Lecturas
El domingo pasado, al aludir a Crónicas mambisas, de Ismael Pérez Gutiérrez, prometimos que volveríamos sobre sus páginas. Se trata de una obra publicada en dos volúmenes con el sello de Ediciones Loynaz, de Pinar del Río, que aborda, como se desprende de su título, pasajes de nuestras guerras por la independencia. Es un libro que debía estar al alcance de los maestros cubanos y en las estanterías de las bibliotecas escolares, sin no/aunque está dirigido en particular a un público infanto-juvenil. Es de esos libros que cuando uno empieza a leerlos, no se aparta de ellos hasta el final.
En el prólogo a este título, afirma René González Barrios, presidente del Instituto de Historia: «Los protagonistas de estas historias son generales, oficiales, soldados, simpatizantes de la Revolución, pueblo sencillo, mujeres, hombres, niños y ancianos, blancos, negros, mulatos y chinos, y también extranjeros, en especial españoles, que se unieron al pueblo cubano para ayudarlos a hacer patria».
Reproducimos a continuación algunas de las crónicas mambisas de Ismael Pérez Gutiérrez.
El joven Oscar de Céspedes y Céspedes, el menor de los hijos del primer matrimonio del Presidente de la República en Armas, había partido de Nueva York en una goleta expedicionaria, logrando desembarcar armas y hombres en la costa norte de Oriente. Cuando pretendía llegar hasta el lugar donde estaba su padre para unírsele, en el trayecto entre Tunas y Holguín, el 12 de mayo de 1870, es capturado por las contraguerrillas La Unión y San Quintín, capitaneadas por Antonio Medina y Cipriano Villamarín, pertenecientes a una columna española al mando de Bonagasi.
Identificados por estos y conocedores de que poseen una buena presa, es trasladado a Puerto Príncipe. Allí se encontraba en esos momentos el mismísimo Capitán General, Antonio Caballero y Fernández de Rodas, quien lo exhibe como trofeo de guerra. Suponiendo encontrar en el padre rebelde los mismos instintos primarios que lo caracterizaron bajo su falso traje de militar de honor y pensando alcanzar la victoria a precio de infamia, hizo llegar a Carlos Manuel la propuesta de que, a cambio de su salida de la Isla, respetaría la existencia de su hijo. La respuesta intransigente y viril, aun con el alma desgarrada, no se hizo esperar.
—Oscar no es mi único hijo; soy el padre de todos los cubanos que han muerto por la Revolución.
A pesar de los esfuerzos realizados por el cónsul norteamericano en La Habana, Thomas Baddle, el joven Oscar es fusilado el 3 de junio en la capital camagüeyana, causando el asombro de sus mismos asesinos por la altivez con que enfrentó a la muerte. El padre, herido en lo más íntimo, perdía un hijo para ganar la paternidad de toda la patria cubana.
La columna española al mando del general Ramón Fajardo Izquierdo se adentra en la Sierra de Cubitas. El oficial español posee buenos informes de que la esposa del mayor general Ignacio Agramonte, Amalia Simoni Argilagos, en compañía de varias mujeres y niños, se refugia en un ranchón próximo a la finca El Idilio.
Sigilosamente avanzan hacia la posición y la rodean. Allí, ese 26 de mayo de 1870, el grupo se apresta a celebrar el primer año del vástago del Mayor con la esperanza de que este se presente, pues saben que se encuentra cerca. De pronto, la tropa española penetra en el claro, arrasa el rancho y después de identificar a los presentes inicia el regreso a su base, llevándose a las mujeres y los infantes.
Durante un alto en el trayecto, el militar se aproxima a Amalia y le propone dejarla en libertad si firma un papel en el que se pide a Agramonte abandone la lucha por la independencia de Cuba. Mirándole con desprecio, la espartana compañera, la digna camagüeyana, la insigne patriota, altivamente le dice:
—General, primero me cortará usted la mano a que le escriba yo a mi marido que sea traidor.
El general José Maceo sobresalía por derecho propio, no solo por ser hermano del Titán. Hombre de valentía rayana en la heroicidad, serenidad absoluta y habilidad increíble, sobresalía como gran tirador de rifle y revólver. De él se contaba que, en noches oscuras y para demostrar su puntería, se acercaba a los campamentos españoles y se hacía sentir por los centinelas para dirigir el fuego por el sonido del «¿Quién vive?» dejándolos muertos ante que aquellas voces expiraran en sus gargantas.
El general José era también un gran bromista con aquellos que gozaban de su confianza y amistad. Uno de estos era el médico Félix Figueredo. En una ocasión se le presentó manifestándole determinados dolores. El médico, preocupado por la salud del guerrero, lo examinó minuciosamente, y al final le expresó su confusión.
