Lecturas
En Santiago de Chile, una mujer de ojos grandes y negros, tez más bien pálida y cabellos en forma de cofia, tomó la mano mulata de Nicolás Guillén y se quedó mirándola. ¿Simple curiosidad o ejercicio profesional?
Más bien lo último, pues Madame Seraphine le había prometido un estudio del estado en que andaban sus problemas terrestres en aquel año 1947. Era uruguaya, pero vivía en Chile y era viuda de un argentino amigo de Nicolás. Con su mano entre las suyas, le dijo:
—Este 1947 es promisor para su vida. Usted no se da cuenta tal vez que ha nacido bajo el signo de Cáncer y Mercurio, el trígono de Júpiter que lo va a favorecer grandemente en todos los aspectos: ganancias inesperadas, nuevas amistades duraderas, buena salud... Por otra parte, su temperamento es bastante lunático; gran sensibilidad y emotividad, humor variable, habilidad para expresar emociones y pensamientos ajenos, hay poca armonía en su carácter. Su mentalidad es fértil y evidencia un gran espíritu inventivo. Detalle que va a gustarle: la suerte lo favorecerá constantemente y lo sacará de las situaciones más difíciles.
Madame Seraphine tenía razón. Aquel 1947 es el año de El son entero, poemario donde Nicolás Guillén alcanza una madurez sorprendente y que antecede a Elegías y La paloma de vuelo popular en los que logra momentos de gran intensidad y consolidan su plenitud. Lo afrocubano ha quedado atrás y lo social, sin perder su vigencia y aun su urgencia, entra a formar parte, dicen los entendidos, de una ancha lírica de temas universales, de la actualidad y del recuerdo, de la patria y del amor, de la libertad perseguida y de la soñada para todos los hombres, del madrigal, de la denuncia y la canción del pueblo, todo en formas depuradas y serenas.
La realidad confirmó las palabras de la adivinadora. Disfrutó Nicolás de una larga vida —87 años— y la vivió con buena salud casi hasta el final. Padeció el exilio y resistió, sin claudicar, situaciones muy duras. Tuvo amistades duraderas y no dejó de ganar nuevos amigos y admiradores a lo largo de su carrera. Viajó por medio mundo y gozó, en Cuba y en el exterior, de múltiples reconocimientos.
Pudo y supo llevar a buen puerto las tareas que se le confiaban por complicadas que fueran. Una de ellas, quizá la más trascendente, fue, hace 58 años, la fundación de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, que presidió durante varias décadas.
Guardo algunos recuerdos entrañables del poeta y casi todos sus libros autografiados. Mi primera imagen de Nicolás Guillén corresponde al 26 de diciembre de 1962. Yo tenía 14 años de edad y esa noche pasé, supongo que de regreso de la Casa de las Américas, cuya biblioteca ya frecuentaba, por la casona de 17 y H, sede de la Unión de Escritores.
El edificio estaba iluminado. Había una recepción y, atreviéndome más de lo que me atrevía entonces, entré. No buscaba comer y mucho menos beber; quería únicamente ver a Nicolás en persona.
Había leído ya todos sus poemarios, en aquellas ediciones argentinas de Losada, y perseguía y recortaba las crónicas que publicaba en el periódico Hoy.
Al abordarlo, en un momento en que quedó solo en un ángulo del salón, pensé que me echaría los caballos encima por haberme metido en un sitio donde nadie me había llamado. Pero no. Me trató con suma afabilidad, y no sé de dónde, pienso que de un bolsillo de la chaqueta, sacó un ejemplar de ¿Puedes?, impreso por Fayad Jamís como un pequeño cuaderno, y lo firmó para mí. Era la primera vez que un escritor me firmaba un libro. Puso la fecha.
Por eso me es posible hoy, a la vuelta de los años transcurridos, precisar el día de aquel encuentro. El cuadernillo sigue siendo uno de los ejemplares más preciados de mi muy nutrida biblioteca. Incluye dos dibujos del poeta y, como una curiosidad, un fragmento, para leer frente a un espejo, del propio poema manuscrito. La edición constó de 500 ejemplares numerados. El mío es el 261 y debe ser, después de muchos años de publicado, toda una rareza bibliográfica. Solo Fayad Jamís era capaz de minilibros como ese, publicado con el sello de la librería La Tertulia, empeño que volvería a intentar, no creo que con mucho éxito, en la Biblioteca Nacional.
Otro momento memorable fue el del recital que en la Casa de la Cultura Checa —hoy centro de la prensa extranjera, en 23 y O— ofreció con los poemas de Tengo, título que en ese mismo año publicaría el inquieto Samuel Feijóo en la editorial de la Universidad de Las Villas, que dirigía, y en la que antes, creo que en 1962, diera a conocer, bajo el título de Prosa de prisa, una selección del periodismo del poeta.
