Lecturas
Los anales de la humanidad recogen con visos de estupefacción los casos de ilustres fallecidos en trances nada convencionales. Por los asombrosos contextos en que ocurrieron, algunos son capaces de ponernos los ojos como platos y hasta la carne de gallina.
Entre las celebridades desaparecidas en esas situaciones figura la bailarina norteamericana Isadora Duncan, a quien muchos tienen como la fundadora de la danza moderna. Su insólito deceso ocurrió el 14 de septiembre de 1927, en la ciudad francesa de Niza, y tuvo un inusitado impacto mundial.
Isadora Duncan
Caía la noche cuando Isadora abordó un automóvil descapotable. Su elegante atuendo incluía una larga bufanda de seda alrededor del cuello. Instantes después, esta prenda fue la causante de su trágica muerte. El periódico The New York Times la reseñó así en su obituario:
«El automóvil iba a toda velocidad cuando la bufanda empezó a enrollarse en los radios de la rueda trasera, arrastrando a la Duncan con una fuerza terrible, lo que provocó que saliera despedida por un costado del vehículo y que cayese sobre la calzada de adoquines. Así fue arrastrada varias decenas de metros antes de que el conductor, alertado por sus gritos, consiguiera detener el automóvil. Murió casi al instante».
Otra muerte inaudita fue la del dramaturgo Tennessee Williams, conocido por piezas como El zoo de cristal y Un tranvía llamado deseo. Luego de una exitosa carrera teatral, comenzó a sufrir crisis de depresión, agravadas por las drogas, el alcohol y los ataques de pánico. «El 25 de febrero de 1983, lo hallaron muerto en el baño de su suite del hotel neoyorkino Elysée. El informe forense dijo que murió de asfixia, atragantado con el tapón de un envase de gotas para los ojos que solía usar, el que debió intentar abrir con los dientes», dice Wikipedia.
Algo similar le ocurrió a su compatriota, el también escritor Sherwood Anderson, cuando visitaba la panameña ciudad de Colón. En marzo de 1941 fue invitado por unos amigos a asistir a un coctel. Allí decidió degustar un entremés, sin percatarse del pequeño palillo de dientes que lo sostenía. Se lo tragó y sufrió una peritonitis que le costó la vida.
Una muerte absurda que conmovió al mundo de la esgrima fue la del espadista soviético Vladimir Smirnov, campeón olímpico en Moscú’80 y mundial en Francia’81. Ocurrió el 19 de julio de 1982, en el torneo del orbe celebrado en Roma, Italia. En un asalto frente al alemán Matthias Behr, titular olímpico de Montreal’76, el arma de su rival se partió, perforó la careta de Smirnov, atravesó su ojo izquierdo y entró 12 centímetros en su cerebro. Estuvo en coma nueve días antes de fallecer.
El emperador romano-germánico Federico I, alias Barbarroja, uno de los actores de la Tercera Cruzada, terminó su vida de manera poco común. El 10 de junio de 1190, después de vencer a los musulmanes en la batalla de Iconium, se ahogó en el río Saleph, en el actual territorio de Turquía. Sus biógrafos aseguran que se cayó de su caballo cuando atravesaba la corriente y que el enorme peso de su armadura lo hundió.
El inaudito fallecimiento de Plinio el Viejo, naturalista y enciclopedista latino, resultó el corolario de una atrevida decisión suya en nombre de la ciencia. Sobrevino el 23 de agosto del año 79, cuando el volcán Vesubio sepultó bajo sus cenizas las ciudades de Herculano, Estabia y Pompeya. Plinio partió hacia el peligro para apreciar de cerca el fenómeno.
El drama lo glosó uno de sus sobrinos en carta al historiador Tácito: «Mi tío llegó a Estabia cuando del cráter del Vesubio salían gigantescas llamas. En otros lados era de día; allí, en cambio, reinaba la noche más oscura, a ratos aclarada por muchas luces. En cierto momento, él sintió que el polvoriento humo dificultaba mucho su respiración y no se pudo mantener más en pie. A la mañana siguiente fue encontrado muerto».
El poeta chino Li Po, nacido en el año 701 y reconocido por su obra literaria, tuvo una muerte de visos románticos. La versión más difundida sobre ese hecho asegura que ocurrió en el río Yangtsé, cierta noche en que paseaba en barca. El vate, completamente borracho, se lanzó al agua para intentar abrazar el reflejo de la luna. No salió vivo del intento.
