Lecturas
En febrero de 1923, el afamado pianista polaco Arturo Rubinstein perdió la posibilidad de ofrecer en Estados Unidos tres conciertos que ya tenía programados por pasar un domingo de carnaval en La Habana.
El hecho llamó la atención del genial caricaturista Conrado W. Massaguer, que dirigía entonces la revista Social, de la que era propietario, y que tenía, dicho sea de paso, una pobre opinión de las fiestas carnavalescas cubanas. De ahí que se diera a la tarea de indagar los motivos.
Pronto supo que el notable intérprete de Falla, Chopin, Beethoven y tantos y tantos grandes de la música universal, se sentía particularmente atraído por una muchachita de sociedad que, disfrazada unas veces de marquesita de Watteau y otras de aldeanita gallega, cuando no de empolvado Pierrot, se dejaba ver en los mejores salones.
A Massaguer, que deambulaba en el mundo de la alta sociedad habanera, no le fue difícil seguir la pista y desenrollar el ovillo, pero a la hora de publicar la historia se limitó a dar a conocer los apellidos de aquellas muchachas —Araluce, Almeida, San Pedro, Melo, Malaret…— que vestidas al estilo de 1830 recorrieron los paseos de la ciudad en aquel Domingo de Piñata. Cualquiera de ellas pudo ser la que atrajo, y de qué manera, la atención del virtuoso intérprete y compositor que lo llevó al incumplimiento de un contrato.
Al margen. En las relaciones sobre las visitas y presentaciones de Rubinstein a Cuba que buscó el escribidor para la confección de esta nota, no aparece consignada esta de 1923. Se refieren sus actuaciones el 21 y el 23 de diciembre de 1942 en el Auditórium —teatro Amadeo Roldán— con el respaldo de la Orquesta Filarmónica de La Habana, bajo la conducción de Massimo Freccia, y las del 23, 29 y el 31 de diciembre de 1950, también en el Auditórium, con la Filarmónica, dirigida esa vez por Joseph Rosenstok. Hubo una presentación más: el 5 de febrero de 1951, en la Plaza de la Catedral, siempre con la Filarmónica dirigida ahora por Eric Simon.
El discípulo de Ignace Jan Paderewski dejó escuchar en La Habana obras de Chopin, Brahms, Rachmáninov y Grieg, entre otros compositores.
En diciembre de 1917 estuvo en La Habana la bailarina y coreógrafa norteamericana Isadora Duncan, considerada una de las creadoras de la danza moderna. Venía no a celebrar aquí las fiestas navideñas, sino más bien a olvidarse de ellas, pues no las soportaba luego de la muerte de sus hijos, ahogados en el Sena cuando cayó al río el vehículo en que viajaban.
Venía, sobre todo, a descansar. Pero aquí el tilín-tilán de las campanillas de los tranvías, las campanas de las iglesias, la música de los organilleros, los fotutos de los automóviles, los vendedores ambulantes con sus pregones y las vecinas con su comadreo de balcón a balcón y de acera a acera, no le dieron un minuto de tregua y la llamada bailarina del dolor se marchó a los tres días de su llegada por donde mismo había venido.
Advierta el lector que el ruido en La Habana no es cosa de ahora.
El 23 de diciembre de 1900 Carlos J. Finlay, descubridor del ente transmisor de la fiebre amarilla, acudió a una cena que reunió en el café-restaurante Delmónico a un grupo de amigos y colegas. Al entrar al establecimiento, Finlay entregó su gabán en el guardarropa, pero al retirarse, luego de la comida opípara, el abrigo no estaba donde lo había dejado. Al parecer, por confusión, alguien tomó el gabán del buen doctor, pues al día siguiente seguía colgado en la percha del restaurante un capote que nadie reclamaba. Finlay decidió acudir a la prensa y anunció en un periódico que el gabán en cuestión podía ser devuelto en su residencia del Paseo del Prado. Nadie acudió al llamado y pasados los días, Finlay dio su gabán como perdido para siempre.
La TV estaba en su apogeo en Cuba cuando vino la actriz mexicana Dolores del Río, gracias a la intervención de Félix B. Caignet. Aunque nunca se había presentado como actriz en ningún programa de televisión —ni siquiera en su país— aceptó hacerlo en La Habana. Era una escena muy sencilla escrita por Carballido Rey, en la que una madre —Dolores del Río— discutía con su hija —interpretada por la cubana Ada Béjar— a causa de los amores en los que esta estaba enredada. Una escena de cinco minutos escasos que saldría al aire desde los estudios del Focsa.
El incidente lo refiere Orlando Quiroga en su libro Nada es imposible.
Entonces la TV era en vivo. Nada de videotape. Dolores se paseaba nerviosa por el estudio mientras Osvaldo Salas la fotografiaba, lo que empeoraba visiblemente sus nervios. Se notaba la tensión en el estudio. Terminó un número musical, siguió un comercial y salió el locutor a decir maravillas de Dolores del Río: que era una gloria de México, que con su presencia le hacía un alto honor al programa, que Cuba la recibía con los honores que merecía, etc. Comenzó la escena. La hija reprochaba a la madre la actitud que había asumido por su relación… La madre, que debía hablar, no decía media palabra. Se levantó del sofá forrado en raso y se paseó intranquila por el set. La hija trataba de darle el pie a fin de que agarrara la trama y colase su parlamento.