Un momento más. Transcurría el Congreso Cultural de La Habana que en enero de 1968 reunió a más de 480 escritores y artistas no cubanos; gente de la talla de Cortázar, Matta, Siqueiros, Semprún, Saura, Benedetti… Una de esas noches, la del día 9 para ser exactos, una noche muy calorosa pese a la fecha y el aire acondicionado, se inauguraba la librería de L y 27 que con el tiempo recibiría el nombre de Fernando Ortiz, vecino de la misma esquina, pero en la acera contraria. A la venta, con la presencia de sus autores y de no pocos de los participantes al Congreso, estaban allí al alcance de los interesados El gran zoo, de Nicolás Guillén, aquella bellísima primera edición diseñada por Darío Mora; Ensayo de otro mundo, de Roberto Fernández Retamar, y En blanco y negro, de Ambrosio Fornet. Muestrario del mundo o Libro de las maravillas de Boloña, de Eliseo Diego, llamaba poderosamente la atención. Había visto el poeta el catálogo de la imprenta de don José Severino Boloña y no resistió la tentación de oponer a cada ilustración un poema que viniera a su vez a ilustrarla y quedara también ilustrado por ella, tal como se responden frente a frente, en una sala vacía, dos espejos. Entre otros títulos, estaban además a la venta Piel negra, máscara blanca, de Frantz Fanon, y el libro sobre Toussain Louverture, de Aimé Césaire, también presente aquella noche en L y 27. Todas las obras, o casi, llevaban el sello editorial del Instituto del Libro, y era asimismo esa institución recién creada entonces la que había acondicionado el local de la librería, un sitio amplio, cómodo y bien iluminado que propiciaba un adecuado encuentro entre libros y lectores.
Ensayo de otro mundo fue de los libros más demandados en aquella jornada. También El gran zoo.
Cuando apareció El gran zoo, en 1967, la crítica afirmó que ese libro debió ser escrito por un poeta joven. La aseveración hizo sonreír al escritor que andaba ya por los 65 años de edad. Hubiera sido magnífico, comentó. Y añadió de inmediato: Pero el joven que escribiera esos poemas debía tener por lo menos medio siglo de experiencia poética.
Largo había sido su camino en la poesía hasta entonces. Llevaba cerca de una década tanteando nuevos rumbos para su inspiración cuando, en 1930, dio a conocer Motivos de son, poemario al que seguiría otra colección de versos, Sóngoro cosongo. Guillén, que nunca se consideró un poeta de la negritud, asumía una poesía afrocubana, mulata. Pronto se vio inmerso en la poesía social, que llegó a ser militante y angustiosa. Pero lejos de encasillarse en esa zona, su decir se hizo universal y el poeta multiplicó sus temas y tonalidades en una diversidad que marcó definitivamente el carácter de su obra. Cultivó todas las formas estróficas. Escribió poemas teatrales. Escribió para los niños. Célebres son sus Poemas de amor, publicados en 1964. Y sus Elegías (1958). De ellas, la que dedicó a Jesús Menéndez, líder sindical asesinado en 1948, es uno de los poemas verdaderamente grandes del idioma; exigió a su autor tres años de trabajo. El color de su poesía se había hecho, sencillamente, cubano, y lo folclórico, lo afro, lo social llegaban a la gran poesía, a lo artístico universal.
Guillén nació en Camagüey, en 1902. La muerte de su padre, exsenador de la República y propietario y director de un pequeño periódico, lo hace buscar trabajo en una imprenta. Ya en La Habana, matriculó la carrera de Derecho, pero abandonó los estudios. Estuvo en la Guerra Civil Española. Se afilió, en 1938, al Partido Comunista, que terminaría exaltándolo como el Poeta Nacional de Cuba. Fue un viajero incansable.
Hay una faceta de su quehacer intelectual que se pasa casi siempre por alto. Guillén es uno de los grandes cronistas cubanos. Para vivir, se vio obligado a hacer periodismo y siguió haciéndolo cuando ya no lo necesitaba. Colaboró con casi todas las publicaciones nacionales y no pocas del exterior. Yo soy periodista y además poeta, decía y reafirmaba así su vocación. Casi todo lo que escribió en esa línea está contenido en los cuatro gruesos volúmenes de Prosa de prisa.
Su filiación política lo obligó a salir del país durante la dictadura batistiana. El triunfo de la Revolución lo sorprende en Buenos Aires. No tardaría en regresar a su patria, no sin antes escribir en la capital argentina el primero de los poemas que dedicó a Che Guevara.
Ocho años después impactó al millón de cubanos que, en la Plaza de la Revolución, asistía a la velada por la muerte del Guerrillero Heroico, cuando desde la tribuna dejó escuchar con su voz de bajo aquello de: —«No porque hayas caído tu voz es menos alta. / No por callado eres silencio…».
El proceso revolucionario que se abre para Cuba en 1959 colma todas las expectativas del poeta y lo canta en Tengo. Tres años antes, la intelectualidad cubana lo elegía, en una reunión memorable, para presidir la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, surgida de ese encuentro. Asumió con entusiasmo esa labor sin descuidar su obra.
Buscó en ella, infatigablemente, la siempre inalcanzable perfección que lo llevaba a corregir sin cesar lo que escribía. En 1982, con el título de Páginas vueltas, publicó sus memorias.
Murió en 1989, luego de un lento e inexorable declive físico y mental. Su poesía está traducida a todos los idiomas potables e impotables. Sus poemarios cuentan con numerosas reediciones en Cuba y no son pocos los estudios que abordan su vida y su obra. Los que lo conocimos, lo recordamos como un hombre fino, amable y cariñoso, que sigue ganando lectores 30 años después de su muerte.