Una de las muertes más increíbles de la historia tuvo por infortunada víctima a Esquilo, el gran ícono de la tragedia griega. Un oráculo le había augurado que moriría aplastado por una casa, por lo cual se radicó en las afueras de Atenas. Pero —¡ay!—, una mañana en que meditaba al aire libre impactó abruptamente su cabeza calva una tortuga, dejada caer desde las alturas por un águila con el objeto de que se despedazara contra las piedras. Esquilo murió al instante.
Thomas Merton, el famoso monje de origen francés que promovió la confluencia entre el cristianismo y el budismo, tuvo una muerte a todas luces ridícula. El 10 de diciembre de 1968, luego de dictar una conferencia en un congreso interreligioso en Bangkok, Tailandia, fue a su habitación a tomar una ducha. Cuando salió, descalzo y mojado, quiso encender el ventilador de pie. Accidentalmente el equipo se le vino encima. Eso provocó un cortocircuito y Merton murió electrocutado.
La muerte del explorador Fernando de Magallanes es un caso proverbial. Durante años navegó y enfrentó temerariamente los más serios peligros, a todos los cuales sobrevivió. En 1521, cuando le faltaba apenas una cuarta parte del trayecto para terminar su viaje alrededor del mundo, llegó a Filipinas y, sin proponérselo, se enroló en un ajuste de cuentas entre dos tribus indígenas. Una flecha en el corazón terminó con la vida de quien había desafiado tantas veces la muerte.
Un desenlace poco común fue el del rey Enrique I de Castilla (1204-1217). Y no solamente por la manera en que ocurrió, sino porque el soberano era nada menos que un niño de 13 años de edad. En efecto, al fallecer su padre Alfonso VIII y morir también su hermano, le tocó al chico asumir la corona. El 6 de junio de 1217, cuando el imberbe soberano jugaba con otros muchachos en el palacio episcopal de Palencia, recibió una fuerte pedrada en la cabeza a cuya secuela no sobrevivió.
A pesar de los años transcurridos, las circunstancias en que dejó la vida Alejandro I de Grecia aún pasman. Pues sí, el rey paseaba con su pastor alemán por los jardines del palacio de Tatoi cuando un mono escapado de su jaula atacó al perro. Alejandro quiso separarlos a bastonazos, pero no pudo evitar que el primate lo mordiera en una pierna. La herida se infectó rápidamente, apareció la fiebre alta y Alejandro I murió de una severa sepsis. Era el 25 de octubre de 1920.
Alejandro I de Grecia
Un hecho parecido tronchó la vida del ilustre músico y bailarín Juan Bautista Lully, padre de la ópera francesa. El 8 de enero de 1687, en París, se puso al frente de la orquesta que celebraba la curación del rey Luis XIV. Por entonces, el director llevaba el compás no con una batuta, sino con una pesada barra de hierro, con la cual golpeaba el suelo. En un pasaje, Lully equivocó el golpe y la barra impactó con fuerza en su pie derecho. La lesión devino gangrena y lo llevó a la tumba el 22 de marzo de 1687.
Más de una personalidad murió por causas banales. Entre ellas figura Arquímedes, físico y matemático griego. La web Historias y biografías reseña su deceso así: «En el año 212 a.C., cuando el ejército romano tomó Siracusa, el general Marcelo ordenó traer ante él al científico. Arquímedes estaba ocupado intentando resolver un problema matemático y trazaba figuras geométricas en la arena. A un soldado que intentó borrarlos le dijo: «No toques mis círculos». El militar, poco acostumbrado a que le hablaran así, tomó furioso su espada y atravesó al genio».
Culmino esta antología de las muertes absurdas con el caso del británico Arnold Bennet (1867-1931), quien fuera célebre narrador, dramaturgo y periodista. Durante la Primera Guerra Mundial, el Ministerio de Información francés lo contrató para dirigir su Departamento de Propaganda. Y fue allí, en París, donde, insólitamente, contrajo la enfermedad que le puso fin a su existencia. Todo comenzó en un restaurante, cuando Bennet intentó beber agua de un grifo. Un camarero le aconsejó no hacerlo, porque podía estar contaminada. Pero Bennet desestimó la sugerencia, y, para demostrarles a los presentes que no pasaría nada, se bebió completo el contenido de un vaso. Poco tiempo después murió de fiebre tifoidea.
En fin, la muerte es una consumación existencial en la que nuestra voluntad carece por completo de incidencia. Como dijo una vez Stefan Zweig, «no hay que pensar demasiado en ella, sino que se debe tenerla siempre delante. Entonces la vida se hace más solemne, más importante, más fecunda y alegre».
Fuentes: Historias y biografías. Taringa. Status Revista. Ecured