Lecturas
Un lector cubano escribe desde Puerto Rico para reprochar al escribidor que en su página sobre los cines habaneros del pasado 29 de septiembre no mencionara el teatro Encanto, a su juicio, por su arquitectura y decorados, el más bello de la ciudad.
María Victoria Zardoya y Marisol Marrero en su libro sobre el tema que apareció con el sello de Ediciones Boloña, dedican dos páginas a esa sala cinematográfica que quien esto escribe no llegó a conocer. Dicen las autoras citadas que se inauguró en 1928 y funcionó hasta 1950 cuando sus propietarios, que también lo eran de la exclusiva tienda por departamentos del mismo nombre, decidieron demolerlo, convencidos como estaban de que había dejado de ser un buen negocio. Desmantelado el edificio, se emplazó un parqueo en el espacio que ocupó y luego se procedió a la construcción de un inmueble que dedicaba su planta baja a establecimientos comerciales y a viviendas los pisos superiores.
El teatro Encanto se ubicaba en Neptuno No. 161, entre Consulado e Industria, y disponía de 1 050 butacas. María Victoria Zardoya y Marisol Marrero en su libro Los cines de La Habana (2018) escribieron:
«El cine-teatro Encanto, que repitió el uso de elementos del neorrenacimieto español mezclados con elementos extraídos de nuestra arquitectura barroca del siglo XVIII, en particular los óculos cuadrifoliados. Las alusiones a lo hispano fueron múltiples… La sala imita una gran plaza española… y la cubierta simula la gran bóveda celeste con la luna y las constelaciones. El vestíbulo no era simétrico, lo que se acentuaba con una decoración diferente a cada lado. Las escaleras… también eran diferentes.
Como parte del ambiente que antecedía a la sala de proyección se ubicaron enredaderas que trepaban hasta el techo para enlazarse al entramado de las vigas. Las paredes se decoraron con bastoncillos, hornacinas con santos, escudos de armas y una ventana triple con vitrales en la que se distinguía el escudo nacional cubano. El interior de la sala repetía el efecto escenográfico con fachadas falsas, propias de un espacio urbano. La pantalla estaba enmarcada por un gigantesco arco de medio punto a modo de gran puerta, rematada por un pretil con sinuosidades cóncavas y convexas, y dos torrecillas en los extremos coronadas con techos a cuatro aguas…».
El teatro Encanto, un proyecto del arquitecto Enrique Gil Castellanos, mereció el tercer premio en el Concurso de Fachadas auspiciado por el Club Rotario, en 1928. Fue el segundo cine atmosférico que se construyó en La Habana. El primero, por la magnificencia de sus espacios interiores y su privilegiada ubicación en una de las arterias principales —la avenida 23— del Vedado, fue el antiguo cine Riviera (1927) que antecedió al actual.
Explicaron las autoras citadas: «Los cines atmosféricos tuvieron mucho auge en Estados Unidos. Su creador, John Eberson, quien construyó más de cien de ellos durante las dos primeras décadas del siglo XX, los definió como espléndidos antiteatros bajo cielos estrellados… inspirados en jardines italianos, patios persas y templos egipcios».
Sobre el cine San Francisco escribe otro lector que evidentemente también lo hace desde el exterior. Expresa que la alusión a esa sala cinematográfica de la barriada de Lawton trajo para él un mundo de recuerdos. Era uno de los cines del barrio, junto al Victoria y el Lawton. También los cines Erie y Tosca, este último con fachada y vestíbulo de cierto empaque que contrastaban con lo incómodo de la sala; más ancha que larga y con butacas de palo. Era un local adaptado. De cualquier manera, ya no existe, como tampoco existe el Victoria ni el Lawton, que se convirtió en almacén, mientras que el Erie funciona como teatro y el San Francisco es sede de un proyecto comunitario. Salas cinematográficas cercanas eran Apolo, Ma’Ra, Santa Catalina, Florida y Los Ángeles. Este último es hoy una sala de video, en tanto que los otros tienen usos diversos. El cine Moderno, en la esquina de Toyo, que fue uno de los primeros edificios que utilizó en La Habana el lenguaje art decó, es una ruina. Alameda, en la calzada de Santa Catalina, permanece cerrado desde hace años, y lo mismo sucede con el Mónaco, construido especialmente para cine y áreas comerciales, con butacas acolchonadas y potente aire acondicionado.
