Lecturas
La noticia del alzamiento de Carlos Manuel de Céspedes en Demajagua, el 10 de octubre, tomó desprevenidos a los revolucionarios camagüeyanos, y estos apresuraron la conspiración a fin de secundar el movimiento. El 4 de noviembre de 1868, hace ahora 150 años justos, ocurría el levantamiento general de la provincia cuando cerca de un centenar de juramentados proclamaban su rebeldía en el paso del río Las Clavellinas, a unas tres leguas de la ciudad de Puerto Príncipe. Ese mismo día los hermanos Augusto y Napoleón Arango, operando por su cuenta, se apoderaban del poblado de Guáimaro y de los caseríos de San Miguel de Nuevitas y Bagá. La sangre no corrió copiosamente en esa jornada, escribe un prestigioso historiador, pero los colonialistas supieron que había revolución en Camagüey.
La orden que Salvador Cisneros Betancourt, marqués de Santa Lucía, impartió a los 76 conjurados en la ciudad de Puerto de Príncipe para que aquel amanecer se reunieran en el lugar acordado, fue acatada por todos. Para entonces se hallaban en rebeldía Manuel de Jesús Valdés, Bernabé Varona y Fernando Agüero Betancourt. Habían sido ellos los primeros en alzarse en armas contra España en todo el territorio camagüeyano.
Ya en Las Clavellinas, Jerónimo Boza y Agramonte, asumiéndose como jefe de aquel centenar de hombres —en realidad, 93 patriotas— abrió los pliegos que contenían las instrucciones del alzamiento que, en rigor, ya se había consumado. Desde aquel instante, la revolución iniciada por Céspedes fue común en orientales y camagüeyanos.
En abril de 1867 terminaba la Junta de Información y con ella todas las esperanzas de la clase terrateniente cubana de que España concediese reformas a Cuba. Tres meses después se creaba en Bayamo un comité que se proponía el logro de la independencia por medio de las armas. El jefe de la conspiración sería Francisco Vicente Aguilera, tenido como el hombre más rico de Oriente, que contaría con el concurso de Perucho Figueredo y Francisco Maceo Osorio. Gracias a las logias masónicas la conspiración se extendió pronto por todo el territorio. Con la dirección de la logia madre Gran Oriente Cubano, con sede en Santiago de Cuba, las logias se multiplicaron y se invitaba a ingresar en ellas a terratenientes, profesionales y personalidades prominentes.
Llegó así el mes de agosto de 1868. Aguilera convocó a representantes de los grupos conspiradores de Oriente y Camagüey a reunirse en San Miguel del Rompe, una finca de Las Tunas. Esa reunión, conocida como Convención de Tirsán, fue presidida por Céspedes por ser el asistente de mayor edad. No hubo allí acuerdo unánime en cuanto al alzamiento. Céspedes se mostró partidario de no demorarlo y llevarlo a cabo con las armas que se le arrebataran al enemigo, mientras que otros preferían esperar el fin de la zafra venidera para disponer del dinero necesario. Céspedes esbozó un análisis del panorama internacional —España, Puerto Rico, Perú, Chile…— y concluyó que si Cuba se alzaba contra la metrópoli contaría con respaldo exterior. Al fin se fijó una fecha para el inicio de la guerra: 3 de septiembre de 1868.
Otra reunión, convocada de nuevo por Aguilera, siguió a la de San Miguel del Rompe, y en ella el patricio bayamés ratificó a los revolucionarios orientales y camagüeyanos presentes la necesidad de esperar hasta el fin de la zafra azucarera de 1869 para romper las hostilidades. A ese encuentro solo asistió la representación del Camagüey y del Comité Revolucionario de Bayamo, erigido ya en Comité Revolucionario de Oriente; Céspedes no estuvo presente.
Los manzanilleros, entre los que figuraban patriotas de tanto relieve como Bartolomé Masó y «Titá» Calvar, decidieron por su cuenta adelantar el alzamiento. Celebraron una nueva reunión con Aguilera y este aceptó iniciar las hostilidades a fines de diciembre. No satisfechos tampoco con la fecha, los de Manzanillo fijaron el alzamiento para el 14 de octubre. Hubo una delación y cae en poder de los revolucionarios un telegrama remitido por el capitán general a las autoridades de Bayamo en que se pedía la encarcelación de Céspedes y sus seguidores. Eso motivó que la fecha se moviera para el 10 de octubre. Céspedes se convirtió en el jefe máximo de la revolución, mientras que Aguilera quedaba desplazado.
El 13 de noviembre la columna del general español Blas Villate, conde de Valmaseda, desembarca en Manzanillo con destino a Santa Cruz del Sur. Quería contener la insurrección en Camagüey. Cumplido ese objetivo, se trasladaría a Las Tunas y de ahí caería sobre Bayamo. En Manzanillo, donde hizo una corta parada, trató de contactar a los insurrectos de Oriente e instarlos a deponer las armas. Fracasó. Sin embargo, tuvo éxito en sus gestiones cerca del jefe insurrecto camagüeyano Napoleón Arango. Estimulado por la aceptación de sus planes pacificadores, Valmaseda pretendió asumir en Camagüey el papel de mediador entre los insurrectos y el jefe militar del territorio.