—Sí, ya sé lo que me vas a decir, que soy una hija desnaturalizada, que soy una vergüenza, que sientes odio hacia él y hacía mí…
Nada. Dolores del Río no se daba por enterada. La tensión crecía en el estudio. Carballido se paseaba por detrás de las cámaras. Dolores seguía sin reaccionar. Pero no. De pronto dio un grito que no estaba en el libreto y, mirando de reojo al sofá, se desplomó sobre él. Se había desmayado. El director ordenó al ballet que continuara el programa, mientras que director, escritor, productores, actores y cantantes se abalanzaba sobre Dolores, todavía desmayada.
Al día siguiente, en la calle, todo el mundo hablaba del gritico de Dolores del Río y su desvanecimiento. Carballido y un representante de los patrocinadores acudieron al hotel a visitarla. Los recibió el esposo de Dolores, muy apenado. Les dijo que la actriz guardaba cama, que todavía se sentía mal. Y que de ninguna manera cobraría por un trabajo que no había hecho.
—Nada de eso —respondió Carballido—. Aquí está el cheque. Acéptelo. El desmayo ha dado más que hablar del programa que si se hubiese hecho. Ha sido todo un éxito. ¡Todo un éxito!
Al otro día, Dolores del Río partió con destino a México. Era un animal del cine. La TV nada tenía que ver con ella ni con su memoria.
En la Cuba de hace ya algunos años se hizo habitual llevar a escena todos los 2 de noviembre —Día de los Fieles Difuntos— una fácil y pegajosa obra del español José Zorrilla, Don Juan Tenorio.
En algunos teatros se respetaba la letra de la pieza; en otros, como el Alhambra, una de las cimas de nuestro vernáculo, subía a las tablas, con mucho gracejo y con un ritmo tremendo y excelente versificación, un Don Juan cubanizado que con el nombre de Don Juan Jolgorio hacía en una bodega, y no en una hostería, el recuento de sus aventuras y conquistas amorosas que se extendían desde Marianao a Guanabacoa.
La Habana de los años 20 y 30 fue una «plaza fuerte del teatro». Seis u ocho salas abrían sus puertas cada noche a fin de ofrecer los géneros más variados. Hubo incluso en La Habana un Teatro Chino, y no me refiero al teatro Shanghai, donde se exhibían obras pornográficas, sino a un Teatro Chino de verdad, que ocupaba un caserón de media esquina en Zanja y Galiano, junto al sitio de donde salía, cada cuarto de hora, un tren eléctrico que llegaba a la Playa de Marianao en 23 minutos. Ofrecía aquel Teatro Chino representaciones que se extendían durante cinco horas, sin intermedio, y que eran vistas y disfrutadas también por cubanos, porque el idioma no era obstáculo para quien comprendiese su simbólica admirable. Era tan bueno aquel Teatro Chino de La Habana que llegó a comparársele con el Teatro Chino de Lima y el de Los Ángeles.
Muchas compañías europeas venían en esa época a la Isla y probaban aquí fortuna. Si triunfaban era casi seguro que alcanzarían un éxito similar en otras latitudes.
No siempre sucedía así, sin embargo. Al menos ese fue el caso de Mimí Aguglia, la gran trágica italiana que cosechó en la capital cubana, al frente de su elenco, aplausos clamorosos y una buena bolsa, buscó otros horizontes ansiando el mismo éxito, y regresó a La Habana tronada y sin compañía.
Quiso reponerse en Cuba antes de regresar a Italia, y como se acercaba el Día de los Difuntos nada le pareció más oportuno que montar el drama zorrillesco. Como el dinero era escaso, mucha la competencia y poco el tiempo de que disponía, la Aguglia se vio obligada a conformar su grupo con actores principiantes o desconocidos, y mientras ella se reservaba el personaje de Doña Inés, escogió para el papel protagónico —¡qué remedio!— a un actor que era el anti-Don Juan definitivo: feo, famélico y desmejorado.
Llegó la noche del estreno. Avanzó la obra de Zorrilla hasta la escena en la que Don Juan se dispone a raptar a Doña Inés y en la que, según el libreto, sale del escenario con ella en brazos. Y he aquí que nuestro feo, famélico y desmejorado Don Juan no pudo con la Aguglia, que no era una mujer gorda, pero sí redonda. A duras penas consiguió sacarla de su asiento, dio dos o tres traspiés con ella a cuesta y luego de varios intentos fallidos la dejó caer sobre las tablas. Y tuvo Doña Inés que raptarse a sí misma y salir caminando por su cuenta.
El regocijo del público no tuvo límites y, el colmo, para rematar lo sabroso del suceso, el hábito de «la paloma del alma mía», como llama Don Juan a Doña Inés, era transparente y Mimí Aguglia no llevaba nada debajo.