—No tienes nada, eres un roble, ni las balas logran penetrar en tu cuerpo de hierro.
José soltó una carcajada y mostrando la blancura de sus dientes, le dijo:
— ¡Ah, yo creía que usted se iba a equivocar! No tengo nada ni me siento mal, solo quería ponerlo a prueba.
Después de recorrer el territorio habanero, la columna invasora de Gómez y Maceo, compuesta de unos 4 000 hombres, se divide en dos el 7 de enero de 1896. El primero permanece en La Habana distrayendo grandes fuerzas españolas para favorecer la acción del otro, burlando a 10 000 soldados enemigos sin salir de la llanura que se extiende entre Alquizar y Quivicán. El segundo, con 1 500 jinetes, invade la región pinareña.
Esta sección de la columna invasora se dirige al norte de la provincia; ocupa Cabañas, San Diego de Núñez, Bahía Honda y Las Pozas. Toma posteriormente rumbo sudoeste, acampa en Pilotos, desfila a poca distancia de la ciudad de Pinar del Río, triunfa en Las Taironas, y entra triunfal en Guane. El 22 de enero arriba a Mantua, el pueblo más occidental del país, entre doblar de campanas y gritos entusiastas de la multitud a Maceo, al ejército invasor y a la independencia.
La sala capitular espera. A ella concurren ediles, pueblo y soldados, bajo la presidencia del Titán, se efectúa solemne sesión y se levanta el acta histórica como prueba irrefutable de que sobre su corcel de guerra el glorioso jefe mambí ha recorrido la Isla de un extremo a otro. La noticia llegó rápidamente al Generalísimo, quien, con su modo de ser característico, esbozó una leve sonrisa y se limitó a decir:
—Ahora todo es cuestión de tiempo.
Desde su llegada a Cuba para hacerse cargo de la Capitanía General, Valeriano Weyler, aquel que escogió el Gobierno hispano para sustituir a Arsenio Martínez Campos, se había limitado a dirigir las operaciones desde Palacio. Al fin, en noviembre de 1896, con todas las seguridades dadas por sus generales de que podría lograrse la derrota final de Maceo en tierras pinareñas, se decidió, perfectamente escoltado, a dar un paseo por el escenario occidental con la idea de vanagloriarse que había sido el eje de tan importante futura victoria.
Reunió 12 000 hombres mandados por González Muñoz, Echagüe, Bernal, Suárez Inclán, Obregón, Gasco, Hernández de Velasco, Aguilar y Segura (¡Nada menos que nueve de los más reputados generales y coroneles españoles!) y con todo ese aparato el día 9 se presentó en El Rosario. Allí le aguardaba Maceo. Las columnas españolas atacan por diferentes lugares. Los mambises resisten y llega la noche sin ningún resultado positivo para los atacantes, que incluso pierden a Echagüe, herido en una pierna.
El día 10, Maceo deja en El Rosario al general Rius Rivera y pasa a El Rubí a dirigir personalmente el combate, sitio por donde ataca el general González Muñoz. Lo reducido de la tropa insurrecta hace que el propio Maceo tenga que descargar varias veces su revólver y que a su lado pelearan como simples soldados Bermúdez, Pedro Díaz, Miró Argenter y todo su estado mayor.
La superioridad numérica se impone y los cubanos no tienen más remedio que replegarse a El Rosario, donde Rius Rivera seguía resistiendo y manteniendo la posición.
El día 11, sin resultado práctico ninguno, decide Weyler retirarse a Cabañas. Reanudadas las operaciones al día siguiente, las diferentes columnas combaten en San Blas, Brujo, Valparaíso y Río Hondo con las tropas de Vidal Ducasse, Ivonet, Peraza, Sáenz y Bigoa. Pero nada obtienen. Entretanto, el «valiente» Weyler, desengañado, toma el tren de regreso a La Habana en Candelaria. Para «alegrarle» la vuelta, los insurrectos le saludan con una bomba de dinamita sobre la vía férrea a su paso.
¿Pero piensan ustedes que todo esto sería capaz de ablandar su ego? ¡Qué va! Y como señala jocosamente un cronista de los hechos, entró más orgulloso que César al regreso de su victoria de las Galias, aunque los resultados de su «guapería» no fueran nada satisfactorios. Había que guardar las apariencias ante las turbas integristas.
Todo el alboroto de 12 000 hombres y nueve generales y coroneles directamente bajo su mando les costó solamente a las tropas cubanas 56 bajas, mientras que los hispanos sufrieron más de 400. ¡Inútil «guapería»!