Lecturas
Cuando el escribidor era niño —trasládese el lector a los años 50 del siglo pasado— el edificio que ocupa toda la manzana enmarcada por las calles B, C, 8va. y 9na., en la barriada habanera de Lawton, no era el convento de las monjas clarisas ni el convento de Santa Clara de Asís. Era, como si fuese el único, el convento a secas. Sus monjas habían hecho voto de clausura, sin otro contacto con el exterior que el locutorio provisto de una rejilla que les permitía conversar y ver a quienes las visitaban, sin que los visitantes pudieran verlas a ellas, mientras el torno hacía posible pasar al interior del edificio lo que pudiesen necesitar. Todo esto avivaba la imaginación del niño aquel que se sentía atraído asimismo por la granja Delfín, que se abocaba al llamado parque de B, muy cerca del convento; un asilo o internado para varones de entre seis y 14 años que con su propio peculio auspiciaba monseñor Manuel Arteaga desde sus tiempos de vicario general de la Arquidiócesis de La Habana. Como en Cuba nunca falta, para desmesurados y delirantes, una puerta secreta, una habitación clausurada o un pasadizo disimulado tras un escaparate, se decía entonces que un túnel subterráneo unía el convento con la granja.
El convento de las clarisas o de Santa Clara, en La Habana Vieja, es uno de los edificios más antiguos de la ciudad. Las gestiones para construirlo se iniciaron el 6 de abril de 1603 con un pedimento al rey Felipe III que no tendría respuesta hasta 30 años después cuando su sucesor, Felipe IV, lo autorizó. El lunes 1ro. de noviembre de 1638, en presencia del gobernador Francisco Riaño y de fray Jerónimo de Lara, obispo de Cuba, se colocó la primera piedra del monasterio e iglesia de las clarisas, que se edificarían con las limosnas de los vecinos. La iglesia, en la esquina de las calles Cuba y Sol quedó concluida en 1643, pero su campanario no estuvo listo hasta 1698. Las campanas que se instalaron en dicha torre y que en 1922 se trasladaron al nuevo convento en Lawton, fueron fundidas por Jerónimo Martín Pinzón, creador también de La Giraldilla.
El 4 de noviembre de 1644 llegaron, procedentes de Cartagena, en Colombia, las cinco monjas fundadoras. Las había demorado una cuestión burocrática, pues no acababa de precisarse si la nueva instalación estaría bajo la jurisdicción del Obispo de La Habana o del Superior de la Orden de San Francisco, como reclamaban las monjas y estipulaban las reglas y bulas papales, cuestión esta que se dirimiría un mes más tarde cuando tomaron posesión del edificio, sujetas al Superior de la Orden de San Francisco, las cinco religiosas colombianas. Con ellas ingresó la primera novicia nacida en La Habana, Ana Pérez de Carvajal, que adoptaría el nombre de Ana de Todos los Santos y, a pocos años de haber profesado, se convertiría en la segunda abadesa del convento y en la primera en ser elegida por los votos de la comunidad.
En sus inicios, la instalación solo contó con un claustro. Las solicitudes de nuevos ingresos y el hecho de que cada novicia llegara acompañada por dos o más esclavas obligaron, a partir de 1657, a la construcción de un segundo claustro desde el fondo de la iglesia hasta la actual calle Luz, en el área que ocupaba el matadero municipal. Ocupó asimismo la existente calle de Compostela a San Pedro y dio origen a las calles cortas de Porvenir y Santa Clara. El tercer claustro cortó la calle Aguiar y dio origen a la calle Damas desde Luz a Desamparados, y creó una complicación adicional, pues muchas familias pedían construir para su hija una celda contigua o sobre la que tal familia construía para la suya.
Esos tres claustros, más la huerta del convento en la esquina de Luz y Habana, crearon una propiedad de cuatro manzanas limitadas por las actuales calles Cuba, Sol, Habana y Luz. En 1761, afirma el historiador Arrate, había cien monjas en el convento, que con sus sirvientas y esclavas hacía que fueran unas 250 las mujeres allí recluidas. Disponían las clarisas de cementerio propio. Cuando a comienzos del siglo XIX se prohibieron las inhumaciones en las iglesias, las monjas habaneras merecieron el privilegio de seguir haciéndolas en sus conventos, prerrogativa que las cortes madrileñas desaprobaron. Fue entonces que Sor Úrsula de la Encarnación, a la sazón abadesa de Santa Clara, pidió al despótico Fernando VII que se le permitiera seguir sepultando a sus monjas en el panteón de que disponían en la huerta y, de paso, recordó al monarca los 11 200 pesos fuertes que las clarisas le habían hecho llegar desde La Habana para cubrir urgencias de Estado. Fernando complació a la abadesa.