Querían los camagüeyanos hostilizar a Valmaseda en su marcha desde Santa Cruz a Puerto Príncipe y, de ser posible, apoderarse del cuantioso armamento que transportaba. Los convence Napoleón Arango de que debían esperar. En consecuencia, Valmaseda entra en la capital de la provincia sin disparar un tiro.
Arango, que pasaba por un importante jefe insurrecto, intrigaba contra Carlos Manuel de Céspedes por haber adelantado la fecha de inicio de la guerra. Ignacio Agramonte se encarga de desenmascararlo en la histórica reunión de Minas, el 26 de noviembre de 1868, en la que destruyó los planes entreguistas del sujeto. En ella, Agramonte enarboló su tesis de que «Cuba no tiene otro camino que conquistar su redención, arrancándosela a España con la fuerza de las armas», y se impuso en el histórico encuentro. No debe perderse de vista que en Camagüey existía un fuerte grupo reformista contrario al avance de la revolución, representado por esclavistas del Partido de Caonao y de la familia Arango. De Minas surge el Comité Revolucionario de Camagüey. Lo conforman Salvador Cisneros Betancourt, Ignacio Agramonte y un pariente de este, Eduardo. La jefatura militar recae en Augusto Arango, disgustado con su hermano.
Una vez fracasados sus planes de pacificación, Valmaseda cambió su política de paz por la de guerra a muerte y ordenó la ejecución de todos los prisioneros cubanos. Entre sus propósitos estaba el de restablecer el enlace ferroviario entre Puerto Príncipe y la salida al mar, en el norte del territorio. Persistía en sus intentos de retomar Bayamo, pero requería de refuerzos para hacerlo. En su avance a lo largo de la vía férrea, Valmaseda chocó en Bonilla con las tropas cubanas mandadas por Augusto Arango e Ignacio Agramonte, que hicieron ver al jefe español los puntos que calzaban los insurrectos y lo convencieron de que lucharían hasta el final. Fue un combate encarnizado. Valmaseda tuvo que abandonar la impedimenta y marchar hacia Nuevitas a campo traviesa. Comenzaría a partir de entonces su política de incendiar y arrasar las propiedades cubanas que encontraba a su paso.
El 11 de diciembre sale por mar desde Nuevitas para La Habana y retorna el 20. Llega al frente de una columna de más de 2 000 hombres de las tres armas y cuatro piezas de artillería, así como cuantiosos útiles de guerra. Lleva como segundo a un hombre nefasto: Valeriano Weyler. El 22 sale hacia Guáimaro. Los patriotas camagüeyanos no le dan tregua y lo obligan, lo dice el propio Valmaseda en comunicación al capitán general Francisco Lersundi, a abandonar las carretas en el camino de Sibanicú a Cascorro «para aligerar y hasta hacer posible la marcha».
En diciembre de 1868 la goleta Galvanic lleva un importante alijo de pertrechos a los revolucionarios locales. El general Manuel de Quesada manda a los expedicionarios que transporta dicha embarcación. Provenían, en gran parte, de medios universitarios habaneros, lo que exacerbó las fuertes corrientes civilistas imperantes ya en el territorio.
Llegó el mes de febrero de 1869 y se restructura el aparato de dirección con el surgimiento de la Asamblea de Representantes del Centro dirigida por Cisneros Betancourt, Eduardo e Ignacio Agramonte, Francisco Sánchez Betancourt y el joven abogado habanero Antonio Zambrana. Manteniendo la separación de las funciones civiles y militares, la Asamblea proclamó a través de un decreto de fecha 26 de febrero, la abolición definitiva y absoluta de la esclavitud. La dirección de la revolución en la zona camagüeyana no se encontraba supeditada a la dirección de la parte oriental. Lo que causó serios problemas organizativos a la hora de implementar acciones comunes.
Los camagüeyanos adoptaron la bandera de Narciso López, en detrimento de la enseña enarbolada por Céspedes, y lo mismo hicieron los villareños, alzados en armas en el cafetal González, en Manicaragua, el 7 de febrero de 1869. Se decían seguidores de Céspedes, pero separaron las funciones civiles de las militares. Solo restaba Occidente por sumarse a la lucha, pero dicha región, centro del poder colonial en la Isla, carecía de un espacio favorable al combate y debió enfrentar numerosos obstáculos que provocarían que en los diez años que duró la Guerra Grande no se consolidara un alzamiento en la región. La burguesía occidental, la clase más poderosa de la colonia, desempeñó en la etapa independentista un papel puramente antinacional.
En abril de 1869 el poblado camagüeyano de Guáimaro se convertía en la capital simbólica de la revolución. Acogía a cuatro representantes, encabezados por Céspedes, de la región oriental. Cinco por Camagüey, con Agramonte y Cisneros en el grupo, y seis villareños animados por Miguel Gerónimo Gutiérrez. El día 10 se proclamaba la Constitución que lleva el nombre de esa localidad agramontina.