quitó de arriba a Pablo. Le dijo: No vuelvas a preguntar. No llega a la madrugada.
Y en efecto, Pablo no preguntó más. Pensó que a esa hora todavía tenía tiempo de insertar en su columna la noticia del fallecimiento, con lo que así se adelantaba a sus colegas y, tal como lo pensó, lo hizo, apresurándose por dictarla por teléfono al diario, con los aditamentos propios del caso.
Al día siguiente, muy de mañana, la triste nueva fue de conocimiento general, y como no se estilaban entonces los tendidos en las funerarias, empezaron a llegar a la casa del finado numerosas coronas fúnebres.
Pero ¡horror de los horrores! El finado no era todavía finado. Y sobra decir la furia de su familia al enterarse de lo que sucedía; la lluvia de improperios se desató y alcanzó al periódico y al cronista.
Los compañeros de Álvarez de Cañas trataron de tapar el asunto a fin de que Alfredo Hornedo, director-propietario de El País, no se enterara. Pero ¿de qué modo? Tarea inútil porque lo sucedido estaba en todas las lenguas, sazonado con los comentarios que son de suponer. La metedura de pata podía significar la destitución inmediata del culpable, una suspensión temporal o, al menos, una severa amonestación. De cualquier modo, la ruina de toda una carrera.
Sucedió lo imprevisto. Hornedo —«el muy ilustre senador Hornedo», como se le llamaba de manera invariable en su propio periódico— al enterarse del incidente, en lugar de indignarse, estalló en rotundas carcajadas. Sus colaboradores nunca lo habían escuchado reír de tal forma. Y en cuanto al supuesto difunto, lo fue de veras apenas unas horas más tarde.
—Después de todo —decía imperturbable Pablo Álvarez de Cañas— no sé el por qué de tanto alboroto. El tipo, en definitiva, se murió. Yo solo garanticé el palo periodístico.
Conversaba José Lezama Lima con la doctora Ada Kourí. La esposa del entonces canciller Raúl Roa era la médico de cabecera —cardióloga— de María Luisa Bautista, esposa del poeta.
Al autor de Paradiso en su juventud le llamaban «el flaco», pero engordó con los años y llegó a alcanzar unas 250 libras de peso. Gustaba de repetir una frase que atribuía al griego Hipócrates, uno de los padres de la Medicina. Decía: «Todos los males que se derivan del exceso de comer son menores de los que se derivan del exceso de no comer». En esa mañana en que la especialista hacía una visita amistosa —no
de médico— a la casa de Trocadero número 162, en La Habana, la conversación pasó de un tema a otro hasta que cayó en el de la obesidad. Comentó Lezama:
—Nada, doctora, mi gordura es glandular.
—Mire, Lezama, la gordura glandular no existe —ripostó, rápido, la Kourí—. Tenga presente que en los campos de concentración de Hitler no se vio un solo caso de gordura glandular… Si no hay comida, no hay gordura.
Héctor de Ayala era el embajador de Cuba en Francia. Lo fue por más de 15 años. Los presidentes cambiaban, los cancilleres se sucedían, pero nadie lo tocaba. No debía su cargo a la política sino a su fortuna. Pocos, con el raquítico presupuesto estatal, podían mantener el nivel de relaciones que el personaje mantenía con el universo
social francés. Fue de los «muchachos» de la Acera del Louvre y encontró su hada madrina en una de las hijas del primer matrimonio de Juan Pedro Baró, que terminaría uniéndose en segundas nupcias con Catalina Lasa. Vivía Ayala con su esposa en la Avenida Foch número 56, donde en otros tiempos habitaron Juan Pedro y Catalina; la casa de su suegro
Tenía el Embajador una excelente colección de pintura cubana y francesa y en su despacho colgaba un Picasso por el que pagó una fortuna. En verdad, era un snob. Se hacía servir en la mesa por criados con librea Luis XV, guantes y peluca de albura impoluta y calzas blancas hasta la rodilla. La profusión de copas y cubiertos infundía temor a sus invitados cubanos, poco habituados a las exigencias de la etiqueta. En fin de año, los Ayala enviaban una tarjeta de felicitación con una inscripción manuscrita: «Entre los recuerdos que nos son gratos en estos días, el de nuestra amistad es uno de los que más apreciamos». Pero todas las tarjetas decían exactamente lo mismo. Ayala solía despedirse de su interlocutor con un «Vamos a mantenernos en contacto», pero nunca precisaba cuándo ni cómo ni dónde.