Cuando las clarisas abandonaron La Habana Vieja para instalarse en el nuevo edificio del reparto Lawton y el convento quedó abierto al público, toda una avalancha de gente se precipitó para visitarlo. En los casi 300 años que la instalación llevaba cerrada a cal y canto, fueron tejiéndose, en torno al monasterio, las leyendas más increíbles: cementerios ocultos, celdas de castigo, evidencias de amores prohibidos… pero en verdad poco rastro tangible de aquellas habladurías pudo encontrarse en el edificio, aunque sí mucho cabello que las novicias, al ser rapadas, ocultaron en los tubos de hierro que servían en la época para «trancar» paredes de un metro de espesor.
Uno de los primeros visitantes fue Alejo Carpentier, entonces un joven periodista a quien la visita dio pie a una crónica que publicó en el periódico habanero El País, el 16 de octubre de 1922, y apareció bajo el seudónimo de Lina Valmont, que era el nombre de la madre del escritor. ¿Qué vio Carpentier tras aquellos vetustos muros? Sencillamente, dice, «el romance y la leyenda de la ciudad antigua». Precisa: «Mucho se ha dicho y escrito durante estas últimas semanas sobre el secular convento de Santa Clara de Asís. Su descubrimiento —ya que este nombre le podemos dar a su hallazgo, por parte del público— sorprendió agradablemente a todas las clases intelectuales de La Habana que durante años y años se paraba delante de los macizos muros del silencioso edificio, sin sospechar que estas paredes envolvían reliquias históricas de valor y durante años también se creyó que los vestigios de la Habana antigua, excepto naturalmente los que todos veían, habían desaparecido». Tras sus muros se conservaba lo que el obispo Pedro Morell de Santa Cruz, en su visita eclesiástica de 1755-1757, llamó «una ciudad abreviada». Allí estaban los mostradores del mercado que un día dio servicio a la villa, el primer servicio sanitario público, la primera fuente, un mesón, el matadero municipal, trechos enteros de calles perfectamente conservados, plazoletas y, en la calle Lágrimas esquina a Angustias, la famosa Casa del Marino.
Con la entrada del siglo XX el ruido fue haciéndose insoportable por el intenso tráfico de la zona, y el convento empezó a perder privacidad, pues si bien carecía de ventanas en su planta baja, sus patios y corredores se hicieron visibles desde edificios vecinos de mayor altura. En 1911 las monjas, con autorización de Pedro González Estrada, obispo de La Habana, comienzan las gestiones para la venta del edificio en un millón de pesos. Siete años después se constituye la Compañía Urbanizadora Santa Clara S. A., que demolería el convento y construiría edificios para viviendas y comercio. En 1921 se lleva a cabo la compra/venta del inmueble en una transacción en que las clarisas están representadas por su Abadesa y algunas monjas autorizadas, y la urbanizadora por Eudaldo Romagosa, propietario de la cervecería Polar y miembro de la directiva de la Asociación de Dependientes del Comercio de La Habana, propietaria de la quinta Dependientes —Hospital Diez de Octubre—, donde hay un pabellón que lleva su nombre. Las clarisas recibieron como pago un certificado de depósito, que expidió el banquero Narciso Gelats, por la cantidad de 400 000 pesos y una primera hipoteca de $600 000 con intereses al cinco por ciento. La situación económica del país impidió llevar a vías de hecho el proyecto de los compradores, y en una sucia operación, el 10 de marzo de 1923, el presidente Alfredo Zayas autorizó adquirir de la compañía urbanizadora el viejo convento. Se pagaron 2 350 000 pesos, y el Gobierno era el encargado de liquidar la hipoteca que mantenían las clarisas. Contra ese acto, que reportaba una tajada de más de un millón y cuarto de pesos a repartir entre el Gobierno y la compañía urbanizadora, se rebeló en 1923 el poeta Rubén Martínez Villena en un gesto lleno de audacia y juvenil insolencia y también de elevada rectitud moral, que pasó a la historia republicana como Protesta de los Trece.
Un año antes, las 31 monjas que conformaban entonces la comunidad de las clarisas se trasladaban al nuevo convento en Lawton, edificio de cuatro claustros y que desde el campanario regala una imagen de La Habana que corta el aliento. Monseñor Rodolfo Loiz, de la iglesia del Corpus Christi, en el Gran Bulevar del Country Club —Avenida 146— dijo al escribidor que el traslado entre un edificio y otro demoró cinco años.
En Lawton estuvieron hasta 1961. Los años iniciales de la Revolución trajeron hondas contradicciones entre la Iglesia Católica cubana y el Estado, que se superarían con el tiempo. Pero ya las cuarenta y tantas clarisas cubanas habían salido al exterior divididas en tres grupos; uno con destino a España, otro, a México, y el tercero a Estados Unidos. En el año apuntado se nacionalizó la enseñanza y el edificio del convento, convertido en escuela, quedó en manos del Estado, mientras la iglesia de Santa Clara quedaba en poder de la Arquidiócesis. Hace poco tiempo uno de los claustros y el sótano fueron devueltos al Arzobispado.