Lecturas
Aunque le llamaban el Inglesito, había nacido en Brooklyn, Estados Unidos, y por eso Ignacio Agramonte le decía Enrique el americano. Fue uno de los dos estadounidenses que alcanzó las estrellas de General en el Ejército Libertador cubano, en el que se alistó como soldado raso. Su nombre se ha hecho muy familiar en la Cuba de hoy porque con él se bautizó el contingente médico que presta servicios en países víctimas de desastres naturales.
En mayo de 1869 desembarcaba en la Isla la expedición del vapor Perrit. Conducida por Francisco Javier Cisneros, venían en ella cien hombres al mando de Thomas Jordan y traía 4 000 fusiles, algunos cañones y considerable material de campaña. La había preparado la Junta Central Republicana de Cuba y Puerto Rico, y la componían cubanos, venezolanos, peruanos y colombianos, así como 80 ciudadanos norteamericanos. Henry Reeve formaba parte de ese grupo.
Gerardo Castellanos García lo evoca como «alto, delgado, rubio, ojos azules, amable. No sabía español. El general Luis Figueredo, al alistarlo, lo declaró inepto. Fue pronto el más intrépido y hábil jefe de caballería de las huestes camagüeyanas. Ignacio Agramonte lo hizo su hombre de confianza. En el Ejército Libertador gozaba de sólido prestigio».
Participó en unas 400 acciones combativas y fue herido, a veces de gravedad, en diez de ellas. Tras la batalla de Santa Cruz del Sur (1873) hubo que adaptarle una prótesis metálica en una de sus piernas y construirle un dispositivo especial a fin de que pudiera mantenerse firme sobre su cabalgadura. Acompañó a Agramonte en Jimaguayú y asumió a su muerte el mando transitorio de la caballería camagüeyana. Se puso después a las órdenes de Máximo Gómez. El 10 de diciembre de 1873 lo ascendieron a General de Brigada. Tenía tantas cicatrices en su cuerpo, escribía Ramón Roa, que sus compañeros lo miraban como una página gloriosa de la historia de Cuba.
El historiador Ramiro Guerra por su parte apunta en su monumental Guerra de los Diez Años:
«Desde su desembarco en Cuba con Thomas Jordan, en la expedición del Perrit, hasta su muerte en Yaguaramas, el 4 de agosto de 1876, la carrera del Inglesito fue de una brillantez y una gloria excepcionales, reconocida por sus émulos en el campo revolucionario, y por sus más enconados enemigos en el español».
Tras asumir el mando de Camagüey, tras la muerte de Agramonte, el mayor general Máximo Gómez se anota victorias de tanta significación como la toma y el saqueo de Nuevitas y Santa Cruz del Sur y los combates de La Sacra y Palo Seco; éxitos que van consolidando su propósito de invadir la región villareña y llevar la guerra hasta las puertas de la capital.
Establece el dominicano su base de operaciones en un extenso cuadrilátero del sudeste del territorio. Organiza su tropa en dos grandes columnas. La primera, con 700 jinetes, al mando del mayor general Julio Sanguily, con Reeve de ayudante, y la otra, con 800 infantes y cien jinetes, con la que prepararía la proyectada invasión.
Ambas columnas, actuando en conjunto, atacan con éxito, en la misma jornada, dos campamentos enemigos y arrollan una columna de 60 hombres que deja en el camino 35 muertos con sus Remington y cananas. Ordena Gómez a Reeve entonces un movimiento que desconcierta al enemigo y la confusión posibilita al jefe mambí apoderarse de Nuevitas. Baten los insurrectos las defensas exteriores de la ciudad, los españoles se concentran en sus fuertes y los mambises saquean cuantos comercios encuentran a su paso para apoderarse de ropas, víveres, pólvora, armas y municiones en cantidades cuantiosas. Ese mismo día, ya en su base de operaciones, decide Gómez el ataque a Santa Cruz del Sur.
Dispone para hacerlo de un buen mapa de la ciudad y de información confiable sobre la ubicación de los depósitos de armas y municiones. Tiene bajo su mando a 450 infantes y 170 jinetes. Defienden la villa varios cientos de hombres, entre voluntarios y soldados de líneas, con cuarteles y fortines y trincheras exteriores, más tres piezas de artillería que dominan las entradas del poblado.
Gómez proyecta un ataque simultáneo por tres direcciones. Cien infantes tomarían el cuartel del muelle. Otros 200 efectivos seguirían a los cien anteriores como un segundo escalón, y 60 mambises más avanzarían por el este hasta El Playazo, lugar intrincado y lleno de mangle. Mientras, Reeve y el coronel Manuel Suárez ocuparían la entrada de la calzada que servía de acceso principal de la villa, y el Inglesito, con 50 hombres, la recorrería hasta el extremo opuesto para distraer al enemigo. Cien infantes y 20 jinetes había dejado Gómez como reserva a unos cinco kilómetros de Santa Cruz.
Expresan especialistas militares que la organización correcta del ataque y el estricto cumplimiento del plan aseguró la más absoluta sorpresa, factor determinante en el éxito. La guardia del puesto avanzado del cuartel del muelle abandonó su posición ante la presencia de los atacantes, dejando una pieza de artillería, y fueron desalojados los defensores del propio cuartel, que dejaron a merced del enemigo el polvorín y sus cuantiosos pertrechos. El resto de los insurrectos cumplía las misiones asignadas, y Reeve, con 50 jinetes cruzó la calzada de un extremo a otro bajo el fuego enemigo.