En una ocasión invitó al joven narrador Lisandro Otero, que hacía entonces estudios en la Universidad de la Sorbona, a que lo acompañara al Maxim’s. Lisandro, un estudiante pobre, que vivía en un hotelucho y comía en fondas universitarias, vio los cielos abiertos. Era la dorada oportunidad de visitar uno de los restaurantes más famosos de París y el mundo. El Mercedes del Embajador avanzó por los Campos Elíseos y en la Rue Royale descendieron del coche. Ayala entonces estrechó la mano de Lisandro. «Muchas gracias por haberme acompañado al Maxim’s», dijo y entró solo al restaurante, dejando a Lisandro frustrado en la acera.
Ensayaba el grupo de ballet de ProArte Musical para la función que tendría lugar en unos días. «Era muy especial porque sería nuestra primera presentación pública», recordaba la bailarina. Alicia se encontraba en el centro de la fila de muchachitas, y hacían el arabesque, paso en que se inclina el cuerpo hacia delante y se levanta el pie hacia atrás, apuntando hacia arriba. De pronto advirtió que las señoras que seguían el ensayo y que eran las madres de las muchachas del elenco, siempre tan calladas, rompieron a hablar entre sí como si algo les preocupara. Al final del ensayo pidieron a Alicia que se acercara, la rodearon y le hablaron bajito, como perdonándole la vida.
Sucede que tú levantas demasiado la pierna, y eso rompe con la uniformidad del grupo, dijo una. Y se ve muy feo, remarcó otra. La niña no entendía bien; tenía muchas ganas de llorar. Habló entonces otra de las madres consejeras, la que parecía más disgustada y ofendida de todas: Es que no es de niñas decentes levantar así la pierna. Alicia quería morirse. Por suerte, su hermana
reaccionó con rapidez y la sacó de allí.
Ya en la casa, contaron a la madre lo sucedido. Alicia rompió a llorar. Se sentía muy mal. La señora llamó al profesor Yavorski, preguntó cuándo podría visitarla y lo invitó a almorzar. Ya él se había deleitado otras veces con la exquisita cocina de doña Ernestina.
Recordaba la bailarina que su madre tenía una forma muy sutil de preguntar. Lo hacía despacio, de a poquito, y la gente terminaba contando lo que a veces no quería decir. Preguntó a Yavorski lo que pretendía con lo ejercicios que orientaba en clase. Inquirió por la posición de los brazos, se interesó por la forma en que debía erguirse la cabeza. Iba acercándose paso a paso a la gran pregunta que tenía escondida. Bueno, profesor, ¿a qué altura debe ir la pierna? La madre de la niña quería saber si debía levantarse a una altura determinada. Yavorski, que evidentemente nada sabía del regaño que días antes dieron a Alicia las señoras de ProArte, aclaró: No, la que puede, la levanta más. La que no, menos. La señora Ernestina sonrió: Escucha, Hunguita —la familia llamaba así a la bailarina—, la que pueda más, más.
Se marcha el profesor Yavorski, un ruso blanco que vino a La Habana con su compañía de baile y se quedó en la ciudad, y Ernestina dijo muy en serio a su hija:
«Fíjate, en los ensayos no levantes demasiado la pierna, pero en la función, como no la pongas en el techo, te la vas a tener que ver conmigo».
Llega al fin el día de la función. Es 29 de diciembre de 1931 y Alicia acaba de cumplir 11 años de edad. Hace el arabesque, y el público la aplaude a rabiar. Es la primera vez que cosecha aplausos y no quiere que ese momento pase. Su alegría es enorme. Tanta que no se percata de lo que es cierto: levantó su pierna alto, muy alto, como si hubiera querido elevarla al infinito.