Sé que muchos no creerán lo que diré enseguida: a comienzos de la década de los 60, el escribidor vio muchas de las películas de la Nueva Ola francesa en un cine de barrio y antes de que las pasaran en circuitos de primer nivel. En esa época existía la costumbre, que venía de atrás, de que los filmes, antes de estrenarse, se prestrenaran. Eran los años en los que los espectadores salían de las salas cinematográficas con la boca y la nariz cubiertas por el pañuelo. Si el prestreno obedecía, de seguro, a alguna estratagema comercial, lo del pañuelo en la boca era una medida sanitaria. Con un proceder tan sencillo se evitaba, decían entonces, la pulmonía o al menos el catarro que podía sobrevenir a causa del cambio brusco de ambiente. En esa época, cuando la película en exhibición se cortaba por algún motivo, los espectadores, al grito de «¡Cojo!», reclamaban la atención del proyeccionista. Como el mismo grito se repetía de cine en cine, cualquiera podía llegar a pensar que todos los proyeccionistas sufrían de ese impedimento físico.
Ir al cine de barrio era todo un paseo. Un verdadero acontecimiento. Una puerta a la aventura. El lugar más cosmopolita de la comunidad, aunque estaba a la vuelta de la esquina. Aparte de la película, uno iba a ver y a que lo vieran. Los caballeros, por lo que se podía presentar, se peinaban ese día con Glostora y se cepillaban bien los dientes con los polvos de San Agustín, que sacaban brillo y mataban los olores, y las señoritas, por el mismo motivo, entraban a la sala con un paquetico de pastillas de violeta o de ramitas de canela, mientras que los niños se conformaban con los besitos de chocolate, aquellas miniaturas de las que era posible echarse el paquete entero en la boca.
Muchos noviazgos se tejieron en aquellos cines. Y se destejieron. Se hicieron muchas promesas que desembocaron en matrimonio. Y se tramitó más de un adulterio. Invitar a la esposa al cine de barrio y llevarla luego a comerse un pastelito y tomarse un refresco en la cafetería de al doblar, eran gestos que se agradecían y recompensaban. Si se convidaba a la novia, había que disponer también de dinero para la entrada y la merienda de la inevitable chaperona que acompañaba a la pareja.
El cine de barrio era el mejor antídoto para el aburrimiento de las tardes de domingo. Era el lujo del pobre. El pobre entonces escogía entre dos salidas: iba al cine de barrio o, de noche, se conformaba con comprar con los ojos en las vidrieras de las grandes tiendas. Había donde escoger: 20 kilómetros de vidrieras conformaban la zona comercial habanera. Luego, si se lo permitía el presupuesto, se zampaba un cucurucho de maní y bebía una tacita de café de tres centavos y volvía a su casa a dormir.
Chaplin, en la pantalla grande, no era el mismo de los pedazos de película con los que en la televisión armaban La comedia silente. Era más potente en el cine el chorro de voz de Jorge Negrete, podían contarse las lágrimas de Sara García en aquellos dramones mexicanos que tanto gustaban, las muecas de Gardel se apreciaban mejor y Sarita Montiel lucía más apetitosa y encamable. Los cartones eran en colores y no en blanco y negro como en la TV. Los espadachines se batían de verdad y parecía real el monstruo de la Laguna Negra. Aunque la Comisión Revisora de Películas las clasificaba estrictamente por edades —las había para mayores de 12, mayores de 16 y, excepcionalmente, para mayores de 21— no se descartaba la posibilidad de alguna que otra escenita subida de tono en una cinta no prohibida, sin contar que con eso de la edad se podía engañar al portero o el portero se dejaba engañar. Aislado en la sala oscura, el espectador vivía su propia película.
Había cines de barrio con mala fama y otros que eran frecuentados por las familias. Esa fama se las daba, como norma, más la gente que los frecuentaban que las películas que exhibían. Cines como el San Francisco solo exhibía cintas en español, por aquello del analfabetismo. Existía en muchos cines lo que se llamaba el Día de Damas, en el que las mujeres no abonaban su entrada siempre que acudieran acompañadas de un hombre. Por exigirlo las compañías distribuidoras de películas, pagaban su entrada todos los niños que no fueran de brazos. La papeleta de fin de semana —de viernes a domingo— se expendía a 40 centavos.
La programación cambiaba tres veces por semana. Una era la de lunes y martes; otra la de miércoles y jueves, y otra distinta la que se daba de viernes a domingo. Si se llegaba a la sala cuando la función aún no había comenzado y las luces estaban encendidas, había música en el cine. En algunos le llamaban la sinfonía, aunque no lo fuese. La función se iniciaba con los anuncios que se proyectaban en pantalla. Carecían de imágenes y eran más bien carteles que anunciaban las ofertas de algunos establecimientos cercanos. Pasaban luego una película llamada de salón, seguida por algún episodio o material de cortometraje, el noticiero, los avances de las películas que se proyectarían más adelante y finalmente tocaba el turno al prestreno. Tanta oferta por tan poco dinero. Eran los centavos mejor pagados del mundo.
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