A punto de retirarse advirtió un cañón en posición de fuego. Avanzó hacia la pieza artillera, machete en mano, y al tocarla con el extremo de la hoja de acero exclamó: «¡Tomado!», mientras que el artillero español disparaba su carabina alcanzando al bravo mambí. Pese a estar gravemente herido, el Inglesito dirigió la carga que aniquiló al grupo contrario y pudo pasar el mando a su segundo.
Dos horas habían transcurrido desde el inicio del combate de Santa Cruz del Sur cuando Máximo Gómez ordenó la retirada. Los mambises dejan atrás un pueblo incendiado casi en su totalidad y llevan consigo un botín compuesto por más de 270 fusiles, sables, espadas, machetes, 60 000 cartuchos, 130 libras de pólvora, medicamentos, banderas, 300 mudas de ropa, dinero y otros efectos. Del bando español se registraban 50 bajas mortales y muchos heridos contra 17 mambises muertos y 20 heridos.
Lo ocupado en Santa Cruz del Sur más los refuerzos recibidos del oriente del país parecieron dar a Gómez el poder necesario para una operación de la magnitud de la invasión. Se le suman los más bravos jefes santiagueros: Antonio Maceo, Guillermón Moncada, Flor Crombet… El caudillo dominicano sabía rehuir aquellos enfrentamientos donde no veía ventajas, pero no puede eludir el combate de Naranjo-Mojacasabe, que fue para los cubanos una victoria táctica, pero una derrota estratégica de largo alcance, pese a ser la primera ocasión en que camagüeyanos y orientales pelean juntos. Más de mil bajas hizo Máximo Gómez a los españoles en Las Guásimas. Pese a la victoria, se vio obligado a retroceder a su base de operaciones a fin de curar a los heridos y reponer el parque gastado en ambas batallas, lo que obligó a aplazar la invasión hasta la próxima época de seca. Por otra parte, tampoco había caballos suficientes para una empresa de esa envergadura. La invasión está contenida en Camagüey y Gómez tiene dos caminos: se enfrasca en una guerra de desgaste con el deterioro de sus fuerzas y las del enemigo o se juega la carta de llevar la guerra hacia occidente. Pasa por fin a Las Villas. Quiere establecer sus bases de operaciones en las jurisdicciones de Cienfuegos y Sagua la Grande. Está a las puertas de Matanzas, con su riqueza azucarera intacta.
Imposible, por razones de espacio, seguir el día a día de esta etapa de la Guerra de los Diez Años, en que ocurre el importante combate de Cafetal González. No recibe Gómez los refuerzos prometidos por el Gobierno y apela a las fuerzas destacadas en Camagüey. Pronto Henry Reeve, el Inglesito, está a su lado. Será el jefe de la II División de Cienfuegos.
Desde noviembre de 1875 el brigadier Reeve opera en las llamadas Villas occidentales y en el este de Matanzas, aproximadamente hasta la zona de Colón. Las tropas bajo su mando, agrupadas en el Regimiento Occidente, constituyen la extrema vanguardia del Ejército Libertador y expresan la decisión mambisa de avanzar hacia el oeste. El mayor general Máximo Gómez, que opera en Las Villas, hace esfuerzos desmedidos por fortalecer a Reeve, que apenas dispone de cien hombres y está rodeado de fuerzas enemigas.
El 3 de agosto de 1876 sabe Reeve, de la cercanía de una columna enemiga y ordena que se prepare una emboscada para batirla y burlarse luego de ella, como lo ha hecho en otras ocasiones. Dicen que lo más probable es que no conociera el número de efectivos españoles. El caso es que, al día siguiente, cuando en Cayo del Inglés, cerca de Yaguaramas, aparecen los 20 jinetes que componen la vanguardia enemiga se origina una lucha cuerpo a cuerpo desfavorable para los cubanos, que quedan envueltos por un rival superior en número.
Dispone Reeve la retirada y la cubre él mismo con solo 15 hombres. Recibe dos heridas, una en el pecho y otra en la ingle. Cae muerto su caballo y queda inutilizado porque desde la terrible herida que recibiera en Santa Cruz está prácticamente inválido. En esas circunstancias, su ayudante le ofrece su cabalgadura, pero el brigadier la rechaza y le ordena que se retire. Dispara contra el enemigo varias veces, y otro disparo lo alcanza en el hombro. No hay ya nada que hacer. El valiente Henry Reeve, el Inglesito —Enrique el americano, como le llamaba Agramonte— se pega un tiro en la sien derecha para evitar caer prisionero. Tenía poco más de 25 años de edad. Había enfrentado, con cien hombres, una columna de 400 efectivos. Otras versiones niegan el suicidio.
Un historiador cienfueguero citado por Ramiro Guerra, escribe: «… fue traído su cadáver a la villa, donde se le tuvo expuesto al público en un departamento del hospital militar: era dicho cabecilla de solo 25 a 28 años de edad, de estatura baja, lampiño, de cutis muy blanco. Estaba vestido con saco y chaleco blancos, botines nuevos, y polainas; llevaba un buen reloj y una faja en la cintura, y tenía en su cuerpo además de un balazo en las sienes y una cuchillada en la cabeza, que fue lo que le produjo la muerte, muchas cicatrices anteriores y una herida abierta en la ingle, que era lo que le impedía el uso de una pierna».
Fuentes: Diccionario enciclopédico de historia militar de Cuba. Textos de Ramiro Guerra, Jorge Ibarra y Emeterio Santovenia.